Antes de regresar a Irlanda, decidió ir a París, accediendo a una invitación de Herbert y Sarita Ward. Le alegró volver a verlos y compartir el cálido ambiente de ese enclave Africano que era su casa parisina. Toda ella parecía una emanación del gran taller donde Herbert le mostró una nueva colección de sus esculturas de hombres y mujeres del África y, también, algunas, de su fauna. Eran piezas vigorosas, en bronce y en madera, de los últimos tres años, que iba a exponer en el otoño en París. Mientras Herbert se las enseñaba, contándole anécdotas, mostrándole bocetos y modelos en pequeño formato de cada una de ellas, volvían a la memoria de Roger abundantes imágenes de la época en que él y Herbert trabajaron en las expediciones de Henry Morton Stanley y de Henry Shelton Sanford. Había aprendido mucho escuchando a Herbert referir sus aventuras por medio mundo, la gente pintoresca que conoció en sus andanzas australianas, sus vastas lecturas. Su inteligencia seguía igual de aguda así como su ánimo jovial y optimista. Su esposa, Sarita, norteamericana, rica heredera, era su espíritu gemelo, aventurera también y algo bohemia. Se entendían de maravilla. Hacían excursiones a pie por Francia e Italia. Habían criado a sus hijos con el mismo espíritu cosmopolita, inquieto y curioso. Ahora los dos chicos estaban internos, en Inglaterra, pero pasaban todas sus vacaciones en París. La chica,
Cricket
, vivía con ellos.
Los Ward lo llevaron a cenar a un restaurante en la Tour Eiffel, desde el que se contemplaban los puentes del Sena y los barrios de París, y a la Comedia Francesa a ver
El enfermo imaginario
, de Moliere.
Pero no todo fue amistad, comprensión y cariño en los días que pasó con la pareja. El y Herbert habían discrepado sobre muchas cosas, sin que ello entibiara nunca su amistad; al contrario, las discrepancias la vivificaban. Esta vez fue distinto. Una noche discutieron de manera tan viva que Sarita tuvo que intervenir, obligándolos a cambiar de tema.
Herbert había tenido siempre una actitud tolerante y algo risueña con el nacionalismo de Roger. Pero esa noche acusó a su amigo de abrazar la idea nacionalista de una manera demasiado exaltada, poco racional, casi fanática.
—Si la mayoría de irlandeses quiere separarse de Gran Bretaña, santo y bueno —le dijo—. Yo no creo que gane mucho Irlanda teniendo una bandera, un escudo y un presidente de la República. Ni que sus problemas económicos y sociales se resuelvan gracias a ello. A mi juicio, sería mejor que se adoptara la Autonomía por la que abogan
John
Redmond y sus partidarios. Ellos son irlandeses también ¿no es cierto? Y una gran mayoría frente a los que, como tú, quieren la secesión. En fin, nada de eso me preocupa mucho, la verdad. Sí, en cambio, ver lo intolerante que te has vuelto. Antes, dabas razones, Roger. Ahora sólo vociferas con odio contra un país que es el tuyo también, el de tus padres y hermanos. Un país al que has servido con tanto mérito todos estos años. Y que te lo ha reconocido ¿no es verdad? Te ha hecho noble, te ha impuesto las condecoraciones más importantes del reino. ¿No significa eso nada para ti?
—¿Debería volverme un colonialista en agradecimiento? —lo interrumpió Casement—. ¿Debería aceptar para Irlanda lo que tú y yo rechazamos para el Congo?
—Entre el Congo e Irlanda hay una distancia sideral, me parece. ¿O en las penínsulas de Connemara los ingleses están cortando las manos y destrozando a chicotazos las espaldas de los nativos?
—Los métodos de la colonización en Europa son más refinados, Herbert, pero no menos crueles.
Sus últimos días en París, Roger evitó volver a tocar el tema de Irlanda. No quería que su amistad con Herbert se estropeara. Apenado, se dijo que en el futuro, sin duda, cuando se viera cada vez más comprometido en la lucha política, las distancias con Herbert irían creciendo hasta tal vez destruir su amistad, una de las más estrechas que había tenido en la vida. «¿Me estoy volviendo un fanático?», se preguntaría desde entonces, a veces, con alarma.
Al volver a Dublín, a fines del verano, ya no pudo reanudar sus estudios de gaélico. La situación política se había vuelto efervescente y desde el primer momento se vio arrastrado a participar en ella. El proyecto del Home Rule, que hubiera dado a Irlanda un Parlamento y amplia libertad administrativa y económica, apoyado por el Irish Parliamentary Party de
John
Redmond, fue aprobado en la Cámara de los Comunes en noviembre de 1912. Pero la Cámara de los Lores lo rechazó dos meses después. En enero de 1913, en el Ulster, ciudadela unionista dominada por la mayoría local anglofila y protestante, los enemigos de la Autonomía encabezados por Edward Henry Carson desplegaron una campaña virulenta. Constituyeron el Ulster Volunteer Forcé (Fuerza Voluntaria del Ulster), con más de cuarenta mil inscritos. Era una organización política y una fuer za militar, dispuesta, si se aprobaba, a combatir el Home Rule por las armas. El Irish Parliamentary Party, de
John
Redmond, seguía luchando por la Autonomía. La segunda lectura de la ley fue aprobada en la Cámara de los Comunes y de nuevo derrotada en la de los Lores. El 23 de septiembre, el Consejo Unionista aprobó constituirse como Gobierno Provisional del Ulster, es decir, escindirse del resto de Irlanda si la Autonomía era aprobada.
Roger Casement empezó a escribir en la prensa nacionalista, ahora sí con su nombre y apellido, criticando a los unionistas del Ulster. Denunció los atropellos que en aquellas provincias cometía la mayoría protestante contra la minoría católica, que los obreros de esta confesión fueran despedidos de las fábricas y que los municipios de los barrios católicos se vieran discriminados en presupuestos y atribuciones. «Al ver lo que ocurre en el Ulster —afirmó en un artículo—, ya no me siento protestante». En todos deploraba que la actitud de los ultras dividiera a los irlandeses en bandos enemigos, algo de consecuencias trágicas para el futuro. En otro artículo fustigaba a los clérigos anglicanos por amparar con su silencio los abusos contra la comunidad católica.
Pese a que, en las conversaciones políticas, se mostraba escéptico con la idea de que el Home Rule sirviera para liberar a Irlanda de su dependencia, en sus artículos, sin embargo, dejaba asomar una esperanza: si la ley se aprobaba sin enmiendas que la desnaturalizaran e Irlanda tenía un Parlamento, podía elegir sus autoridades y administrar sus rentas, estaría en el umbral de la soberanía. Si eso traía la paz ¿qué importaba que su defensa y su diplomacia siguieran en manos de la Corona británica?
En esos días su amistad se estrechó más con dos irlandeses que habían dedicado su vida a la defensa, el estudio y la difusión de la lengua de los celtas: el profesor Eoin MacNeill y Patrick Pearse. Roger llegó a sentir gran simpatía por este cruzado radical e intransigente del gaélico y la independencia que era Pearse. Había ingresado en la Liga Gaélica en su adolescencia y se dedicaba a la literatura, al periodismo y a la enseñanza. Había fundado y dirigía dos escuelas bilingües, St. Enda's, de varones, y otra de mujeres, St. Ita's, las primeras dedicadas a reivindicar el gaélico como la lengua nacional. Además de escribir poemas y teatro, en folletos y artículos sostenía su tesis de que si no se recuperaba la lengua celta, la independencia sería inútil, pues Irlanda seguiría siendo culturalmente una posesión colonial. Su intolerancia en este dominio era absoluta; había llegado en su juventud a llamar «traidor» a William Butler Yeats —del que más tarde sería admirador sin reservas— por escribir en inglés. Era tímido, solterón, de un físico robusto e imponente, trabajador incansable, con un pequeño defecto en el ojo y exaltado y carismático orador. Cuando no se trataba del gaélico ni de la emancipación y estaba entre gente de confianza, Patrick Pearse se volvía un hombre restallante de humor y simpatía, locuaz y extrovertido, que sorprendía a veces a sus amigos disfrazándose de una vieja mendiga que pedía limosna en el centro de Dublín o de una damisela pizpireta que se paseaba con impudicia a las puertas de las tabernas. Pero su vida era de una sobriedad monacal. Vivía con su madre y hermanos, no bebía, no fumaba, no se le conocían amo res. Su mejor amigo era su inseparable hermano Willie, escultor y profesor de arte en St. Enda's. En el frontón de entrada de esta escuela, rodeada por las colinas arboladas de Rathfarnham, Pearse había grabado una frase que las sagas irlandesas atribuían al héroe mítico Cuchulain: «No me importa vivir un solo día y una noche, si mis hazañas son recordadas para siempre». Se decía que era casto. Practicaba su fe católica con disciplina militar, al extremo de ayunar con frecuencia y llevar cilicio. En esta época, en que estuvo tan metido en los trajines, intrigas y acaloradas disputas de la vida política, Roger Casement se dijo mu chas veces que acaso el invencible afecto que le merecía Patrick Pearse se debía a que éste era uno de los muy es casos políticos que conocía a los que la política no los había privado del humor y a que su acción cívica era to talmente principista y desinteresada: le importaban las ideas y despreciaba el poder. Pero lo inquietaba la obsesión de Pearse de concebir a los patriotas irlandeses como la versión contemporánea de los mártires primitivos: «Así como la sangre de los mártires fue la semilla del cristianismo, la de los patriotas será la semilla de nuestra libertad», escribió en un ensayo. Una bella frase, pensaba Roger. Pero ¿no había en ella algo ominoso?
A él, la política le despertaba sentimientos contrarios. Por una parte, lo hacía vivir con una intensidad des conocida —¡por fin se había volcado en cuerpo y alma en Irlanda!—, pero lo irritaba la sensación de pérdida de tiempo que le daban las interminables discusiones que precedían y a veces impedían los acuerdos y la acción, las intrigas, vanidades y mezquindades que se mezclaban con los ideales y las ideas en las tareas cotidianas. Había oído y leído que la política, como todo lo que se vincula al poder, saca a veces a la luz lo mejor del ser humano —el idealismo, el heroísmo, el sacrificio, la generosidad—, pero, también, lo peor, la crueldad, la envidia, el resentimiento, la soberbia. Comprobó que era cierto. El carecía de ambiciones políticas, el poder no lo tentaba. Tal vez por eso, además del prestigio que arrastraba como gran luchador internacional contra los abusos de los indígenas del África y de América del Sur, no tenía enemigos en el movimiento nacionalista. Eso creía, al menos, pues unos y otros le manifestaban respeto. En el otoño de 1913, subió a una tribuna a hacer sus primeras armas como orador político.
A fines de agosto se había trasladado al Ulster de su niñez y juventud, para tratar de agrupar a los irlandeses protestantes opuestos al extremismo probritánico de Edward Carson y sus seguidores, que, en su campaña contra el Home Rule, entrenaban a su fuerza militar a ojos vista de las autoridades. El comité que Roger ayudó a formar, llamado Ballymoney, convocó una manifestación en el Town Hall de Belfast. Se acordó que él fuera uno de los oradores junto con Alice Stopford Green, el capitán Jack White, Alex Wilson y un joven activista apellidado Dinsmore. El primer discurso público de su vida lo pronunció un atardecer lluvioso del 24 de octubre de 1913 en una sala del Ayuntamiento de Belfast, ante quinientas personas. Muy nervioso, la víspera, escribió su discurso y lo memorizó. Tenía la sensación de que, al subirse a aquella tribuna, daría un paso irreversible, que a partir de ahora no habría marcha atrás en la ruta que emprendía. En el futuro su vida estaría con sagrada a una tarea que, dadas las circunstancias, acaso lo haría correr tantos riesgos como los que enfrentó en las sel vas Africanas y sudamericanas. Su discurso, que versó todo él en negar que la división de los irlandeses fuera a la vez religiosa y política (católicos autonomistas y protestantes unionistas) y en un llamado a la «unión de la diversidad de credos e ideales de todos los irlandeses», fue muy aplaudido. Después del acto, Alice Stopford Green, mientras lo abrazaba, le susurró al oído: «Déjame hacer de profetisa. Te auguro un gran futuro político».
Los ocho meses siguientes, Roger tuvo la sensación de que no hacía otra cosa que subir y bajar de los estrados pronunciando arengas. Sólo al principio las leyó, luego improvisaba a partir de una pequeña guía. Recorrió Irlanda en todas direcciones, asistió a reuniones, encuentros, discusiones, mesas redondas, a veces públicas, a veces secretas, discutiendo, alegando, proponiendo, refutando, a lo largo de horas y horas, renunciando para ello a menudo a las comidas y al sueño. Esta entrega total a la acción política a veces lo entusiasmaba y, a veces, le producía un abatimiento pro fundo. En los momentos de desánimo volvían a molestarlo los dolores en la cadera y en la espalda.
En esos meses de finales de 1913 y comienzos de 1914 la tensión política siguió creciendo en Irlanda. La di visión entre unionistas del Ulster y los autonomistas e independentistas se exacerbó de tal manera que parecía el preludio de una guerra civil. En noviembre de 1913, en respuesta a la formación de los Voluntarios del Ulster de Edward Carson, se estableció el Irish Citizen Army, cuyo inspirador principal, James Connolly, era dirigente sindical y líder obrero. Se trataba de una formación militar y su razón de ser pública era defender a los trabajadores contra las agresiones de los patronos y las autoridades. Su primer comandante, el capitán Jack White, había servido con méritos en el Ejército británico antes de convertirse al nacionalismo irlandés. En el acto de fundación se leyó un texto de adhesión de Roger, a quien en esos días sus amigos políticos habían enviado a Londres a recolectar ayuda económica para el movimiento nacionalista.
Casi al mismo tiempo que el Irish Citizen Army, surgieron, por iniciativa del profesor Eoin MacNeill, a quien Roger Casement secundó, los Irish Volunteers. La organización contó desde el primer momento con el apoyo del clandestino Irish Republican Brotherhood, milicia que pe día la independencia para Irlanda y que dirigía, desde el benigno estanquillo de tabaco que le servía de tapadera, Tom Clarke, personaje legendario en los cenáculos nacionalistas. Había pasado quince años en las cárceles británicas acusado de acciones terroristas con dinamita. Luego partió al exilio, a los Estados Unidos. Desde allí fue enviado por los dirigentes del Clan na Gael (rama estadounidense del Irish Republican Brotherhood) a Dublín para que, poniendo en acción su genio organizador, montara una red clandestina. Lo había hecho: a sus cincuenta y dos años, se mantenía sano, incansable y estricto. Su verdadera identidad no había sido detectada por el espionaje británico. Ambas organizaciones trabajarían en estrecha, aunque no siempre fácil, colaboración y muchos adherentes lo serían a las dos a la vez. También se adhirieron a los Voluntarios miembros de la Liga Gaélica, militantes del Sinn Fein, que daba sus primeros pasos bajo la dirección de Arthur Griffith, afiliados de la Antigua Orden de los Hibernios y millares de independientes.