Aparté la mirada de donde la tenía y la orienté hacia una pantalla de televisión que a lo lejos mostraba a la pobre princesa Kiko del Japón, que por fin había parido un varón, un heredero para el imperio. Me acordé de que aquella chica había vivido un infierno. Se había quedado sin habla durante mucho tiempo. Una pérdida como otra cualquiera. Eso sí que era una maternidad responsable. Pero ya tenían un varón en el imperio del sol.
Mateo Martínez-Lezo se acercaba hacia la mesa. Abandoné a la princesa triste y lo observé.
—Discúlpame, Carmen...
Odiaba que me llamaran Carmen. Lo interrumpí:
—Carmela..., prefiero que me llames Carmela, es más coloquial —suavicé.
—Discúlpame, Carmela. Era ineludible. Una de esas llamadas importantes. Tenemos colaboradores por todo el mundo y a los que están sujetos a vaivenes de comunicaciones, satélites y gobiernos que no les ponen fácil su trabajo, no es posible rechazarles las llamadas ¿Dónde estábamos?
—Me hablabas de tu padre. Yo te decía que habitualmente quienes me encargan estos trabajos son personas vivas con las que me entrevisto. Me cuentan lo que consideran importante o decisivo, veo sus gestos, la intensidad de sus emociones, se aprecian esos olvidos significativos... Ellos ponen los datos biográficos y yo, el pulso narrativo, siempre que el cliente esté de acuerdo. Pero en este caso... ¿Sois muchos los herederos?
—Prometo ayudarte en todo lo que me sea posible. Imagínate que yo soy mi padre. Puedo desplazarme a Bilbao sin problema. Me paso la vida en los aviones. Además, con las nuevas tecnologías..., el correo electrónico es casi un contacto físico, es decir, permanente. No creo que tengamos problemas, Carmela. Sinceramente, no tengo ni tiempo ni ganas de buscar a otra persona, no quiero hacerlo porque hemos conectado bien, eres sincera, tengo excelentes referencias sobre tu trabajo. Y además tienes que ser tú. Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo, y en cuanto al tema económico, estoy dispuesto a aceptar tus condiciones, puesto que esto resultará algo más complejo que tus trabajos anteriores.
Y ahí yo visualicé a Ernesto mirando las páginas color salmón del periódico. Visualicé a mi hijo hablándome de aquel máster que había en Londres y que quería hacer. Visualicé la ortodoncia de mi hija. Me vi a mí misma consultando los vuelos low cost a Dusseldorf.
Mateo parecía empeñado en convencerme.
—Mi padre dejó una reserva para este proyecto. Comprenderás que, además de la palabra que le di, lo tenía todo previsto.
Era evidente que tenía interés en que lo hiciera yo. Me estaba seduciendo, adulando. Ponderaba el oficio de escritor —«Señor, perdónalo porque no sabe lo que dice», pensé— y me relataba su frustración cuando tenía que hacer un informe y no estaba su secretaria.
No iba a contarle el cómo ni el porqué de aquella rara especialización que había adquirido, pero decidí hacerme con la adversidad, y en un arranque de altanería, le pedí casi el doble de lo que había cobrado la última vez. Tenía la certeza de que Mateo Martínez-Lezo quería que hiciera aquel trabajo por alguna razón adicional que ya averiguaría. No me había dicho nada de los herederos, y, probablemente, como siempre, ahí estaría el meollo de la cuestión.
Crucé los dedos.
Miré sus ojos azules.
No se asustó de la cifra. Me pidió el número de cuenta para ingresarme un anticipo, aclarándome que prefería redactar un lontrato privado de confidencialidad. Y me dio la mano sonriendo y enseñándome aquellos envidiables dientes ortodonciados. Mi cliente quiso cerrar el compromiso con una cena, que al parecer tenía ya reservada, pero decliné la invitación pensando en Manna y en la tarta que tenía que pasar a recoger.
Nos intercambiamos las direcciones de correo electrónico y los teléfonos. Prometió enviarme por mensajero el contrato de confidencialidad, que yo debía devolverle debidamente firmado. Para mediados de octubre, él, personalmente, vendría a Bilbao con todo el material documental. No le importaba qué imprenta eligiera, que tipo de compaginación, o las fotografías que utilizara. Sólo quería dar el visto bueno a todo, pero mi criterio sería el predominante. Dudé si aquel hombre, al que parecía que su promesa le ataba determinantemente, deseaba la biografía o sólo quería liberarse de su atadura.
Me acompañó hasta el ascensor del aparcamiento y estrechó mi mano con una presión algo excesiva. Entonces volví a preguntárselo.
—Perdona, Mateo, me gustaría saber si hay mucha gente implicada en este proyecto, es decir, ¿sois muchos herederos?
—Sólo yo, Carmela, tranquila. No tengo dudas de tu profesionalidad.
Él no tenía dudas de mi profesionalidad. Le sonreí. Yo sí tenía dudas sobre aquel proyecto tan peculiar.
Cuando llegué a casa, los congelados estaban a punto de expirar. Marina me pedía permiso para cenar con sus amigos y yo tenía que decirle que no, además de contener esa mala leche que le entra al ama de casa cuando sube las escaleras con diecisiete bolsas y la sensación de que se te van a desencajar los hombros antes de llegar a la puerta.
Se enfadó y se encerró en su habitación.
Ernesto tenía previsto venir a buscarla y distraerla para que yo pudiera montar el fiestón, pero llamó para decirme que le habían puesto una reunión ineludible.
Me enfadé y no me pude encerrar en ninguna habitación.
Llamé a sus amigas Irati y Zuriñe y les conté los planes. No hay cosa que le guste más a una adolescente que participar en intrigas. Diez minutos después mi hija salía de casa diciéndome que se había suspendido su plan, que podía cenar con nosotros, que no me enfadara, que me quería...
—Entonces, cariño, cenamos en familia. Aita tiene que madrugar, ven pronto.
—Vale, ama.
Voz suave, conciliadora, como si no tuvieras nada que hacer, como si sólo te dedicaras a ella. Tiene diecisiete años y la abrazo y veo cómo se va dando esos saltitos que ella da, diciéndome adiós con la mano; y yo en la ventana de la cocina, esperando a empezar y queriéndola, queriéndola tanto.
Los hijos. Cuando los llevas en tu vientre, no los esperas, sólo juntas ganas para creer en ese milagro de la vida. Tu cuerpo, sabia naturaleza, segrega endorfinas por arrobas para que te sientas bella cuando tus pechos rebasan la lencería de la seducción. Para que te sientas una gacela cuando el centro de gravedad se desplaza y te bamboleas como si fueras pariente de Obélix. Para que te haga gracia que no puedas ponerte las bragas o que salgas sin calcetines porque es imposible el ángulo recto. Todo eso no importa porque el laboratorio de esa química perfecta de nuestro cuerpo se ha puesto en marcha y se te pone esa luz en la cara, esa luz que ciega pensamientos y te hace disfrutar de esos nueve meses como de un crucero hacia un mundo desconocido.
Y llegan. Con poco peso como ella, con mucho peso como ellos. Que se lo comen todo ellos, que no come ella, que duerme él, que no duerme ella, que no duerme nadie, que llora ella, que llora él, que lloramos todos, que el día y la noche es una línea discontinua que no avisa, que el laboratorio paró de golpe la secreción de aquella bendita sustancia y que tus pechos son dos cantimploras que duelen, y lloras, y te vuelves zombi, y pasan unos meses en que existir es sólo alimentar, cuidar, vigilar, y un día sonríe y otro te mira de verdad, y otro se calma con tu voz y le cantas... mal, como lo has hecho siempre, y él te mira como si escuchara a Barbra Streisand y ella se acurruca en tu abrazo y la aspiras, la hueles y entonces todo el universo tiene el más absoluto de los sentidos, y una podría definir con total certeza la felicidad que nunca podrá definirse fuera del regazo de los hijos.
Ya lo he dicho. Benditos ellos. Los mismos que hoy quiero que me dejen en paz, que se vayan lejos, que sean autónomos e independientes. Los mismos que me desesperan robándome el sueño de mi madurez.
Me importan un pimiento los planes de igualdad, las bajas compartidas y todo lo que venga, que será bienvenido porque todo será poco. Soy de las que creo en que la cosa no tiene remedio. Que hace falta un capitán en el barco y que el capitán no puede irse de putas cuando le viene en gana. Y eran las seis y media de la tarde y tenía que preparar una fiesta de cumpleaños para más de veinticinco personas; calculando sólo los que habían dicho que sí.
Cerré la ventana y comencé a abrir los paquetes que tenía escondidos debajo de la cama. Luego llegaron mis hermanas con los bollos, las guirnaldas, los letreros de «te queremos». Y llegaron las Farinelli. Se sentaron en el sofá con sus blusas satinadas y sus labios pintados y comenzaron a dar órdenes.
—Carmela, aquella mesita te quedaría mucho mejor al lado del sofá —me decía la tía Amalia.
—¡Qué tonterías dices! Carmela tiene mucho gusto y la mesa está ahí perfecta —le soltó mi madre.
—A mí, la mesa no me parece mal, pero aquella butaca debiera estar cerca del teléfono. Hay que tener una butaca cerca del teléfono —añadió la tía Benita.
—¡Claro! Como tú no haces otra cosa que estar de palique al teléfono. —La tía Carmen, siempre salvándome, se daba palmadas en los muslos.
—Por favor, no discutáis... —interrumpí, dejándoles cerca una tortilla de patatas—. Hoy no, que estoy muy nerviosa. Hoy os necesito Iturriaga, no Farinelli.
Les advertía aquello que había dicho el primo Alberto un día y que se había quedado como una norma. Y las dejé discutiendo.
La cocina era como una piscina japonesa, no cabía un alma, y mientras subía las claras a punto de nieve, yo pensaba en lo que no quería pensar; en los ojos azules de Mateo Martínez-Lezo. Y batía las claras como si me hubieran enchufado a la red, y la espuma subía y se hacía densa mientras seguía pensando en los ojos azules y en aquel padre bilbaíno de pro que se encarga una biografía que nunca leerá.
Gracias a aquella extraña impaciencia, al estrés del momento y las ganas que tienes siempre de que pasen las fiestas, terminé de adornar el pastel, de cambiarme de zapatos. Me dio tiempo a pintarme los labios imaginándome cómo me habrían visto aquellos ojos azules, me resistí a la tentación de poner un poco de rímel en mis pestañas porque luego lloro y los ojos te pican y es mentira lo que dicen los prospectos de la cosmética: la pena y la emoción lo arrasan todo.
También tuve tiempo de tener el salón repleto de familia expectante ante la llegada de Marina. Me dio tiempo a escuchar el latido de mi corazón cuando todos en silencio oíamos los canturreos de mi hija mientras buscaba las llaves. Las Farinelli susurrando órdenes, pidiendo el silencio que ellas se empeñaban en no tener. La mano de Ernesto en mi hombro, las mías en los hombros de mi hijo, la mano de mi hermano en mi codo. Esa cadena invisible de: yo estoy aquí aunque no quieras y aunque nos acordemos de Freud unas cuantas veces al año y...
—¡¡¡¡Feliz cumpleaños!!!!
Y Marina salta y grita. Suelta el bolso y lanza su jersey al aire. Nos abraza con lágrimas en los ojos, y lloramos y volvemos a abrazarnos. Y la felicidad tiene nombre y apellido.
Los hombres van hacia la mesa de las bebidas y descorchan las botellas de vino bien elegidas que ha traído el primo Luis. Las mujeres vamos a la cocina, comentamos lo preciosa que está Marina, la gracia que tiene Diego. Sacamos las bandejas que necesariamente han de pasar por el sofá donde las Farinelli opinan sobre cada uno de nosotros y comen como si fuera a venir esa maldita guerra que guardan en la memoria. Marina me interroga. Y me besa, me dice que soy la mejor madre del mundo. Yo le digo que soy su única madre, y viene la tarta.
—Pide un deseo, cariño.
—Pero tienes que cerrar los ojos —dice la tía Carmen.
—Da igual —añade alguien—, lo importante es apagar las velas.
—Ernesto, apaga la luz —dice una de las Farinelli.
—Auguri...
Y Aplaudimos. Volvemos a llorar. Las Farinelli dicen que les ponga un poquito...
—Pero tan poco no, hija..., que tengo bien el azúcar... —me corrige la tía Amalia.
Luego los regalos. Ernesto y yo le hemos comprado el iPod nano rosa que quería. Su hermano, unos pendientes. Las Farinelli abren los bolsos y le dan el mismo billete las cuatro. Besos a las abuelas. Luego los tíos. Camisetas, ropa...
Ernesto me rodea los hombros y presiona su mano un poco más de lo acostumbrado cuando Luis le entrega un bolso de fiesta de marca. Voy a decir algo pero me callo.
—Gracias, Luis. Marina lo necesitará en seguida, ¿verdad?
—Sí, gracias.
Me voy a la cocina y comento con mi prima lo patoso que siempre es Luis. La necesidad que tiene de regalar algo brillante, caro e innecesario.
—Es monísimo. No te quejes. En cuanto tengas un evento o una boda, le vas a agradecer a tu primo que sea un repollo.
Nos reímos y seguimos con los canapés. Ernesto, al que he visto sin tiempo durante toda la tarde, aparece en la cocina y me besa de refilón cuando estoy sacando del horno los volovanes de atún. Me ayuda para que no me queme. Lo miro y sé que me oculta algo. Se saben esas cosas.
—¿Cómo te fue en la entrevista?
—No sé qué decir. Le he pedido una fortuna y me ha dicho que sí...
—¿Entonces?
—El que quiere la biografía es el padre, que por cierto murió hace unos meses. El hijo tiene nacionalidad norteamericana, ha vivido en México, París y ahora está en Madrid.
—¿Y dónde encajas tú?
—Pues la verdad es que no lo sé. El padre quería que la escribiera yo. Lo dejó dicho. No pongas esa cara, al parecer, me conocía. Dejó incluso un fondo reservado para ello. Ya sé que es raro. Yo no hago más que darle vueltas a la cabeza. Pero luego pienso en el máster de Diego y alejo las dudas. Es trabajo, al menos eso me he estado repitiendo desde el hotel hasta aquí; es trabajo.
—Así me gusta. Vas aprendiendo. Tú a por la pasta, cariño. No sabes lo que me pone que traigas dinerito a casa.
Ernesto nunca piensa en lo que yo pienso. No me gustaba que me hablara así. Me ponía la mano en el culo. No me gustaba. Ese día, no me gustaba. De hecho, ya no me gustaba que lo hiciera nunca. Una cólera algo desmedida empezó a trepar hasta mi celebro.
—¿Por qué no dejas de teñirte el pelo? Pareces un turco de esos del bazar de Estambul...
Era un golpe bajo. Lo solté como cuando en las pelis deslizan una granada sin que se enteren los malos. A Ernesto le importaba mucho su aspecto físico, sobre todo en los últimos meses.
—Pues mejor. Así me querrán las turistas a las que les gusta mucho lo oscuro —añadió él devolviéndome el golpe.