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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (51 page)

BOOK: El sueño del celta
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El primer indicio de que las cosas tomaban rumbos inesperados fue saber, por la única carta de Alice Stopford Green que recibiría en dieciocho meses —una carta que para llegar hasta él dio una parábola trasatlántica, haciendo escala en New York, donde cambió de sobre, nombre y destinatario—, que la prensa británica había informado de su presencia en Berlín. Ello había provocado una in tensa polémica entre los nacionalistas que aprobaban y los que desaprobaban su decisión de tomar partido por Alemania en la guerra. Alice la desaprobaba: se lo decía en términos rotundos. Añadía que muchos partidarios resueltos de la independencia coincidían con ella. A lo más, decía Alice, se podía aceptar una postura neutral de los irlandeses frente a la guerra europea. Pero hacer causa común con Alemania, no. Decenas de miles de irlandeses estaban peleando por Gran Bretaña: ¿cómo se sentirían esos compatriotas sabiendo que figuras notorias del nacionalismo irlandés se identificaban con el enemigo que los cañoneaba y gaseaba en las trincheras de Bélgica?

La carta de Alice le hizo el efecto de un rayo. Que la persona que más admiraba y con la que creía coincidir políticamente más que con ninguna otra, condenara lo que estaba haciendo y se lo dijera en esos términos, lo dejó aturdido. Desde Londres las cosas se verían de manera diferente, sin la perspectiva de la distancia. Pero, aunque se diera a sí mismo todas las justificaciones, algo quedó en su conciencia, perturbándolo: su mentora política, su amiga y maestra, por primera vez lo desaprobaba y creía que, en vez de ayudar, perjudicaba a la causa de Irlanda. Desde entonces, una pregunta retumbaría en su mente con un sonido de mal agüero: «¿Y si Alice tiene razón y yo me he equivocado?».

En ese mismo mes de noviembre las autoridades alemanas lo hicieron viajar hasta el frente de batalla, en Charleville, para conversar con los jefes militares sobre la Brigada Irlandesa. Roger se decía que si tenía éxito y se constituía una fuerza militar que luchara junto a las fuerzas alemanas por la independencia de Irlanda, tal vez los escrúpulos de muchos compañeros, como Alice, desaparecerían. Aceptarían que, en política, el sentimentalismo era un estorbo, que el enemigo de Irlanda era Inglaterra y que los enemigos de sus enemigos eran los amigos de Irlanda. El viaje, aunque corto, le dejó una buena impresión. Los altos oficiales alemanes que combatían en Bélgica estaban seguros de la victoria. Todos aplaudieron la idea de la Brigada Irlandesa. De la guerra misma no vio gran cosa: tropas en los caminos, hospitales en los pueblos, filas de prisioneros custodiados por soldados armados, lejanos cañonazos. Cuando volvió a Berlín, lo esperaba una buena noticia. Accediendo a su pedido, el Vaticano había decidido enviar dos sacerdotes para el campo donde se estaba reuniendo a los prisioneros irlandeses: un agustino, fray O'Gorman, y un dominico, fray Thomas Crotty. O'Gorman permanecería dos meses y Crotty todo el tiempo que hiciera falta.

¿Y si Roger Casement no hubiera conocido al padre Thomas Crotty? Probablemente no habría sobrevivido a ese invierno terrible de 1914-1915, en que toda Alemania, sobre todo Berlín, se vio azotada por tormentas de nieve que volvían intransitables los caminos y las calles, ventarrones que descuajaban arbustos y rompían marquesinas y ventanales, y temperaturas de quince y veinte grados bajo cero que, debido a la guerra, había muchas veces que soportar sin lumbre ni calefacción. Los males físicos volvieron a abatirse sobre él con ensañamiento: los dolores a la cadera, al hueso ilíaco, lo hacían encogerse en el asiento sin poder tenerse de pie. Muchos días pensó que aquí, en Alemania, se quedaría tullido para siempre. Volvieron a molestarlo las hemorroides. Ir al baño se volvió un suplicio. Sentía su cuerpo debilitado y cansado como si le hubieran caído veinte años de golpe.

En todo ese período su tabla de salvación fue el padre Thomas Crotty. «Los santos existen, no son mitos», se decía. ¿Qué otra cosa era si no el padre Crotty? Nunca se quejaba, se adaptaba a las peores circunstancias con una sonrisa en la boca, síntoma de su buen humor y su optimismo vital, su convencimiento íntimo de que había en la vida bastantes cosas buenas por las que merecía ser vivida.

Era un hombre más bajo que alto, con raleados ca bellos grises y una cara redonda y colorada, en la que sus ojos claros parecían centellear. Provenía de una familia campesina muy pobre, de Galway, y, algunas veces, cuando estaba más contento que de costumbre, cantaba en gaélico canciones de cuna que había escuchado a su madre cuan do niño. Al saber que Roger pasó veinte años en África y cerca de un año en la Amazonia, le contó que, desde el seminario, soñaba con ir a tierra de misión en algún país remoto, pero la orden dominicana decidió otro destino para él. En el campo, se hizo amigo de todos los prisioneros porque a to dos trató con la misma consideración, sin importarle sus ideas y credos. Como, desde el primer momento, advirtió que sólo una minoría ínfima se dejaría convencer por las ideas de Roger, se mantuvo rigurosamente imparcial, sin pronunciarse nunca a favor o en contra de la Brigada Irlandesa. «Todos los que están aquí sufren, y son hijos de Dios, y por tanto nuestros hermanos ¿no es verdad?», le dijo a Roger. En sus largas conversaciones con el padre Crotty rara vez asomó la política. Hablaban mucho de Irlanda, sí, de su pasado, de sus héroes, de sus santos, de sus mártires, pero, en boca del padre Crotty, los irlandeses que más aparecían eran esos sufridos y anónimos labradores que trabajaban de sol a sol para ganar mendrugos y los que habían tenido que emigrar a América, a África del Sur y a Australia para no morirse de hambre.

Fue Roger quien llevó al padre Crotty a hablar de religión. El dominico era también en esto muy discreto, pensando sin duda que aquél, como anglicano, prefería evitar un asunto conflictivo. Pero cuando Roger le expuso su desconcierto espiritual y le confesó que de un tiempo a esta parte se sentía cada vez más atraído por el catolicismo, la religión de su madre, el padre Crotty aceptó de buena gana que tocaran ese tema. Con paciencia absolvía sus curiosidades, dudas y preguntas. Una vez Roger se atrevió a preguntarle a boca de jarro: «¿Cree usted que estoy haciendo bien esto que hago o me equivoco, padre Crotty?». El sacerdote se puso muy serio: «No lo sé, Roger. No me gustaría mentir. Simplemente, no lo sé».

Roger, ahora, tampoco lo sabía, después de esos primeros días de diciembre de 1914, cuando, luego de pasear por el campo de Limburg con los generales alemanes De Graaf y Exner, habló por fin a los centenares de prisioneros irlandeses. No, la realidad no acataba sus pre visiones. «Qué ingenuo y tonto fui», se diría, recordando, la boca de pronto con gusto a ceniza, las caras de desconcierto, de desconfianza, de hostilidad de los prisioneros, cuando les explicaba, con todo el fuego de su amor por Irlanda, la razón de ser de la Brigada Irlandesa, la misión que cumpliría, lo agradecida que quedaría la patria por ese sacrificio. Recordaba los esporádicos vítores a
John
Redmond que lo interrumpieron, los rumores reprobatorios y hasta amenazantes, el silencio que siguió a sus palabras. Lo más humillante fue que, terminada su alocución, los guardias alemanes lo rodearon y acompañaron a salir del campo, porque, aunque no hubieran entendido las palabras, las actitudes de la mayoría de los prisioneros dejaban entrever que aquello podía culminar en una agresión contra el orador.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió la segunda vez que Roger volvió a Limburg a hablarles, el 5 de enero de 1915. En esta ocasión, los prisioneros no se contentaron con ponerle malas caras y mostrar su disgusto con gestos y ademanes. Lo silbaron e insultaron. «¿Cuánto te ha pagado Alemania?» era el grito más frecuente. Tuvo que callarse porque la gritería era ensordecedora. Había empezado a recibir una lluvia de piedrecillas, escupitajos y diversos proyectiles. Los soldados alemanes lo sacaron a paso ligero del local.

Nunca se recobró de aquella experiencia. Su re cuerdo, como un cáncer, lo iría comiendo por dentro, sin tregua.

—¿Debo renunciar a esto, en vista de ese rechazo generalizado, padre Crotty?

—Debe hacer lo que crea que es lo mejor para Irlanda, Roger. Sus ideales son puros. La impopularidad no es siempre un buen indicio para decidir la justicia de una causa.

Desde entonces viviría en una duplicidad desgarradora, aparentando ante las autoridades alemanas que la Brigada Irlandesa estaba en marcha. Verdad que había pocas adhesiones todavía, pero aquello sería distinto cuando los prisioneros superaran la desconfianza inicial y en tendieran que la conveniencia de Irlanda, y por tanto de ellos, era la amistad y colaboración con Alemania. En su fuero íntimo, sabía muy bien que lo que decía no era cierto, que nunca habría una adhesión masiva a la Brigada, que ésta no pasaría jamás de ser un grupito simbólico.

Si era así ¿para qué seguir? ¿Por qué no dar marcha atrás? Porque aquello hubiera equivalido a un suicidio y Roger Casement no quería suicidarse. No todavía. No de esa manera, en todo caso. Y por eso, el hielo en el corazón, los primeros meses de 1915, a la vez que seguía perdiendo el tiempo con el «asunto Findlay», negociaba con las autoridades del Reich el acuerdo sobre la Brigada Irlandesa. Exigía ciertas condiciones y sus interlocutores, Arthur Zimmermann, el conde Georg von Wedel y el conde Rudolf Nadolny, lo escucharon muy serios, anotando en sus cuadernos. En la siguiente reunión le comunicaron que el Gobierno alemán aceptaba sus exigencias: la Brigada tendría uniformes propios, oficiales irlandeses, elegiría los campos de batalla donde entrar en acción, sus gastos serían devueltos al Gobierno alemán por el Gobierno republicano de Ir landa apenas se constituyera. El sabía tan bien como ellos que todo esto era una pantomima, porque la Brigada Irlandesa a mediados de 1915 ni siquiera tenía voluntarios para formar una compañía: había reclutado apenas unos cuarenta y era improbable que todos perseveraran en su compro miso. Muchas veces se preguntó: «¿Hasta cuándo durará la farsa?». En sus cartas a Eoin MacNeill y a
John
Devoy se sentía obligado a asegurarles que, aunque despacio, la Brigada Irlandesa se hacía realidad. Poco a poco, iban aumentando los voluntarios. Era imprescindible que le enviaran oficiales irlandeses que entrenaran a la Brigada y se pusieran al frente de las futuras secciones y compañías. Se lo prometieron, pero ellos también fallaron: el único que llegó fue el capitán Robert Monteith. Aunque, es verdad, el irrompible Monteith valía él solo un batallón.

Los primeros indicios de lo que se vendría los tuvo Roger cuando, terminado el invierno, comenzaban a aparecer los primeros brotes verdes en los árboles de Unterden Linden. El subsecretario de Estado para las Relaciones Exteriores, en una de sus reuniones periódicas, un día, de manera abrupta le hizo saber que el alto mando militar alemán no tenía confianza en su ayudante Eivind Adler Christensen. Había indicios de que podía estar informan do a la inteligencia británica. Debía alejarlo de inmediato.

La advertencia lo tomó de sorpresa y, de entrada, la descartó. Pidió pruebas. Le respondieron que los servicios de inteligencia alemanes no habrían hecho una afirmación semejante si no hubieran tenido razones poderosas para hacerlo. Como en esos días Eivind quería ir por unos días a Noruega, a ver a parientes, Roger lo animó a que partiera. Le dio dinero y fue a despedirlo a la estación. Nunca más lo volvió a ver. Desde entonces, otro motivo de angustia se sumó a los anteriores: ¿podía ser posible que el dios vikingo fuera un espía? Rebuscó su memoria tratando de encontrar en esos meses últimos, en que ambos habían convivido, algún hecho, actitud, contradicción, palabra perdida, que lo delatara. No encontró nada. Trataba de tranquilizarse a sí mismo diciéndose que aquel infundio era una maniobra de esos aristócratas teutones prejuiciosos y puritanos que, sospechando que las relaciones suyas con el noruego no eran inocentes, querían alejarlo de él valiéndose de cualquier treta, aun la calumnia. Pero la duda volvía y lo desvelaba. Cuando supo que Eivind Adler Chris tensen había decidido volver a Estados Unidos desde No ruega, sin regresar a Alemania, se alegró.

El 20 de abril de 1915 llegó a Berlín el joven Joseph Plunkett, como delegado de los Voluntarios y del IRB, luego de haber dado un periplo rocambolesco por media Europa para escapar a las redes de la inteligencia británica. ¿Cómo había hecho semejante esfuerzo en su condición física? No tendría más de veintisiete años pero era esquelético, semitullido por la poliomielitis, con una tuberculosis que lo iba devorando y daba a su cara por momentos el aire de una calavera. Hijo de un próspero aristócrata, el conde George Noble Plunkett, director del Museo Nacional de Dublín, Joseph, que hablaba inglés con acento de aristócrata, se vestía de cualquier manera, con unos pantalones bolsudos, una levita que le quedaba muy grande y un sombrerote embutido hasta las cejas. Pero bastaba oírlo hablar y conversar un poco con él para descubrir que detrás de esa apariencia de payaso, ese físico en ruinas y su indumentaria carnavalesca, había una inteligencia superior, penetrante como pocas, una cultura literaria enorme y un espíritu ar diente, con una vocación de lucha y sacrificio por la causa de Irlanda que a Roger Casement lo impresionó mucho las veces que departió con él en Dublín, en las reuniones de los Voluntarios. Escribía poesía mística, era, como Patrick Pearse, un creyente devoto y conocía al dedillo a los místicos españoles, sobre todo a Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, de quien recitaba de memoria versos en español. Al igual que Patrick Pearse, se había alineado siempre, dentro de los Voluntarios, con los radicales y eso lo acercó a Roger. Escuchándolos, éste se dijo muchas veces que Pearse y Plunkett parecían buscar el martirio, convencidos de que sólo derrochando el heroísmo y desprecio de la muer te que tuvieron esos héroes titánicos que jalonaban la Historia irlandesa, desde Cuchulain y Fionn y Owen Roe has ta Wolfe Tone y Robert Emmet, e inmolándose ellos mismos como los mártires cristianos de los tiempos primitivos, contagiarían a la mayoría la idea de que la única manera de conquistar la libertad sería cogiendo las armas y haciendo la guerra. De la inmolación de los hijos de Eire nacería ese país libre, sin colonizadores ni explotadores, donde reinarían la ley, el cristianismo y la justicia. A Roger, el romanticismo un tanto enloquecido de Joseph Plunkett y Patrick Pearse lo había asustado a veces, en Irlanda. Pero estas semanas, en Berlín, oyendo al joven poeta y revolucionario, en esos días agradables en que la primavera llenaba de flores los jardines y los árboles de los parques recobraban su verdor, Roger se sintió conmovido y ansioso de creer todo lo que el recién venido le decía.

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