Todos los sobrinos seguíamos la misma ruta. La mirábamos y luego, sobrecogidos, íbamos a la ventana, quizás porque aquella luz de noviembre parecía mentira o al menos prestada de otro lugar, de otro mes, de otro día. En la habitación había demasiada verdad.
—Bueno, era irremediable... —aclaró Luis nervioso—, no se podía hacer nada por ella. Así es la vida. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Era un patoso. Un patoso desagradable que se empeñaba en desacertar. Ese elemento ineludible que hay en casi todas las familias numerosas. Luis rellenaba los silencios necesarios con palabrería manoseada. Lo hacía siempre, pero resulta definitivamente difícil acostumbrarse a convivir con los imbéciles. Nadie dijo nada. Begoña, que hacía unos instantes también había llegado a ver a la tía, lo miraba como ella sabe mirar sacando la espada toledana que guardaba detrás de sus dulces ojos.
Salí de nuevo al pasillo. La puerta del ascensor se abrió y vi algo muy verde, de hecho, yo diría que demasiado verde. Era el jersey de Braulio y a él me abracé con ganas.
—Bueno, Carmela, ahora sí que nos hemos quedado solos...
Mi querido Braulio... Él siempre sabe la temperatura que tiene mi corazón. Y aquella frase encerraba nuestra compartida consciencia de orfandad.
—¿Dónde está Ernesto?...
—Ha bajado a la cafetería...
—¿Muy duro, princesa?...
—Creo que sí...
—Voy a despedirme de la tía...
Braulio me dio la mano y la cerró con la mía presionándola un poco. Igual que cuando jugábamos al telegrama. Estábamos unidos por ese misterioso azar que hace que algunos miembros de la procesión de la vida se desvíen hacia una bocacalle prohibida. Y esos habíamos sido Braulio y yo, y la procesión era nuestra numerosa y combatiente familia.
Se desprendió de mi mano y se acercó a la tía. Le acarició la cabeza en un gesto de infinita ternura. Yo me quedé mirándolo, embelesada por aquella extraña belleza que tantos quebraderos de cabeza le habían dado y que siempre ocupaba la parte más generosa de mi corazón. Mi primo Braulio... Aquel salto genético de sus ojos verdes, de su pelo rojo, de su decidida sensualidad... Aquella imprevista estética en nuestra familia morena y mediterránea le había hecho creer que era adoptado, que no era querido, y yo lo había acompañado durante años en sus pesquisas, en sus dudas, y en la conclusión del enigma, porque a los ocho años mi primo Braulio y yo compartíamos la creencia de que éramos adoptados y de que no nos querían nuestros padres —la tía sí.
Los primos iban llegando. Pensé en fumarme ese cigarrillo que no fumo hace diez años y que siempre tengo tentaciones de fumar. Odalis interrumpió mis estériles argumentos.
—¡Ay, señorita Carmela!
Volvió a abrazarme. Aquella mujer se entregaba sin rubor a lo que sentía y yo no sabía cómo reaccionar. Quería mantener una cierta distancia, pero su espontaneidad me desarmaba aquel rigor social.
—Señorita, tengo que hablar con usted.
—No se preocupe por nada, Odalis.
Me enternecían sus maneras cautelosas. La tosquedad de sus rasgos enfrentados a aquella dulzura lingüística. Su soledad, su desamparo y su resolución. Quería tranquilizarla...
—Todos vamos a estar de acuerdo en dejarla a usted en una buena situación —me adelanté interrumpiéndola. Intuía que estaría preocupada. Se quedaba sin trabajo.
—No, señorita, no se trata de eso. Ya sé que ustedes se ocuparán de todo. Yo quería mucho a la tía de usted. —Odalis volvió a sacar de su manga aquel pañuelo arrugado que ya no podía contener nada.
—Lo sabemos, Odalis, sabemos todo lo que ha hecho por la tía. —Quería calmar su ansiedad, pero por alguna razón que desconocía no conseguía hacerlo.
—Señorita Carmela, por favor, escúcheme. Su tía me hizo muchas confidencias. Antes de que perdiera la cabeza me habló de cosas importantes. Cuando recuperaba la cordura, recordaba que me había hablado de esas cosas. Esta madrugada, cuando le volvió la razón de golpe, me lo recordó todo. Como si no hubiera pasado el tiempo. Usted lo entenderá... Pasábamos mucho tiempo solas y lo único que podíamos hacer era contarnos nuestras vidas. Ya sabe cómo son los mayores, como no pueden vivir el futuro, se vuelven al pasado y lo reviven todos los días. Yo tengo que hablar con usted. Tengo que contárselo...
En ese momento apareció la prima Mari Jose y el pesado de Andrés. Éste se empeñaba en darme el pésame mirándome fijamente a los ojos y esperando aquella puñetera complicidad infantil que ya nadie sentía. Me sumé a los ritos y besé mejillas. Pasaron a la habitación de la tía. Una extraña sustancia debe de circular por la sangre de una familia que pierde a uno de sus miembros. Es un compuesto que segrega cariño, perdón, olvido y ganas de reescribir la historia. Pero ésta sólo se reescribe cuando ha sido malinterpretada.
—Odalis, perdóneme, ¿qué me decía?
—Es que... cuando ha muerto esta mañana..., bueno, antes de morir —se le quebró la voz. Cuando parecía que iba a volver a echarse a llorar, retomó la frase—: se lo he prometido..., le he dicho que estuviera tranquila, que yo iba a decirle a usted todo lo que me había dicho... Su tía era difícil, para qué vamos a negarlo... Tenía carácter y... Pero hacía tanto tiempo que no parecía ella misma... Su tía la quería mucho a usted, si me permite decírselo y que no me oigan sus primos, usted era su favorita. —Odalis juntó sus manos morenas y entornó los ojos—. ¡El Señor la tenga en su gloria!...
Era imposible entenderla, poner un poco de atención en aquella conversación deshilvanada y además las dos estábamos cansadas. Me sentía como si hubiera subido una montaña y el discurso de Odalis se alargaba incomprensiblemente.
—Usted consiguió muchas cosas de ella. Le estamos muy agradecidos.
—Ya..., pero yo —hizo hincapié en el pronombre— tengo que hablar con usted... a solas.
Cuando lo dijo, giró su cabeza hacia la izquierda y luego a la derecha con la alerta de quien teme que alguien pueda escuchar lo que va a decir. Luego se acercó a mí y agarrándome del antebrazo me susurró:
—Hay algo que me preocupa, que corre prisa. Tengo algo que su tía me encargó y que yo no sé si voy a ser capaz. Prefiero que usted me acompañe, tengo que darle algo...
En el rellano del tercer piso de la clínica de Los Ángeles se iban congregando hermanos y primos. Por el rabillo del ojo y con cuidado de que Odalis no se sintiera ofendida, vi a Diego algo demudado hablando con el doctor ViCarlo.
En ese momento salía del ascensor mi hermano Carlos con su mujer y sus escoltas siguiéndoles los pasos. Se me encogió el corazón como cada día que lo veía sin gozar de la libertad que tanto le gustaba. Sentí ese pellizco de vergüenza que siempre siento cuando veo a alguien vigilado y a los demás ignorando que está vigilado. Los demás son mi mundo. Aunque él no fuera mi hermano, yo sentiría el mismo tufo y el mismo asco de pertenecer a un mundo que mira hacia otro lado. Volví a Odalis.
—Muy bien. Ahora no es un buen momento. Usted lo comprenderá. Haga lo que tenga que hacer y si no lo consigue, prometo acompañarla donde tenga que ir. Ahora vamos a tener que hacer muchas gestiones. Usted necesita descansar. Ha pasado por un momento muy difícil, tiene pena y lleva muchos días sin dormir bien. ¿Por qué no va a casa de la tía y descansa?
—¡Ay, señora!... No sé si podré estar en la casa de la señora Carmen sabiendo que no va a volver.
Odalis parecía querer iniciar una llantina y decidí ponerme algo expeditiva.
—Odalis, váyase, llame a su amiga Gladys, desahóguese, necesita asearse, descansar, comer algo. Probablemente acabemos reuniéndonos en casa de la tía mañana o pasado y supongo que habrá que poner aquello en orden.
—Ah, eso es distinto. Tiene usted razón. Yo no he podido volver y quedó todo como Dios quiso con las prisas con las que salimos. Ahí sí que me encontró. Recojo mis cosas y me despido de ella. ¿Quiere que prepare algo?
—De momento descanse. Luego la llamaremos.
Alberto y mi hermano Diego seguían hablando con el doctor ViCarlo, al que le gustaba dar explicaciones científicas. Les hice una seña indicándoles que Odalis se iba. Asintieron como dándome un permiso que no les había pedido y que se había convertido en una costumbre cuando se trataba de los asuntos de la tía. Todos éramos sobrinos, ninguno era su hijo. Sin querer afloraba un protocolo que respetábamos y en el que el número y la posición social contaba para las decisiones. También contaba la mala leche, la de las Farinelli y la que me entraba a mí cuando alguien abusaba del protocolo.
Acompañé a Odalis hasta el ascensor para asegurarme de que se iba. Un señor con bata de cuadros, pijama, los pelos de punta y apoyado en un gotero pasó a nuestro lado con unas zapatillas rojas y blancas con el escudo del Athletic. Nos miró con aprensión y yo miré sus zapatillas imposibles de ignorar. La afición es la afición, hubiera dicho mi hijo Juan.
Odalis volvía a llorar con un desconsuelo que no pasaba inadvertido. Los paseantes, de ese pasillo de clínica que parece una calle de pueblo en domingo, se daban la vuelta a ver de dónde venía la llantina intuyendo un drama para el que probablemente ya no tenían cabida. La consolé con aquello del descanso eterno. Siempre consuela saber que quien moría no quería vivir.
A duras penas conseguí despedirla de-fi-ni-ti-va-men-te. No sin antes prometerle que aquel mismo día cuando tuviera un momento pasaría por la casa de la tía y hablaríamos de lo que quisiera. Asintió aliviada. Yo también sentí alivio cuando vi que el ascensor se cerraba con ella dentro.
Me reuní con los primos que formaban un nutrido corro delante de la puerta de la habitación.
La obsesión de intercambiar información era una pesadez.
—¿Qué ha dicho el Dr. ViCarlo?
—¿A qué hora ha sido?
—¿Por qué te llamó a ti?
—¿Alguien ha llamado a su amiga Raquel?
—¿Quién tiene llaves?
—¿Dónde está Odalis?
—¿Habéis llamado a la funeraria?
—No ha venido la prima Cecilia.
—¿Alguien ha hablado con el cura?
—Eso cuesta un dineral...
—¿Alguien conoce a alguien en el Ayuntamiento?
Alberto iba a encargarse de todo. Nos dijo que la tía quería que la incineraran y que echáramos la mitad de sus cenizas al mar y la otra mitad al panteón de los Iturriaga Farinelli. La tía quería tener el sueño eterno con ellas, con la abuela Luchía y con sus hermanas. Todos asentimos. Nos lo había dicho miles de veces. Las promesas que se hacían a los que iban a morir se quedaban grabadas a fuego. Eso ya lo sabía yo. Y en aquel momento mi pensamiento también iba y venía por el camino de las promesas. Eran otras promesas...
Mi diligente primo estaba con el móvil pegado a la oreja. María José dijo que había hablado con la funeraria, escogido la caja y se iba a hablar con el cura para la misa funeral. Luego Alberto nos comunicó a los que estábamos allí que la tía estaría en el tanatorio de Sarria a partir de las cuatro de la tarde, que Begoña se encargaba de vestirla con el traje que había llevado a la boda de Luisita, que Mari Jose iba a llamar a todos sus conocidos y amigos, que la incineración sería al día siguiente y que Luis se encargaba del barco para el asunto de las cenizas que llevaríamos el domingo mar adentro. Mientras explicaba los pormenores del funeral, se había formado un corrillo de primos que escuchaban atentos. Luego me tomó del hombro:
—Carmela, ¿puedo hablar un momento contigo?...
Me pedía ayuda para redactar la esquela, como si el hecho de escribir biografías me hiciera conocer el protocolo de cualquier escrito. Alberto me dio un papel y yo fui memorizando a la prole en el orden adecuado. Olvidé a alguno de ellos —los lapsus emocionales que una tiene—, pero mi primo estuvo al quite y sin alterar un músculo de la cara me advirtió que había olvidado a uno de mis primos y a su señora. Luego la volvió a revisar.
—Está bien. Carmela, tenemos mucho por delante. Sabes que la tía depositó en mí su confianza. Sabes que me he ocupado en los últimos meses de sus finanzas...
—Sí, Alberto —traté de frenar sus explicaciones—, todos lo sabemos... ¿Te preocupa algo?
Conocía a mi primo y sabía que algo quería decirme.
—Pues francamente sí. Me preocupa, desde luego, todo lo que viene a partir de este momento.
—Imagino que te refieres a que ahora toda nuestra vida familiar cambiará sin las Farinelli. Ya llevamos entrenamiento este maldito año... No te preocupes. Creo que ninguno de nosotros es ajeno a esto, todos lo sabemos y contamos con ello. Forma parte de la vida. ¿Era eso lo que te preocupaba?
—Entre otras cosas, Carmela, eso, entre otras cosas..., pero ya hablaremos. —Alberto miró a los papeles donde había anotado la composición de la esquela—. ¿Habrá que traducirla?... —me preguntó mirándome desolado.
—¿Traducirla? ¿Por qué? ¿A qué idioma? —pregunté sorprendida e interesada por aquel inesperado matiz.
Y entonces Alberto me lo contó. La tía quería que pusiéramos esquelas en varios periódicos, entre ellos estaba el
Washington Post, Le Monde
y
El Universal
de México. Todas ellas tenían que estar redactadas en castellano y en el idioma del país de la publicación. Se lo había pedido hacía mucho tiempo para que todas aquellas personas que había conocido por el mundo lo supieran.
—Carmela, tengo órdenes de la tía desde que murió mi madre. Es decir, antes de que perdiera la cabeza. Algunas, como ésta, pueden resultar mera anécdota, todos la conocíamos, pero otras... —Alberto enarcó las cejas y resopló—. Me hizo prometer que no os diría nada y así lo he hecho.
—Me estás asustando.
—Vamos a ello. Las esquelas..., échame una mano.
Abrí los ojos incrédula, pero Alberto lo tenía todo asumido y no parecía extrañarle aquella extravagancia de las esquelas, probablemente porque estaba al corriente. Tuve ganas de tirarle de la lengua, de que me hiciera un relato pormenorizado de los detalles de aquella decisión de mi querida tía, pero estaba tan cansada que la idea apenas sobrevivió un instante en mi cabeza. Quería irme a casa. Quería irme, salirme de todas las escenas que estaba viviendo. Actuar en otro plato, como decía mi amiga Hortensia, ser invisible, personaje de cuento. Necesitaba volver sobre mis pasos, recordar mi historia, ser lo que fuera menos lo que era, dos Carmelas.
MEDITERRÁNEO