El salón de la embajada italiana (29 page)

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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El salón de la embajada italiana
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He aprendido —me ha costado— a entender que la gente tiene su ritmo, que uno tiene sus pensamientos, los traduce a su lenguaje y el otro entiende lo que entiende, según le haya ido la vida, la historia... El lenguaje es maravilloso. Una novela encriptada de lo que sucede en el alma, por eso es conveniente tumbarse en un diván y escucharse hablar de uno mismo, delante de un señor o señora que no conoces de nada. Por eso estuve tentada de detener su narración y pedirle que fuera más clara, que no convirtiera aquella conversación en un guión de una de sus telenovelas. Pero tenía miedo de interrumpirla. Si lo hacía, corría el riesgo de que se desviara hacia uno de los muchos caminos que toman las verdades.

—... El amor es muy importante. Ella me decía que todo lo bueno y lo malo de su vida había sucedido por haber atendido los requerimientos del amor, sus secretos. —Odalis chasqueó la lengua y me miró con intensidad—. Bueno, señorita Carmela, son cosas delicadas que una no sabe qué hacer con ellas cuando las escucha. Mucho menos una persona como yo, que del amor he entendido lo que me ha sido más grato. Pero ella, su tía, entendía de amor. Se lo aseguro.

Cogí la cucharilla y la miré tratando de que volviera a la esencia de la narración. Me estaba poniendo nerviosa...

—Pero no se impaciente, señorita Carmela. Ella me dijo que estaba todo dispuesto, pero que usted debía hacer algo. Me dijo que le dijera que buscara bien. Que buscara, ¿entiende? Tenía la obsesión de que algo se le estaba olvidando. Eso le preocupaba, ya ve usted cómo anduvo llamando al notario tantas y tantas veces, haciendo y deshaciendo. Y bien, me hizo apuntar este número de teléfono. Yo le pregunté por los números, ya ve usted tantos y con ceros...

Odalis me tendió media cuartilla donde figuraban dos filas de números escritos por una mano vacilante. Cogí el papel y le eché una rápida ojeada. El mismo trazo picudo de mi madre, de las Farinelli. Aquella caligrafía de la que se sentían orgullosas y que habían aprendido con las monjas de la Divina Pastora. Los mismos números, un poco más abajo, habían sido escritos por Odalis. Eran algo más claros, menos dubitativos, más primitivos, caligrafía de niños. Pero eran los mismos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Conocía aquellos números. Los había visto en la pantalla de mi móvil varias veces.

—Me dijo que eran números del extranjero. También me dijo lo que le he dicho, que buscara.

—¿Que buscara? ¿Dijo algo más? ¿Qué era lo que tenía que buscar?

—Eso no lo sé. Me dijo que buscara en su infancia, y habló del verano que fueron ustedes dos felices. Yo no pregunté más, porque usted sabe cómo son estas cosas. Los recuerdos van y vienen por las cabezas frágiles. Tiene usted que buscar algo relacionado con un verano en que ustedes dos fueron felices. Pero seguro que se refiere a él... Ella siempre se refería a él.

Era imposible. La tía no podía estar al corriente de mi historia reciente. Su cerebro había empezado a mostrar lagunas casi al mismo tiempo que mi historia con Mateo.

—A él... ¿A quién?... —pregunté con cierta inquietud.

—A su amor y a usted. A ese amor que ella debió de tener y que debió de ser grande y difícil. Y a usted. Aquel día recuerdo que hablamos de usted...

—¿De mí?

—Sí. Su tía la quería mucho. Me dijo que lo tenía todo dispuesto para beneficiarla, pero que usted debía buscar bien. También me pidió que le dijera que no debe decirles nada a ellos, a sus primos. Yo no sé de qué se trata, créame, porque ella, cuando quería, era muy suya y en este asunto tengo que decirle que se volvió muy misteriosa.

Hubiera querido agarrarla del cuello. Pedirle explicaciones, precisiones que sin duda existirían entre sus recuerdos de las conversaciones con mi tía.

La ira que tuve que sujetar no estaba destinada a Odalis. La ira convivía conmigo desde hacía tiempo. La palabra «amor» era un resorte que accionaba mecanismos desconocidos. Algo se detenía en mi interior y comenzaban los escalofríos y la barra de hierro se tensaba.

No puedo pensar... No quiero pensar...

Odalis seguía hablando al otro lado de mi desasosiego.

... Pero es que hay personas que no comprenden que el destino lo enreda todo. Yo no puedo volver.

A veces una palabra viene cargada de luz, y una, que nunca pudo ver aquel destello, lo ve. Es como si te operaran de cataratas. De pronto todo aquello que estuvo borroso, que existía a pesar de no tener una identidad clara, se hace nítido, vuelve a ser lo que era. No sé si será científico, si serán las conexiones nerviosas o qué demonios será, pero mientras Odalis me envolvía en aquel galimatías de amores y confidencias, se hizo la luz. Ese fogonazo de lucidez. Ese milagro. Todo comenzaba a tener sentido.

Aquella mujer tenía conceptos un poco particulares al respecto, estaba afectada por la muerte de la tía. Era evidente que quería agradarme con su narración. No importaba. Había entendido. Si en algún momento tenía la oportunidad de estar sola y concentrada, me orientaría sin vacilación por el laberinto de aquella historia. Sabía de lo que hablaba, o al menos creí saberlo. Acaricié el papel y lo metí en el bolsillo de mi chaqueta, pensando en que debía guardarlo bien. No lo volví a mirar. No necesitaba hacerlo.

Seguía hablando. Ahora la oía de lejos. Mis pensamientos hacían mucho más ruido. Me decía algo acerca de una amiga que vivía en Miami. Se frotaba las manos y le había cambiado la expresión. Paladeaba las palabras y sonreía sin poder evitarlo. Comprendí que si efectuaba una pregunta al respecto, caería sin remedio en una confidencia que duraría otra cafetera más. No podía ser más generosa, puse una cara más o menos sin expresión, mi piel había perdido elasticidad. La interrumpí.

—Así que tiene planes.

—Me voy a ver a los míos.

—No lo sabía, pero me alegro. Eso siempre es bueno. Ahora, con la residencia en regla no tiene problemas para volver.

—Sí. ¡Qué bueno! Me lo contó el señorito Alberto que su tía le pidió que me diera un billete para estar tres meses en mi tierra, y con el mismo sueldo, como me mantiene la seguridad social, no tengo que estar con miedo. Y es que si no, pierdo la residencia, y yo quiero traerme a mi mamita, cuidarla como a su tía. Ella era buena y generosa. ¡Dios la tenga en su gloria! Hoy mismo voy a la agencia que me dijo el señorito Alberto y la semana que viene me marcho.

—Eso es estupendo.

Mantenía el tipo. Contestaba. Mostraba interés..., cero, cero, uno, dos, uno, dos, siete, cinco... Los números repiqueteaban en mi memoria, iban y volvían...

Odalis cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás suspirando. Permaneció así, en silencio, durante unos minutos. Paralicé todo salvo mi respiración y esperé mirando su piel cetrina, sus labios gruesos, sus rasgos indígenas, su pelo negro, su bondad. Sin querer, la vi como hacía unas semanas. En el mirador con la tía, atendiéndola con dulzura, cambiando sus pañales, aguantando los días emponzoñados, los aburridos, los solitarios, los días sin luz, sin aire, sin risas y con tanta historia. La imaginé escuchando las historias de mi tía en París, de sus cenas en Maxims, de sus escaparates de la Place Vendôme. De aquel amor del que yo sólo conocía las frases camufladas que la tía dejaba caer de tiempo en tiempo y aquel beso que ahora veía con nitidez. ¿Cómo había sido tan estúpida?

Abrió los ojos y me miró como amanecida y descansada.

—Su tía me dijo que le dijera que usted no era tan infeliz como creía ser.

Otro escalofrío. Mis amadas Farinelli... aconsejándome desde el más allá. ¿Cómo era posible?

—Gracias por todo, Odalis, tengo que irme.

—¿Tan pronto?

—Sí, Odalis. Hay mucho que hacer. —Me levanté y le di un abrazo sentido y largo—. No sé si luego tendremos tiempo de vernos. Quiero darle las gracias de corazón. Creo que la tía fue muy feliz con usted. Puede estar muy orgullosa de su trabajo. Hay muy poca gente que esté dispuesta a hacerlo tan bien. No lo olvide nunca, Odalis.

Recorrí de nuevo el paseo. Bordeé la playa y subí por el puerto viejo hasta la plaza. Resoplé. Allí compré el pan integral de Marina, el de pasas para Ernesto, y uno normal, poco cocido, para Juan y Diego. Sonó mi móvil. Hablé con Alberto. Sonó de nuevo mi móvil. Quedé con mi hermana en la puerta de la iglesia. Compré una merluza que tenía buena pinta. Sonó otra vez el móvil. Le dije a Marina que el funeral era a las siete en la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes y que sí, que sabía que me quería más que el sol a la luna. Sonó el móvil. María se sentía mal, quería hablar. La escuché, o mejor diría que puse la oreja. Fui a la frutería. Compré castañas con el firme propósito de cocerlas con anís e indigestarme en cuanto pudiera. Y llegué a casa.

Y mientras tanto no pensé en nada. Todo en mi cabeza tenía una dulce parálisis. Fui un monje zen. Estuve en Alfa o en su defecto en Babia, Batuecas, o en la luna de Valencia.

Pero me sabía de memoria los numeritos anotados por la tía en el papel que estaba en mi bolsillo. Era el teléfono de Mateo.

Después de echarme una siesta, que no fue siesta, y de hablar y hablar por teléfono con una lista de personas que habían leído la esquela y que me daban el pésame.

Me vestí, nos vestimos.

Me dieron besos mis hijos.

Me miraba, cuidándome, Ernesto.

Me arreglaba el cuello de la camisa Marina, porque ella no soporta que nada esté fuera del sitio.

Y ese día Marina sabía que no sólo estaba el cuello de mi camisa fuera de mí. También estaba yo, todos los míos lo sabían, y para paliar los estropicios de la vida que no previnimos, me decían aquello de que me querían. Y era verdad.

Pero yo no estaba allí.

Pero yo no estaba.

Pero yo no.

Pero yo...

Pero...

Y fuimos hasta la iglesia, y nos costó aparcar. Y la mujer del primo Luis llevaba un abrigo de lunares y nos sentamos en el banco de la iglesia. Y conté los ángeles de la pintura del altar mayor. Y conté a mis ángeles que estaban a mi lado. Y nos dimos la paz.

Cero, cero, uno, dos, uno, dos, siete, cinco...

Después de los besos y abrazos, las condolencias en el atrio de la iglesia y todo lo demás...

—¡Qué guapa era tu tía!... Todos sois muy guapos, pero ella...

—¿Dónde va a estar mejor? Echaba tanto de menos a sus hermanas que parece natural que se reúna con ellas.

—Estaréis destrozados. Las cuatro. ¡Una detrás de la otra! ¡Con lo bien que estaban! ¡Y en un año!

—Las echaremos de menos, Carmela, las cuatro eran maravillosas. Piensa en la suerte que has tenido de vivir con unas mujeres así.

Y lo pensaba. Naturalmente que lo pensaba. Que yo no era quien era por azar. Que las Farinelli habían hecho su trabajo sobre cada uno de nosotros. Que había cosas grabadas a fuego en nuestro corazón, en nuestra personalidad. Que yo también tenía algo de ellas, sobre todo de la tía Carmen. Y aquel días más que ninguno en toda mi vida.

No sé lo que pasa en nuestro cuerpo cuando se cruzan emociones dispares. No sé qué hace nuestra biología para que de pronto te falte el aire, se te aflojen las piernas o no dejes de suspirar como era mi caso. Pero al salir de la iglesia todos queríamos caminar, dar un paseo, ventilarnos de pésames, flores y curas con voz de castrati que hablan de que por fin el muerto se ha reunido con Dios y que ha rematado su vida.

Yo quería caminar porque estaba triste. Porque no estaba en mí. Porque en los últimos funerales —que habían sido en la misma iglesia y con el mismo cura— tuve en algún momento ganas de asesinar aquella dialéctica que no consolaba a nadie o al menos no a todos los que la escuchábamos. Quería caminar; porque cuando uno está en movimiento se engaña mejor.

Tarde fría de noviembre. El primo Alberto, el hijo mayor de la tía Benita, el abogado, el dueño de la poca cordura que quedaba en la familia, nos había convocado a una reunión que se celebraría después del sepelio en la casa de la tía.

Alberto, minucioso y prolijo en todo lo que hace, se encargaba de informarnos de los pormenores legales y financieros de la tía. Quería que supiéramos sus últimas voluntades y cuanto antes mejor.

Despedí a Ernesto y mis hijos. Le prometí a Marina que le contaría todo lo que sucediera en casa de la tía —cosa que, desde luego, no tenía pensado hacer— y disipé la rebelión que capitaneaba con aquel sentido de la justicia tan intenso que se tiene a los dieciocho años.

—No hay derecho. Me siento marginada.

—Nosotros nos vamos a ir a cenar a un sitio que conozco yo... —Ernesto ponía remedio a la desazón de mis hijos.

—¡Aita...! ¡Vamos al MacDonalds del centro comercial! —pidió Marina olvidando todo su afán por que la justicia brillara.

—¡Me cago en la leche! ¡El MacDonalds de los cojones! Y yo pensando en una merlucita...

—Ernesto, por favor... —le imploré—, déjate de merluzas y vete con los chicos donde quieran. Disfrútalos un poco y olvídate un ratito de ti.

—Vale... ¿Vosotros también queréis ir al puto MacDonalds? —preguntó a los chicos.

—Podemos pedirlo desde casa —dijo Diego.

—¡Joder!

Los dejé dirimiendo el menú. Ganaría Marina. Ganaría Diego. Perdería Ernesto.

Se había acordado que la reunión fuera solamente de sobrinos. Más que nada, porque éramos tantos que era un despropósito juntarnos con cónyuges, hijos, etc. —cosa que sin duda haríamos otro día—, para aquel preámbulo notarial. Alberto era el único que conocía el patrimonio y las últimas voluntades de la tía. Quería adelantarnos algunos datos financieros que, al parecer, desconocíamos. Había hablado conmigo el día que fuimos a poner la esquela en los periódicos extranjeros. Mi primo no se sentía a gusto siendo el único depositario de los secretos de la tía. Quería ir descargando responsabilidades. En ese momento le entendía perfectamente.

Braulio me rodeó los hombros.

—¿Qué tal?

—He tenido días mejores. Luego hablamos.

No le dije nada. No podía decir nada.

Fuimos caminando bajo una lluvia tonta y pertinaz hasta la casa de la tía. Éramos una pandilla de huérfanos con apellido italiano. Una serpentina de herederos de una infancia que no volvería. El final de la cola del cometa Farinelli. Muchos de nosotros peinábamos canas y casi todos teníamos el apellido en cuarto lugar. Creo que algunos de nosotros intuíamos que aquel sería uno de nuestros últimos paseos juntos.

Begoña, la hija de tía Amalia, que ha heredado esa bendita cualidad de hacer un hogar por donde pasa, había encargado un pequeño aperitivo. Para cuando la comitiva apesadumbrada llegó al comedor de la tía, la gran mesa de la abuela estaba vestida de hilo y preparada como en los mejores tiempos.

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