El periodismo, cuando yo lo estrené, era una profesión con futuro y prestigio. Los periodistas representábamos esas voces independientes que podían meter en cintura los desmanes del poder. Revelar y desvelar. Pero conscientes de ese poder, las empresas de comunicación empezaron a ser eso: empresas. Mis compañeros escalaban la torre de los mass media, que dicen los americanos. Se creaban los gabinetes de comunicación, los redactores jefes, los productores ejecutivos, los assssessssores... Ernesto también escalaba. Tenía muchas reuniones, muchas comidas de negocios y muchas broncas con su mujer, que era más o menos yo. Era buen padre. Pero también era un marido intermitente que aparecía y desaparecía bajo el imperio de su trabajo.
Y el periodismo empezó a cambiar, a aliarse en filas definidas, en sueldos no definidos, en grupos y en grupas. Empezó la mafia rosa, la azul y desde luego la roja.
Tenía una columna mensual en un periódico local, una crítica literaria cada quince días, además de los encargos que me hacía mi amiga Hortensia. No era mucho, pero me mantenía activa y me daba tiempo a deprimirme un rato, hacer yoga otro rato, un curso de cocina fantástico, ponerme gorda, pilâtes, dejar de fumar, encuadernación, volver a fumar... Me daba tiempo a jugarme la vida limpiando una ventana, a enfadarme cada vez que la noche se iba en esperas... Me dio tiempo a ponerme a escribir la novela, a dejarlo, a probar con la novela histórica, a dejarla, a creer que un templario vivía en mi cocina y que un cruzado aparecería en mi cama a contarme cómo se vivía en la Edad Media. Porque leía mucho esperando a mi marido, y cuando dejé de esperarlo, leí todavía más. Me dio tiempo a deprimirme de nuevo, a cocinar siguiendo los consejos de Arguiñano, Arzak y un discípulo del Bulli.
Me dio tiempo a muchas cosas, a amueblar un poco más mi cabeza, y a sentir vacío en mi corazón, pero sobre todo, y por encima de todo, me dio tiempo a entregar a esta jodida sociedad tres hijos bien educados que saben saludar, besar y hablar empleando más de trescientas palabras y sin utilizar indispensablemente «mazo» o «mogollón».
Hace algunos años, cuando mis hijos ya sabían quiénes eran, y yo casi había perdido mi identidad, un amigo vino a buscarme para ofrecerme un trabajo: escribir biografías.
Lo acepté.
Necesitaba volver a ser un poco más yo. Apuntalar mi dignidad y de paso hacer posible ese divorcio que me planteaba más o menos cuatro veces al año.
La primera biografía fue de un industrial que había construido un imperio a base de tornillos e hijos. Era un hombre sencillo que quería dejar constancia de su paso por su ciudad, su país, su parcela en el mundo. Lo escuché, tomé notas, y me quejé a los míos de que en casa no había un sitio para mí. Me miraron con perplejidad.
Nos cambiamos de casa y asumimos una hipoteca que echó un poco más de sal y pimienta sobre nuestro ya deteriorado matrimonio. En casa teníamos más espacio y una habitación para cada uno.
Volví a ponerme los auriculares, a cerrar la puerta, a no escuchar si alguien entraba o salía. Trasladé una mesa de despacho que había pertenecido a alguien de la familia, y que la tía Carmen guardaba en el trastero, la llené de papeles y fotos y me puse a construirle a mi industrial una vida de cuatrocientas páginas.
Le gustó mi trabajo. Me recomendó a un segundo industrial muy parecido a él; al que le subí el precio y le añadí más fotografías y más páginas.
Luego vinieron otros encargos... Unos que no tenían edad para contar casi nada, pero que habían invertido bien y querían contarlo. Otros que tenían prisa en contarme lo que querían contar; porque la genética les había regalado un principio de alzhéimer y no sabían cómo atajar al olvido. Algunos que no encontraban otra manera de dejar rastro en esta vida, porque no habían tenido hijos, pero se creían dueños de una sabiduría única, que no podía perecer.
Poco a poco fui avanzando por los paraísos y los infiernos de personas con historias que contar. Descubrí que me gustaba. Después de pasar unos meses con ellos, sentados en las sillas de sus despachos, en las butacas de sus salones, con los álbumes de fotos en las rodillas y los pañuelos de papel cerca, para enjugar los ríos de frustraciones (con los que caminamos como si no pesaran), los conocía mejor que sus esposas o sus hijos. Durante meses era habitada por los recuerdos de mis clientes, algo muy parecido a cuando se escribe cualquier ficción. Olvidaba mi realidad. La aparcaba en los sótanos de la voluntad y me imbuía de los sentimientos de mis biografiados. Pero eso no lo supe hasta mucho más tarde.
La ciudad comenzó a tener edificios donde se firmaban alianzas a las que antes había sido ajena. Mi anonimato como escritora comenzó a tener mucha más información que mi existencia como periodista.
Si me hubieran preguntado por las posibilidades de mi vida profesional, nunca hubiera imaginado que iba a ser narradora de vidas, biografa de hombres adinerados. Al principio tuve miedo. Miedo de no hacerlo bien, de pasar por una vida sin aprehenderla del todo, sin retener lo esencial. Me protegía de los secretos de ellos y ellos no sabían cómo proteger esos mismos secretos de mi intuición o mi mirada. Pero pasada esa angustia del desconocimiento mutuo, nos convertíamos en dos amigos que visitábamos las tabernas prohibidas de una ciudad en la que ambos éramos turistas... Aprendí que cuando modelaba el alma de un despiadado, y a pesar de mi cuidado, no era más que una transacción comercial. Un poco especial porque, en el trayecto, tanto el cliente como yo perdíamos la ropa por las esquinas de la narración y en casi todas las ocasiones alcanzamos una intimidad intensa y poco manejable.
Y mientras conocía la historia de muchas vidas, la mía discurría entretenida con mis hijos, que crecían sanos, listos y muy queridos. Mi corazón tiritaba de frío. Mi marido era cada día más marido, mis hermanos más conservadores, mis tías más viejas, mis primos más compañeros, mis amigos más perdonados, mi tierra más herida, mis políticos más necios... Y yo también crecía.
Comprobaba que la certeza de que nuestra vida existe nos la da la presencia de quienes nos acompañan y aman. La duda de si hemos tomado las decisiones acertadas, curiosamente, también nos la da la presencia de los nuestros. ¿Estamos renunciando a algo cuando los amamos? ¿Qué perderíamos si no cuidáramos su amor? ¿La libertad y la lealtad son enemigas? El amor, definitivamente, no es materia de novela rosa. El amor es la savia de las plantas, la sangre de nuestro cuerpo, el viento que hace tiritar nuestra alma. El amor lo ocupa todo, por eso precisamente, sabemos en seguida que nos hace falta, que carecemos de él, que maldita sea la suerte del que no nos ama.
Hortensia dice que pienso mucho y a destiempo. Que se me enredan las culpas entre los argumentos y que pierdo el norte de mis deseos. Tiene razón. Pienso mucho y a destiempo. Ella tiene la teoría de que solamente cuando todo está en calma es el momento en que se debe pensar, por si acaso necesitamos un pequeño refuerzo de sabiduría. Pero que no hay que hacerlo, aunque sea una tentación casi ineludible, cuando nos sentimos frágiles. Dice que corremos el peligro de caer por las escaleras del infortunio. Yo ruedo por esas escaleras más a menudo de lo que debiera, y tengo moratones que no puedo enseñar.
No me sentía en calma precisamente, pero los pensamientos se me colaban sin permiso, me quitaban el sueño, me desorientaban el disfrute y, lo que era peor, se convertían en secretos, en culpas, y en algo de lo que me resultaba imposible hablar con nadie. Yo no era esa mujer frágil que se describe en los libros, pero, curiosamente, me parecía mucho a ella.
Las cosas entre Ernesto y yo iban. Simplemente, iban. A veces me sentía engañada del todo, y otras el engaño venía en fascículos, por entregas de dudas y sospechas. Pero lo cierto es que cada vez ofrecía menos resistencia, me volvía menos crítica. Aceptaba cosas que no debía aceptar. Me amoldaba a una vida cada vez más lejana de los sueños que creí posibles, como si estuviera establecido que debía ser así. Como si el matrimonio proyectara en el espejo del destino la frustración de renunciar a ser libre, a ser feliz, a crecer torcida. Tenía menos ganas de pelear y, lo que era peor, Ernesto se parecía cada día un poco más a aquellos hombres que había desechado siempre, cada vez me gustaba menos el hombre en que iba convirtiéndose.
El trabajo me distrajo aquel extraño vicio que empezaba a adquirir: pensar en mi vida y sentir un dolor impreciso y afilado que me desahuciaba de la felicidad. De la cotidiana y pequeña felicidad. Ese dolorcito certero que provoca el dudar del lugar que ocupas. Esa desorientación de no saber exactamente quién eres. Esa tentación de mirar atrás y descubrir que te has perdido. Esas dudas que son como un berbiquí que va perforando la felicidad vuelta a vuelta, de forma manual e impredecible. Un día compruebas con perplejidad que el agujerito ya está hecho y que por ahí entra un río que mata, o lo que es peor, por ahí se escapa, gota a gota, el bienestar, la esperanza y la seguridad de tu pequeña pero blindada vida.
¿Qué había pasado con la niña que buscaba su lugar en la familia, con la adolescente que quería superar los límites de su ciudad, de su tierra? ¿Dónde estaba aquella chica de izquierdas que cuestionaba ideologías? ¿Seguía existiendo la mujer que soñaba con escribir una novela de su tiempo? ¿Qué había sido de mis asaltos a la pasión? ¿Palpitaba mi corazón como antaño cuando veía reír a Ernesto? ¿Por qué había dejado de desear que me desearan?
La vida caminaba paso a paso envejeciendo a las Farinelli, haciendo crecer a mis hijos, desamparando mis ilusiones, y sin embargo estaba viva, algo triste, pero viva.
Aproximadamente un año antes de la muerte de las Farinelli, recibí una llamada de un tal Mateo Martínez-Lezo. Quería realizarme un encargo. Deseaba que escribiera la biografía de su padre.
Tenía un acento dulce que no supe identificar. Acunaba el castellano como si no lo usase a diario y lo hubiera guardado en algún armario entre el castellano de Iberoamérica y alguna lengua europea. Evitó mi curiosidad con destreza, desviando mi atención. No me hizo las preguntas que acostumbraban a hacerme mis clientes. Me dijo que en ese momento estaba fuera del país pero que podría visitarme en cuanto le fuera posible.
Hicimos una consulta a nuestras agendas —él desconocía que la mía tenía muchos días en blanco— y finalmente encontramos una fecha. Me citó en un céntrico hotel de Bilbao, tres días después de aquella llamada.
Acudí a aquella cita con el sabor de un presagio en el fondo de la boca.
POQUITO A POCO
Hay acontecimientos en la vida que se presienten, aun ignorándolos.
Una debiera atender esas pistas inaudibles, inapreciables. Pistas disfrazadas y espías que el destino deja sobre el camino indicándonos que, como dice el refrán, «el que avisa no es traidor». Pero, las más de las veces, cuando estos acontecimientos se presentan, andamos improvisando la vida. No estamos para mirar los recodos de los pasillos de nuestra historia. Tenemos las piernas enredadas entre los hilos que dejan los momentos no entendidos.
El día que pisé el salón alfombrado del hotel Carlton, y salió a mi encuentro Mateo Martínez-Lezo, las pistas estaban por todas partes, y yo en ese momento era la Niña de los Peines,
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la cieguita que vendía cerillas en Navidad. Yo no veía nada.
Era viernes. Septiembre se terminaba.
Septiembre en mi tierra es un lujo de días cálidos y atardeceres fresquitos. Septiembre tiene mareas vivas, huele a mar y en mi cabeza empieza el curso escolar como cuando era niña. En septiembre acostumbraba a creer en los milagros, me predisponía a ser bella, y siempre, desde hacía casi treinta años, empezaba una novela que iba a ser la definitiva. También casi siempre abandonaba el proyecto cuando se encendían las luces de Navidad en la Gran Vía.
Todavía estaba morena de sur. Todavía no sabía que podía ser tremendamente infeliz, ni que mis hormonas empezaban a bailar a un ritmo desconocido. Todavía no sabía que había barras de hierro que atravesaban el pecho y no dejaban respirar del todo, y todavía, seguían vivas las cuatro Farinelli.
La cotidianeidad estaba llena como las bolsas de la compra que había dejado en el coche. Aquel día, al mismo tiempo que me preparaba para el encuentro con Martínez-Lezo, también preparaba el decimoctavo cumpleaños de Marina; una fiesta sorpresa con globos, carteles y toda la familia. Porque Marina es la alegría de la casa, un cascabel que se escucha por los pasillos y nos hace a todos mirar a la mejor parte de nosotros. La he abrazado tanto que no se acostumbra a que la vida no le regale una sorpresa cada día. Y para eso está su madre. Yo.
Me había vestido para el hombre que imaginé, un latinoamericano rico que habría estudiado en una universidad estadounidense, se habría casado con una pija argentina —que son las más pijas del mundo mundial—, llevaría en su camisa impoluta un anagrama conocido y tendría el pelo abundante y moldeado en peluquería de hotel de cinco estrellas. Un hombre que me ofrecería un besamanos anticuado y deseado. Que me contaría que su padre era un modelo de virtudes y me pagaría un diez por ciento más de lo que me pagaron por mi último trabajo.
En el transcurso de la conversación telefónica que había mantenido con Mateo Martínez-Lezo, y ante el temor de que en el salón hubiera algunos clones de los ejecutivos que yo imaginaba, le traté de dar algunas pistas sobre mi aspecto.
—...No creo que le cueste identificarme. Soy morena, metro setenta...
Y él me había interrumpido:
—No se preocupe. Sé cómo es usted. Conozco su aspecto. Iré a su encuentro para que no haya dudas.
Lo dijo exhibiendo un timbre de voz resuelto y tintado de seguridad. No le pregunté nada de lo que hubiera debido preguntarle. No había lugar. ¿Cómo era posible que supiera el aspecto que yo tenía? Pero como ya he dicho, era la Niña de los Peines.
Aquella cita no era lo único que ocupaba mi pensamiento. En la empresa de Ernesto iban jubilando uno a uno a sus compañeros de su generación. Les ofrecían blindajes, seguros, y otros productos de la pastelería financiera de estos años. Pero se deshacían de ellos a través de una consultora externa que presentaba un plan de viabilidad en la que sobraban todos aquellos que tuvieran más de cincuenta años. Se lo había advertido en muchas ocasiones, pero Ernesto, que trepaba sobre sí mismo como un escalador aventajado, siempre acababa por creerse sus propios cuentos. A través de uno de esos generosos amigos, que se empeñaba en quererlo casi como yo, supo que circulaba un rumor: para primeros de año, él, entre otros directivos de la empresa de comunicación, iba a ir a la calle. Probablemente con un apretón de manos de esos que se dan los hombres, pero a la calle.