Nuestro pueblo es muy poco pueblo. Es un territorio que agrupa a una sociedad apretujada y separada, prisionera entre las lindes de las ideologías. Tiene varios barrios, pero casi todos se ven obligados a ser vecinos.
Mis abuelos, los Iturriaga Farinelli, se instalaron ahí, en Getxo. Un lugar, originariamente de capitanes de barco, maquinistas, comerciantes, burguesía en general. Una zona bonita, con un club marítimo, un paseo con horizonte y barquitos, con casas hechas para durar y perdurar. Un pueblo con playa y con mar.
Linda, y se empeña en borrar fronteras, con Neguri, donde vive lo más granado de lo más sagrado. Es tranquilo, bello, pelín oligarca, y por ende algo aburrido. Cuando era niña, los días venían escritos con impecable caligrafía en una agenda invisible que todo el mundo poseía. Parecían programados por las tradiciones, las costumbres y lo que Dios mandara, que mandaba bastante.
Las mujeres eran y son delgadas, elegantes, visten fundamentalmente de beis y marrón y casi siempre llevan algo de firma colgado de alguna extremidad. Los hombres van en grupo, prendas náuticas, los jóvenes azul marino, jersey sobre los hombros, abundan la gomina, las corbatas de seda de colores y los perros de raza. Es un municipio con muchísimos perros, muchísimos coches, y muchísimos bares. Por la noche casi todo está cerrado. No hay vida después de la vida. Esa intimidad ordenada y discreta que tiene Euskadi, ese silencio silente, ese mañana será otro día.
En Getxo se casaron las cuatro Farinelli; la tía Benita, mi madre Carlota, la tía Amalia, y la tía Carmen. De blanco, en la iglesia de las Mercedes, con recogidos en sus cabelleras abundantes, azucenas en sus manos, guipures sobre los hombros y tules ilusión obnubilándoles el cerebro. La abuela cantó tras las cuatro ceremonias ese trocito de
Rigoletto..
. Bella figlia dell'amore, y se permitió unas lágrimas gruesas que en seguida se enjugó con su pañuelito de batista y vainicas.
Hay fotos por todas las casas de mi familia en las que ellas sonríen a la cámara con esa seguridad que tienen las Farinelli ante el amor. Ajenas e inconscientes de su instintivo desafío.
Las cuatro enviudaron antes de lo que hubieran querido y después de que hubieran bebido, fumado, bailado y reído mucho con sus maridos: el tío Pedro, mi padre Miguel Ángel, el tío Ramón y el tío Ignacio.
La abuela crió a sus hijas con decisión y aceite de hígado de bacalao que el abuelo traía de Terranova en unas botellas de cristal amarillo que servían para contener muchas cosas. Administraba, educaba y calentaba el hogar sin otro amparo que la determinación de quien sabe la falta que puede hacer un abrazo. Las educó en italiano y castellano. La ayudó mucho el señor Verdi con sus óperas y tarareos para evitar el dolor de muelas, el miedo de los pasillos oscuros, los rayos y truenos de las tormentas. Les enseñó a cocinar, a interpretar a cuatro voces
Va', pensiero
, a tocar el piano y a recitar el nombre de todos los teatros del mundo donde cantaba o había cantado Caruso. Las educó para que fueran damas, sirvieran un café como princesas, alimentaran a sus proles con sabiduría y guardaran las formas. Esto último no sé si lo consiguió.
Todo lo hizo sin el abuelo, pero soñándole día tras día. Escribiéndole largas cartas a través de consignatarios de buques, capitanes y tiempos muertos en una España lenta y extraviada. Recibiendo noticias a través de maquinistas, marineros, tripulantes y viajeros marinos en general. Hablando con la almohada, consultando a su intuición, a los ojos de sus niñas y a las niñas de sus ojos en el espejo. Tenían valor aquellas mujeres de marinos, que ni tenían maridos ni tenían amor... Tenían hijos y muchas responsabilidades.
Un par de años antes de que se jubilara, el abuelo cogió una gripe estando de vacaciones. Lo metieron en la cama, le pusieron paños de agua fría en la frente para bajar la fiebre y le dieron caldo de gallina para recuperar aquel pertinaz desvalimiento. Se fue de este mundo discretamente, como a sus viajes. Nunca se ha sabido qué fue lo que le hizo abandonar aquella vida con la que tan poco contacto había tenido.
Hay una foto importante en la familia Farinelli. Se le ve al abuelo sentado en un sillón de respaldo alto, impecablemente vestido, sonriendo y con un periódico abierto sobre los muslos. Debieron de pillarlo en un momento relajado y feliz, porque tiene una presencia confortante y tranquilizadora. En esa foto se entiende lo que dicen de él: que era un hombre sólido.
La abuela no paraba de hacer copias. Se la regaló a cada uno de sus nietos. Así que el abuelo gozaba de una proximidad que probablemente nunca imaginó, y se convirtió en un talismán imprescindible para cualquier miembro de la familia.
Ellos —mis abuelos— se casaron hasta que la muerte los separara y la muerte los separó —como es tradición en la familia— antes que se agotaran los deseos de abrazarse. La abuela Luchía lo enterró en el cementerio del pueblo y guardó el luto en su corazón. Un luto silencioso y musical.
Todos los primeros de noviembre íbamos al cementerio de la Galea, y allí, con la brisa del mar revoloteando nuestras lustrosas cabelleras, nos sentábamos alrededor del panteón. Ellas —la abuela y las tías— limpiaban la lápida de granito gris donde ponía con letras grandes: FAMILIA ITURRIAGA FARINELLI.
Iban armadas de una botellita de limpiacristales y unas bayetas amarillas. Nosotras —siempre mujeres— danzábamos leyendo epitafios y asustándonos con aquella tumba cercana donde dos angelitos representaban a dos niñas que habían muerto con nuestra edad. Luego acudíamos al llamado de las Farinelli y rezábamos guiadas por la voz de la tía Amalia hasta que nos veíamos interrumpidas por alguna amiga de las tías que nos besaba una y otra vez encontrándonos parecidos con todos los parientes.
—¡Huy, esta niña es igual que vuestra madre..., el mismo pelo, los mismos ojos!
—No se puede negar que es hija tuya..., parece que te estoy viendo a su edad.
Nunca entendí que aquel día «el de todos los santos» fuera un día triste y todo el mundo se saludara como escondiendo un drama. Aquel día estaba lleno de flores, de encuentros, de rosquillas, buñuelos y unos pastelitos muy dulces que se llamaban huesitos de santo. Así que los muertos se incorporaron a mi existencia como las presencias de aquellos que no habían tenido más remedio que marcharse de la fiesta de la vida porque los habían echado, casi siempre sin su consentimiento.
Yo no los eché de mi vida, así que siguieron viniendo conmigo; ellos, los que se fueron sin ganas.
La abuela Luchía hizo una familia grande. Una familia grande y femenina. Los hombres nos dan mal resultado. Las mujeres se quedan viudas pronto, y algún que otro joven no pudo evitar el filo de una cuneta de olvido imposible.
Los hombres de esta familia tienen espaldas anchas y saben bailar abrazados y apretados. Las mujeres lucimos escotes que no necesitan prótesis. Nos pintamos de rojo los labios y llevamos abalorios aunque no sea fiesta. Acogemos a quien la vida lo haya dejado huérfano o esté en tránsito hacia algún lugar lejano. Preferimos ser más que menos. Discutimos siempre en Navidades. Gastamos fortunas en teléfono y de vez en cuando rompemos relaciones ignorándonos o castigando con silencios de hielo. Casi siempre hay un miembro de la familia que se declara neutral y convoca —con un pretexto— una copiosa comida en la que se brinda, se llora, se abraza y se perdona aunque no se olvida.
No se habla de Sigmund Freud, de quien algunos de mis primos —especialmente Luis— no han oído hablar o creen que compuso una ópera, pero te recomiendan restaurantes a pie de carreteras comarcales o te pasan una receta de una tarta «facilísima» con la que quedas de maravilla, o simplemente te miran y abrazan bien. Dados los tiempos que corren, considero que es más que suficiente para amarlos.
La abuela hizo de sus nietos un coro de ángeles enamorados de aquella mujer a la que le sobraban los abrazos. Nos abrió los ojos a la vida con mayúsculas y nos puso el trocito de chocolate en la boca después de cantar, de leer, o de hacer los deberes.
La recuerdo sin querer, como incrustada en mi infancia. La abuela nos cosía disfraces, nos montaba operetas, nos despertaba para que viéramos amaneceres rosados y nos acostaba antes de tiempo cuando había galerna en los mares de la familia y los gritos llegaban a nuestras camitas vestidas con vainicas e iniciales.
—Nonna, ¿qué dicen de la guerra?
—È una cosa per persone adulte. Siete tranquilli bambini miei.
Hasta la habitación llegaban las voces altas y alteradas como si luciera el humo de un fuego hecho con madera verde. En el salón, el tío Ramón discutía a gritos con mi padre y la tía Amalia lloraba y pedía a su marido que guardara silencio. Los ecos de una contienda de la que apenas sabíamos nada resonaban por los pasillos de sus memorias. Se empeñaban en colarse por las grietas cotidianas aplastando el amor con aquella rabia indisoluble. Los niños estábamos lejos de entender que aquello formaría parte de nuestra vida.
Pero la abuela siempre intentó que no descubriéramos, al menos tempranamente, las orillas de aquel río manchado de sangre, y cerraba la puerta prometiéndonos una peseta a quien supiera dónde estaba la palabra equivocada de aquella canción... Y comenzaba bajito, susurrando, sin prisa, mirándonos con los ojos muy abiertos y moviendo las manos como si aplastara las voces del otro lado del tabique. Subía el tono con su voz de cristal como si estuviera en La Fenice..., iba cerrando los ojos, para volverlos a abrir con penas secretas recogidas a saber dónde..., un trocito de
Casta Diva...,
belleza para no escuchar nada más.
Casta Diva, che inargenti
Queste sacre queste sacre,
queste sacre antiche piante
A noi volgi il bel sembiante;
A noi volgi,
a noi volgi il bel sembiante,
il bel sembiante
Su voz apagaba la del tío Ramón. Construía para nosotros una burbuja mágica donde flotaba algo que algodonaba la mala realidad.
La abuela Luchía hablaba aquel lenguaje especial. Paladeado, como si tuviera un caramelo en la boca. Y cuando se enfadaba, el caramelo chocaba contra los dientes, la lengua y las ces parecían ches y las eses eran mucho más «essses» y yo pensaba que el lenguaje tenía tantos secretos que nunca dejaría de descubrirlos. Por eso me pierden los acentos. La abuela hablaba un castellano italianado que era una sinfonía. Su voz impuso una brújula en mi niñez y una frase suya era la música capaz de orientarme cuando el mundo se empeñaba en perderme.
Todo lo que ella dio a sus hijas, ellas trataron de devolverlo a las suyas con más o menos acierto. También yo he intentado dar algo de aquello a mis hijos, pero las fórmulas ya no hacen el mismo efecto. Han cambiado los pesos y las medidas de las recetas de la vida. Hay que utilizar conservantes y estabilizantes. La mayonesa ya no puede ser casera y el amor es casi imposible que aguante toda una vida. La libertad abre las puertas del campo y en ocasiones cierra las del alma.
Ellas, mi madre y mis tías (paquete que creí indestructible e indivisible durante muchos años), eran como un cruce de caminos por el que siempre había que pasar. Las cuatro hermanas, las Farinelli, como las denominábamos sus hijos y sobrinos, eran un ejército donde aliados y enemigos tenían el mismo apellido y donde los frentes de combate pasaban de una frontera a otra dependiendo de sabe Dios qué.
Las cuatro hermanas vivieron entre pelea y reconciliación, entre abrazo y olvido. Una contienda permanente en la que no era una buena idea tomar partido. Aquella pelea ocultaba ríos subterráneos de infancias desiguales y cariños mal repartidos, de años separadas por tierras de rojos y azules, de conquistas imposibles en las que mi abuela Luchía no debió de querer entrar, sabiendo de antemano que la vida no repartía por igual, por mucho que se tratara de equilibrar las generosidades.
Las cuatro se casaron con hombres también desiguales que amaban distintas banderas, distintas patrias, pero que consiguieron convivir bajo la desconcertante batuta de las cuatro hermanas.
Todos, a medida que íbamos incorporándonos a los salones (los pequeños permanecían durante un par de años alejados del humo de las batallas), nos acostumbramos a verlas discutir por cualquier cosa, a enfrentarse y a ignorarse durante un tiempo para reencontrarse más tarde entre mocos y besos.
Nos acostumbramos a las zozobras del amor. Atadas a sus enfrentamientos como a sus reconciliaciones, se atizaban como si movieran un fuego que no podían extinguir. Altaneras y orgullosas seis de los siete días de la semana, y cuando el viento sur soplaba y traía aires prestados, ellas fingían obediencia y humildades que no duraban mucho. Pero su historia es la de muchas familias que en esta tierra se mezclan gracias al amor y gracias también al amor se cargan los árboles genealógicos impolutos de raza y apellidos sin sospecha.
Fueron las reinas del reciclaje antes de que existiera. Cada vez que había una mudanza, se organizaba una especie de caravana donde la alfombra de la habitación de la tía acababa en el salón de una prima que a su vez desplazaba una mesa hacia la alcoba de otro miembro de la familia. Todos sus hijos, nuestros maridos y sus nietos padecen dolores de espalda debido a los múltiples traslados de mesas, sillas, maletas u objetos pesados a los que se han visto expuestos. Para eso sí servían nuestros hombres. Eran serpas en el hipermercado, en las mudanzas que no necesitaban, en los despropósitos decorativos de las Farinelli.
—Cariño, tú que puedes, muéveme el sofá un poco hacia la izquierda..., un poquito más..., al centro..., ahí..., muy bien, y ahora, mira a ver si pesa mucho la librería, porque al mover el sofá parece que está de prestado.
—Mamá, ¿lo dices en serio? ¡Mover la librería!
—Pero Carmela... ¿no te das cuenta de que ahora no queda bien?
—Pues no, mamá, no me doy cuenta y si quieres hacer reformas, llamamos a alguien que se dedique a ello, le pagas y lo mareas. No hemos venido a mover todos los muebles de la casa, sino a estar contigo.
—¡Hija, qué carácter tienes!... Cada día te pareces más a tu padre... Total, por una tontería de nada.
Y Ernesto, mi marido, me miraba pidiendo clemencia, con ganas de irse a sus islas y matar a su suegra. Y yo miraba a mi madre y mi madre tenía la mirada perdida a lo Inmaculada Concepción. Porque no quería mirarme. Quería ganar como fuera. Y yo era un búfalo desesperado. Para ese momento, el hombre que había decidido compartir mi vida sin contar con mi madre tenía el nervio ciático hecho polvo y los nervios destrozados porque su mujer y su suegra estaban a punto de iniciar una refriega de consecuencias impredecibles.