El salón de la embajada italiana (14 page)

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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Instalé al hombre abrigado en el hotel de unos amigos. Estaba cercano a mi casa y proporcionaban, a un precio razonable, una habitación grande, confortable y limpia; con un pequeño salón donde instalamos todo el material recopilado hasta aquel momento, convirtiéndolo en un despacho. Trasladé mi ordenador portátil a aquella mesa, con el firme propósito de aprovechar la presencia de Mateo.

Cuando te acercas a la historia de un hombre, vas con todos los recursos técnicos en una mano y la capacidad de sorpresa en la otra. Me pasa casi lo mismo cuando abro un libro que es casi una vida. Quizás porque siempre deseo que esa vida se guarde en la manga un regalo, fisgo, vigilo, tengo en cuenta cada uno de los pequeños detalles que conforman el camino. Ese empedrado que construimos involuntariamente, impulsados por la biología, la genética, el azar, la voluntad, las religiones, las patrias, los amigos, los enemigos, las emociones. Mi amiga Daniela es un buen catálogo de esas sorpresas de la vida. Ella es rubia, muy rubia, porque su padre cuando era niño leyó un libro de vikingos y siempre quiso conocer los países nórdicos. Con veinte años se fue a comprobar si sus fantasías sobre los vikingos eran realidad. Allí se encontró con Inge y nació Daniela rubia, muy rubia porque su padre cuando era niño leyó un libro de vikingos. Pues eso, que en la vida hay muchos recodos, muchas sorpresas que se vuelven importantes y yo casi siempre presupongo que todo el mundo las tiene. ¿Por qué no iba a tenerlas Ángel Martínez-Lezo?

Aconsejé a Mateo seguir mi método de trabajo. Desbrozar, una vez más, la información obtenida a través de Internet. Cotejarla con la documentación que poseíamos, volverla a contrastar con la experiencia que él podía proporcionar, porque Nuestra Señora de Google no hace milagros en cuanto a rigor informativo. Cuando tuviéramos un material más o menos adecuado para trabajar, Mateo debía elegir aquellos episodios de la vida de su padre que quisiera resaltar en la biografía que seguía sin saber quién leería. Lo del pulso narrativo ya había decidido que le daría el que yo quisiera. Aquel poeta al menos se merecía que lo acunaran con un buen texto.

La vida de ese hombre estaba trufada de traslados y de diferentes países en los que había vivido, aunque de un modo obsesivo él siempre iba y volvía a París. En eso compartía mi amor por esa ciudad que brilla y que te transporta a saltitos por ese empedrado lujoso como si fueras una duquesa a la que sólo decapitara
l'addition
de algún restaurante donde escribió un poeta, pintó un pintor, y sucumbió a los encantos de alguna matahari quién sabe qué americano. También yo adoraba París.

Mi experiencia me hacía pensar que detrás de cada uno de aquellos movimientos había una emoción escondida, una razón para huir o acudir. Nadie va y viene por este mundo sólo por trabajo o compromisos, y menos en aquellos tiempos. Había material de sobra y como me había advertido en la entrevista inicial, Ángel Martínez-Lezo era un hombre con historia.

Mateo me esperaba cada día en el comedor del hotel a las ocho y media de la mañana. Impecablemente vestido y atildado. Sonriéndome como si hubiera pasado la noche esperándome. Oliendo a tentación. Yo, por mi parte, saltaba de la cama tras un sueño inquieto y me preparaba, no para trabajar, sino para verlo a él. Lo sabía porque me probaba siete prendas antes de elegir la definitiva, porque elegía la barra de labios con cuidado, porque me perfumaba con todavía más cuidado, porque había perdido el apetito, porque podía tocar la pendiente peligrosa por la que iba a deslizarme y porque para conciliar el sueño necesitaba evocar su mirada.

Luego me presentaba en el hotel. Profesional, educada, diciéndome a mí misma que ni se me ocurriera pasar al otro lado. Desayunábamos juntos, hablábamos de lo cotidiano y sobre todo de mi familia; por la que parecía sentir un verdadero interés.

—Descríbeme a tus tías.

Y yo se las describía porque diez minutos antes alguna nos había interrumpido con esas llamadas prenavideñas que le hacían sonreír.

—... No, no tiene ese libro... Sí, le hará ilusión... Marina tiene el número treinta y siete... Sí, ya tengo lo que me encargaste... Tía, estoy trabajando, luego te llamo.

El teléfono sonaba una media de seis o siete veces. La llamada casi siempre provenía de la familia. Los temas eran invariablemente los mismos: regalos de Navidad, comida de Navidad y Reyes, quién se encargaba de qué y quién se había enfadado el día anterior con quién... Por supuesto, intentaba aplazar las llamadas porque, entre otras cosas, me avergonzaba tener que explicarle a Mateo que en mi familia no se permitía el aplazamiento.

—Discúlpame, Mateo, es mi prima... que no sabe el nombre de la colonia que le gusta a mi hijo...

Notaba que el rubor me subía a las mejillas. Porque esas entretelas que sostienen los entresijos de la familia me producen una cierta vergüenza.

—Tranquila...

Y el teléfono volvía a sonar, y mi prima me decía que la colonia era carísima y que a ver qué tal un libro... Mateo me miraba admirado. Abría los ojos y sonreía con ganas. Y yo echaba humo y apagaba el teléfono. Acabó confesando sentir una cierta envidia ante aquel enjambre familiar. No quise desmontarle su fantasía. No quise contarle que además de necesitarlos, quererlos, desearlos y odiarlos, algunos de los miembros de mi gran familia podían romperte el corazón, jugar siempre a ganar, abusar de generosidades, ignorar debilidades o desahuciarte de la ilusión. Los trapos sucios sólo se lavan en casa.

Mateo no era un buen narrador cuando hablaba de su padre. Resultaba algo esquivo. Parecía autocensurarse o escamotearme algunos datos en los que sentí que se contradecía. Repetía mecánicamente respuestas que parecían estar fijadas con cola en su discurso. Resultaba evidente que sus recuerdos estaban deshilachados, probablemente mitificados y empapados en una tristeza de la que huía sin convicción. No encajaba..., algo no encajaba en el relato. De vez en cuando, como si hubiera abierto una puerta secreta, se le iluminaban los ojos y comenzaba a hablar de su padre con un desconocido entusiasmo. Hacía hincapié en su carácter tolerante, en sus sacrificios, en la época difícil que le tocó vivir y en las renuncias a las que estuvo sometido.

—No me parece que tu padre renunciara a muchas cosas.

—Bueno..., depende de cómo lo mires.

Y entonces volvía a titubear y hablaba de que no había podido vivir en España el tiempo que le hubiera gustado, y yo le hacía ver que su padre había elegido su destino, y Mateo volvía a ser el narrador esquivo y poco entusiasta.

No podía evitar deslizarme a las dudas que me inspiraba aquel trabajo. Cuando lo dejaba, caminaba hacia mi casa pensando en lo irracional que era aquella inversión que Mateo hacía. Absurdo. No tenía sentido realizar todo aquel esfuerzo físico y económico. ¿Tanto le arrastraba aquella promesa? ¿Y yo? ¿Por qué yo? Pero me gustaban sus ojos azules. Me gustaban mucho.

Cuando me metía en la cama, imaginaba soluciones a mis enigmas:

a) A Mateo le quedaba poco tiempo de vida y por eso debía terminar antes del 2008.

b) Mateo tenía un hijo secreto que no conocía a su abuelo.

c) Mateo era un psicópata.

Y finalmente...

d) Me iba a dar gato por liebre.

Y luego llegaba el sueño y lo enredaba todo y aparecía Ernesto diciéndome que no había dinero en el banco y el dentista de mi hija con una factura imposible de asumir. Y me despertaba, y el sueño no volvía ni enredado ni de ninguna manera, amanecía agotada y dispuesta a restaurar las huellas de aquellas noches que se olvidaban en cuanto Mateo me daba los buenos días.

Cinco días después de trabajar juntos, y a pesar de mi falta de concentración, sabíamos muchas cosas de su padre.

Ángel Martínez-Lezo había nacido el 10 de octubre de 1919 en Bilbao. Hijo de comerciantes, tuvo una infancia tranquila y relativamente acomodada hasta que estalla la guerra civil en 1936. La contienda altera su vida adolescente. Tiene diecisiete años y muchos sueños. Quiere ser escritor. Rellena cuadernos con historias interminables tras el mostrador de ultramarinos de sus padres, situado en la calle Carnicería Vieja, número nueve.

Pero el enfrentamiento de aquella sangrienta y civil guerra no respetará nada. La sociedad se reparte en bandos. Los odios y las diferencias levantan muros infranqueables. Surgen las denuncias. Se aprovecha la situación para dirimir viejas cuentas y los días se vuelven sospechosos y difíciles.

El padre de Ángel elude el reclutamiento cuanto puede, pero finalmente no tiene otro remedio que incorporarse a filas. Unas semanas antes de que termine la guerra y cuando se incrementa la crudeza fratricida, su padre es detenido. Se le hace un juicio sumarísimo y muere fusilado en la playa de las Arenas.

En una de las fotografías que Mateo trajo aquel diciembre, se ve en color sepia a un chico repeinado, alto, con una planta firme y estilizada. Por detrás alguien ha escrito «Ángel, trece años». Los hombros algo desmadejados, pero apuntando maneras del guapo que aparecería en otra foto, tomada en París diez años después, donde se ve a un hombre con traje entallado, una sonrisa sincera y la torre Eiffel a su espalda.

La abuela de Mateo decide irse de Bilbao y Ángel viaja junto a su madre hasta Salamanca, de donde procede la familia materna. Allí crece sin problemas, amparado por la presencia de su tío Hernán, capitán del ejército franquista que lo apoyará y apadrinará durante toda su vida. Estudia Historia en la universidad. Su afición por la escritura le hace buscar trabajo en los periódicos. Antes de terminar sus estudios trabaja haciendo gacetillas para el periódico
Libertad,
que se editaba en Valladolid.

En junio de 1944, Ángel Martínez-Lezo tiene la oportunidad de viajar a París. A un periodista del diario
Ya,
Tomás Campillo, lo instan a que se traslade a París para realizar una entrevista con el general Degaulle. Son tiempos difíciles para el gobierno de Vichy y España quiere resaltar la figura del general francés para contrarrestar la propaganda que atraviesa los Pirineos proveniente del exilio republicano. Pero Tomás Campillo no sabe francés y en aquel momento Ángel Martínez-Lezo posee unos conocimientos bastante dignos del vecino idioma.

Europa, que hasta unos meses estaba en manos de Hitler, comienza a organizarse y da muestras de querer hacer frente al despropósito. París sigue siendo una bellísima ciudad, pero los alemanes la tienen tomada. Los uniformes de sus soldados pueblan los cafés y bulevares. Un orden nuevo se ha instalado en la ciudad y en ella subyacen muchas emociones. El francés convive con el alemán. Los ciudadanos hacen un arte de sus miradas para ignorar lo que hay alrededor.

Ángel y su compañero se ven obligados a permanecer más tiempo del previsto en París. La ciudad se muestra agitada, llena de secretos, de rumores, de reconocimientos. La resistencia mina las voluntades sin fisuras de los alemanes. La entrevista no llega a producirse. Reciben órdenes de España: deben regresar.

Pero Ángel no lo hará, y aquella decisión cambiará su vida. Uno de los días en los que había logrado ponerse a salvo de la tutela de Tomás Campillo y sus consignas morales, recorre París con la sed de su juventud. Tiene la necesidad de que su destino se trastoque en uno de aquellos susurros que se transmiten a través de las boquitas fruncidas de las francesas de los bulevares. Lleva en el bolsillo algunas direcciones de españoles que viven en París desde que se exiliaran. Es el primer periodo del exilio español; el de la espera. Todavía se tienen esperanzas.

El destino le concede el deseo que aún no sabe que tiene. Ángel conoce al periodista Hubert Beuve-Méry, que había trabajado como corresponsal de
Le Temps
en Praga y que dirigiría
Le Monde
aquel mismo año, hasta 1969. Hubert también sería el fundador de
Le Monde Diplomatique
en 1954. El periodista reconoce en Ángel una admiración por la libertad semejante a la suya. Le ofrece la posibilidad de quedarse en París. También le aconseja y le pone en contacto con aquellos a los que puede servir. La ciudad le ha conquistado, es joven y como más tarde escribiría: «La libertad me sedujo casi tanto como la lengua de Voltaire...».

París está a punto de ser liberada por los aliados. El aire de la ciudad está preñado de una alegría contenida. Los alemanes comienzan a dar muestras de derrota. Ya se ha producido el desembarco de Normandia y Ángel, con veinticinco años, se sumerge en la frenética espera.

Contacta con los republicanos españoles que se reúnen en los cafés de Flore y Cluny, del bulevar Saint Germain. No puede resistirse a los acontecimientos históricos que flotan en el aire. Se queda a presenciar la liberación de París el 25 de agosto de 1944.

Fue a raíz de investigar en la vida de Ángel como averigüé que más de cuatro mil españoles participaron en los combates por la liberación de París y que José Barón, jefe guerrillero de la zona norte de Francia, moriría en la plaza de la Concordia cuando atacaba las posiciones alemanas. Supe que hubo un gran número de españoles en los combates que se libraron en la plaza de L'Etoîle y en el ataque a la Gestapo que se reunían en el hotel Majestic, y que un tal Pacheco hizo, en solitario, doce prisioneros alemanes. Otro español, Serrano, comandaba la sección que tomó el Ministerio de Marina. La lista era tan interminable que me emocionó saber de todos aquellos que ayudaron a liberar el país vecino porque no podían liberar el suyo.

Ángel comienza a formar parte de ese tejido social español que sobrevive a base de nostalgias y falsas esperanzas. Perfecciona el idioma hasta poder escribir en francés. Comienza a trabajar en
Le Monde,
cubriendo la información relativa a España. Mantiene importantes contactos con los políticos españoles exiliados en Francia. Colabora con viejos militantes del partido comunista y permanece activo en la lucha contra el gobierno de Franco. Esto le da numerosos problemas, pero sabe campear los temporales y tiene los suficientes contactos para conseguir no cerrarse las puertas de una frontera por la que deberá intercambiar información para prestar ayuda a aquellos que escapan de los campos de trabajos forzados para la construcción del Valle de los Caídos (Madrid).

Ocupa un piso espacioso cerca de la Place de Breteuil, en el número once de la Rue Valentin Hauy, un edificio Art Nouveau, propiedad de la familia de su amigo Hugue Marinart, que años más tarde adquiriría.

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