—Para que viaje cómoda la señora, para que la acompañen los ángeles custodios.
Añadió Odalis como si se tratara de ponerle a la tía un cojín en los riñones durante el viaje definitivo.
Ernesto y yo obedecimos sin mediar palabra. Nos recogimos alrededor de la cama dispuestos a todo. Repetíamos sus letanías con el corazón encogido. Oía la voz de mi marido, a mi lado, entonando aquel «Bendícela, Señor...».
No quería mirar a mi tía, ni al rosario que permanecía obsesivamente quieto entre sus manos y que podía haber sido un collar del disfraz de gitana que tenía Marina, mi hija, cuando era pequeña.
...«Protégenos, Señor, de todos los males de este mundo...»
Pensé en los males de este mundo... Esas frases que no me pertenecían y que de pronto parecían mensajes cifrados que buscaban en mi memoria su sitio.
Odalis poseía en ese momento las riendas de todo. Lidiaba con la muerte mejor que nosotros. No le resultaba extraña o paralizante. Besaba las mejillas de mi tía, descarnadas, marfileñas y algo coloreadas con el Margaret Astor «rubor ardiente» que Odalis se atizaba los domingos para ir a aquellos bailes bachateros. Volvía a arreglar el embozo de la sábana e intentaba que participáramos en aquel momento del que nosotros, de haber podido, hubiéramos salido corriendo sin mirar atrás.
Tenía esa serenidad primitiva que hemos perdido en el primer mundo. Esa resignación que levantaba las ampollas de mis contradicciones. Para ella las certezas no eran que funcionara el teléfono o que se cayera Internet. Para ella, las certezas tenían que ver con la vida y la muerte. Ella sabía cuidar, mantener la vida y amortajar aunque fuera con aquel tosco lazo de toalla.
Una enfermera entró en la habitación con una bandejita llena de frasquitos. Entró con esa puñetera decisión con la que entran en las habitaciones o en las consultas pillándote con el culo al aire, sin sujetador o en una postura indigna que bastante haces con compartir con tu médico. Nos miró con sorpresa, la miramos con un poco de ira, ella miró con profesionalidad a mi tía. Comprendió. Balbuceó un...
—... ¡Ah!... Bien... Bueno... —Y salió cerrando la puerta.
Odalis retomó los rezos. Cuando parecía que la liturgia llegaba a su fin y estábamos a punto de romper aquella formación alrededor de la cama, pareció recordar algo. Nos enzarzó de nuevo en una serie de salmos a las ánimas del purgatorio, a las Vírgenes de los caminos, a los mártires inocentes, a los ángeles custodios. Mi marido y yo —evitando mirarnos— respondíamos un amén acobardado por la consciencia de aquella apabullante globalidad mortuoria que Odalis repetía como una lista de la compra bien memorizada.
Una vez terminado, hicimos la señal de la cruz. Ernesto y yo nos hicimos un lío con la dirección y el orden de los movimientos. Ya no pertenecíamos a la civilización judeocristiana, o cuando menos, habíamos olvidado sus ritos.
—¡Ay, señora, si la hubiera visto!... Fue como un milagro. —Odalis abría los ojos con desmesura—. Dos horas antes de morir su tía comenzó a hablar como si nada, como cuando yo la conocí, como si nunca hubiera perdido la razón. Me hablaba con todo el conocimiento. Lo recordaba todo, como si una luz celestial la hubiera iluminado. Era ella de vuelta, se lo aseguro. Me recordó a un chico de mi pueblo al que secuestraron durante diez años y cuando lo soltaron y vino al pueblo, lo recordaba todo clarito, sabía hasta dónde estaba cada uno el día que se lo llevaron.
Era difícil seguir a Odalis por aquellos senderos luminosos de su caprichosa memoria. Había que hacer un esfuerzo suplementario con sus metáforas para comprender de qué demonios estaba hablando, pero, afortunadamente, pareció enderezarlo...
—Me dijo muchas cosas. Cosas que había hecho hacía meses, cuando era dueña de ella misma. Dios le dio un tiempo de razón para despedirse como una persona educada. ¡Un milagro, señora Carmela! —Y giraba los ojos, fruncía la boca, movía las manos como alabando a alguien en las alturas. Interpretaba para que yo supiera que su emoción era incalificable—. ¡Un auténtico milagro!
Luego volvió a mi tía, la besó y siguió con sus plegarias bisbiseando esas conversaciones íntimas con los dioses redentores, los mismos dioses que le permitían vivir sin pensar demasiado en la mierda de existencia con que la había premiado el destino.
Rompí la disciplina del rezo, me acerqué a la ventana donde terminaba de amanecer. Una luz pálida iba iluminando tímidamente la estancia. Solté uno de aquellos suspiros capaces de mover los visillos. ¿De qué me hablaba Odalis? ¿Cuál era el milagro que la tenía tan embaucada?
La tensión que había en la habitación trescientos catorce de la clínica de Los Ángeles era como para huir montada en el unicornio que guardaba en la alacena secreta de mi vida.
Cuando volví la vista a la cama, Odalis seguía murmurando plegarias. Parecía encomendar servicios a santos y devotos que yo desconocía, como el Señor de los milagros, Sarita la Cartonera,
[2]
o el arriero negro. Susurraba de memoria como las beatas de las iglesias. Medio cantando. Medio llorando. Arrullando la pena. Sin detenerse en palabras bonitas en las que yo me atascaba queriendo rescatarlas del olvido lingüístico que padecemos aquí. Decidí dejarla a su aire.
Tuve la tentación periodística de describir aquel momento introduciendo todos los elementos que había en la habitación... Si alguien no sabía explicar el concepto de globalidad, allí lo tenía... Me dio por pensar en Iberoamérica, en Chávez, en la operadísima Cristina Kirchner, en el chaleco de Evo Morales, que era igual que uno que tuve yo cuando estudiaba en Barcelona y que daba muchísimo calor.
Pensé en Braulio. ¿Dónde demonios estaba? ¿Se habría dormido?
Dejé mi crónica a medias y cerré los ojos uniéndome a aquel rezo de Odalis como cuando era niña. Con aquella necesidad de cambiar el momento, de que se hiciera el milagro, de que nada fuese como era en realidad. Recé pidiéndole a la tía que se fuera tranquila con esa felicidad que le habían prometido sus mayores, su tiempo, su fe. Que volara a su cielo azul de niña acompañada de los querubines que no le dio su vientre. Que no tuviera secretos en la otra vida. Que entrara con buen pie, sin el paso marcado, sin ser tan rubia y tan ella. Le pedí que buscara a los suyos, a los nuestros, entre la aglomeración de los ausentes. Que les pusiera al día de nuestra vida. Que le dijera a mi hermano Rafael que sigo pensando en él, que no se cura su ausencia en mi corazón y que me rebela lo cabrona que fue la vida llevándoselo tan pronto, que le contara a mi padre que recuerdo sus manos y que hubiera dado media vida por verle jugar con mis hijos y después apreté algo más los parpados y pensé en él...
Recé porque la fe de Odalis me daba envidia, me dejaba respirar un poquito, me confortaba aquella presión que sentía en mitad de mi pecho. Recé, porque a veces siento que no puedo más con esta orfandad que te da la consciencia. Recé... porque era lo único que me permitía escapar de mí misma, aquel mantra de avemarías que me recordaba el abrazo de las Farinelli.
Todo sirve. Mirar por la ventana. Rezar sin fe pero con ganas. Adentrarte en esos guiones que acostumbraba a confeccionar para escapar o atenuar el dolor, la decepción o la soledad; esas tres emociones capaces de incapacitar al más capaz. La muerte no es ninguna de esas emociones, sino un compendio de ellas y algunas más. La muerte te desencaja el baúl de los recuerdos y, cuando es imprevista, te deja en la estación sin equipaje, expuesta a los rigores del clima a veces extremo de la vida. En su presencia yo siempre desaparezco. Huyo porque me cuesta convivir con esa ausencia que me parte por la mitad y me lanza a los días demediada. Y ese día me fui por cerros peruanos en procesiones de triste devoción.
Esperaba a mis primos y contenía las ganas de huir de verdad, de no ser sobrina de mi tía, de ser descorazonada y dejarle a Odalis invocando a sus Vírgenes, de no estar casada con mi inaprensible e inasequible moreno, y en definitiva, como siempre, me entraron ganas de no pertenecer.
Sonó mi móvil, y salí al pasillo.
—¿Sí?
—Carmela, para que lo sepas. Estoy llegando y todo el mundo está avisado. ¿Cómo están las cosas? —Mi amado primo Braulio.
—Ven pronto, necesito apoyo. La tía está... Ven, tengo ganas de llorar...
—Un beso.
Era una contraseña. Si yo le decía tengo ganas de llorar, él venía a rescatarme. Como cuando éramos niños.
Volví a aquella pequeña habitación que me asfixiaba y de la que no podía huir. La tía Carmen cerraba algo de mi vida. Lo sentía en las tripas. Algo terminaba del todo y yo necesitaba a Braulio a mi lado porque la tía —que había sido la artífice del secreto que nos unía— se había ido del todo.
Sentí avanzar una especie de sombra —desde luego, no era inesperada— que iba extendiéndose por mi estómago hasta encontrar hueco un poquito más arriba y se afincaba ahí, con la dichosa barra de hierro que parecía existir para no dejarme tranquila.
Miré a Ernesto, apoyado en el marco de la ventana, miraba hacia ninguna parte. Estaba delgado. La chaqueta le quedaba grande. Se había atado mal los botones de la camisa, no se había afeitado y desde donde estaba situado la luz iluminaba parte de su cara y cuello. No parecía él. ¿O quizás era que no lo miraba con los mismos ojos? Me fijé en que, en algún momento de los últimos seis meses, la barba se le había vuelto entrecana, sus sienes se habían plateado y en su cuello sobresalía una nuez demasiado grande, demasiado sola en su cuello delgado. Ya no era tan guapo y ya no me hacía daño aquel morboso ejercicio mental que había hecho durante muchos años (imaginarlo abrazando a una de sus conquistas) para comprobar si mi amor por él seguía en forma o si era fruto de mis puñeteras circunstancias vitales. Me estremecí al pensar que aquellos detalles de nuestra vida se me habían pasado por alto y sobre todo me estremecí porque no me causaba dolor verlo así de envejecido, con aquella inocultable derrota que llevaba como podía, y desde luego sin mi ayuda. ¡Qué poco lo había mirado en los últimos meses! Tuve ganas de abrazarlo, pero no lo hice.
Había demasiadas cosas sobre la mesa... Mi tía de cuerpo presente. Odalis, que había venido ilegal de Perú a cuidarla y conquistarla con su generosidad. Mi marido, un canario moreno que compartía profesión periodística pero no sueños. Yo, que ejercía a espaldas de mí misma porque he nacido en tierra comanche y escribía biografías de industriales con pasado. Mis hijos emigrando hacia sus sueños, lejos de mi abrazo. Y estaba también él.
Oí a Odalis, que, a mis espaldas, se empeñaba en convocar las almas del purgatorio en el lenguaje de García Márquez y desvié la mirada a esas montañas de Euskadi que me han abrazado tanto y a veces tan mal.
Respiré como había aprendido en clase de pilâtes.
Profundamente... Uno... Dos... Inhala... Exhala... Retenemos el aire... Uno...
Mi tía, la pequeña de las cuatro Farinelli, había sido la rubia más guapa de un pueblo con playa, la de la sonrisa más cautivadora, la seductora impenitente, la tía más desgraciada y más afortunada —de fortuna—, la tía más desigual de mis cuatro tías, y en aquella habitación no quedaba nada de ella, sólo una insoportable soledad y la sensación en mi alma de que aquello me haría pensar más de lo acostumbrado.
Ya no me quedaban mayores. Pronto, el olvido echaría esas paladas de arena que entierran la vida de los que no hemos sido nada más que seres humanos. ¿Quién se salva del olvido?
Estaba memorizando a científicos, artistas de cine, a mi hermano... Estaba buscando los restos de su vida en la memoria de la mía, cuando mi marido me hizo una seña para que lo siguiera y salió de la habitación. Lo seguí.
—Me voy a tomar un café. Al entrar he visto una cafetería en la planta baja. Ya no pueden tardar mucho tus primos, ¿no?... Si me necesitas me quedo, pero me ahogo en esa habitación, necesito tomar el aire, ¿te importa?
—Vete tranquilo. Cuando vengan los primos, me reúno contigo. Braulio ha llamado. Están en camino. Llama a Marina, no vaya a ser que no oiga el despertador —le dije, tratando de que todo sonara intrascendente, cotidiano—. Que no se olvide las llaves y el teléfono.
—¿Llamo a Juan?...
—Sí, llámalo. Dile que si no puede o no quiere venir, no importa. Y dile que le mando un beso enorme.
Mandar besos a los hijos que están lejos es esponjar el corazón. Conociendo a Juan, estaba casi segura de que cogería el primer avión que hubiera y se presentaría en Bilbao. Mi hijo mayor nunca faltaba a los abrazos necesarios.
Ernesto me sonrió. Le vi bajando las escaleras, arreglándose la chaqueta como lo hace cuando la vida le descompone el horario, con ese tic nervioso que le hace mover el omoplato hacia arriba y hacia abajo como colocándose algún músculo que sus tensiones se empeñan en tener presente. Le vi con esas canas que empezaban a clarearle la oscuridad de aquellos rizos que un día me volvieron loca y en las que ni tan siquiera había reparado. Le vi adivinando en su caminar las huellas de la contienda que manteníamos. Le vi justo antes de perderlo en el recodo de la escalera, echándome aquella última mirada tan cargada de historia, tan frecuente en los últimos tiempos, tan inevitable, tan poco ligera. Le vi y lo miré porque hacía mucho tiempo que ni le miraba ni le veía. Y en ese momento me sacó de mis pensamientos una voz conocida.
—¡Carmela...! ¡Carmela...!
Alguien pronunciaba mi nombre al otro lado del pasillo. Dejé que mi marido huyera solo y volví a ser la sobrina de la ya difunta tía Carmen. Los hijos de la tía Benita, Alberto, Lucía y Luis, salían del ascensor y me abrazaban con esa proximidad de quien sabe que le une la misma tristeza.
—¿Se la puede ver? ¿Está muy mal?... —me preguntaba Lucía aterrada—. Yo es que no sirvo para estas cosas...
—Está... más o menos como estos días, sólo que... Bueno, Lucía, si no quieres, no entres. No es agradable, pero a veces es mejor terminar del todo y despedirse bien.
—Ah... —exclamó mi prima poniendo cara de circunstancias y sin entender lo que quería decirle.
—Carmela, siento no haber estado aquí... —Alberto me pellizcó cariñosamente la mejilla—. ¿Está todo en orden?
—Sí, ya hemos llorado y rezado mucho. El arreglo de Odalis es un poco fuerte, pero qué quieres que te diga... Sólo puedo pensar en que por fin se ha terminado esta penitencia.
Entramos en la habitación. Mi primo Alberto, que, aunque haya hecho un viaje de diez horas en burro, parece que acaba de salir de una recepción diplomática, besó la frente de la tía y con disimulo le quitó el rosario multicolor de entre las manos. Luego se giró hacia el ventanal. Vi cómo se lo guardaba en el bolsillo de su abrigo azul marino. Él tiene ese «algo» sólido e indefinible que tienen los hombres que no huyen de los sentimientos, y a veces, observarlo es todo un lujo.