—Carmela, daría lo que fuera por volver a ser niño con todos estos y con ellas —me dijo en voz baja Braulio—. Acabaré rezando avemarías a su memoria.
Estaba pensando en lo mismo. Y en Rafael.
Nos entendíamos. Y comprendía lo del avemaría. He envidiado mucho a los creyentes. A los de la fe ciega. A los que no se cuestionan los misterios vaticanos. A los del espíritu de sacrifìcio. A los que se guardan debajo de la almohada otra vida. La de repuesto, la de la sabiduría y la altanería —también— de la recompensa, del acierto. Yo no tengo eso. Supongo que los agnósticos nos acomodamos a la orfandad celestial como podemos. Estamos abonados al riesgo de vivir, y de morir por vivir. Para mí, ellos, mi padre, mi madre, mi hermano, la abuela Luchía, las tías I. Farinelli —algunas más que otras—, viven conmigo y a ellas me encomiendo, porque vivir a pelo, sin remedios celestiales, siempre me ha parecido muy duro.
Todos habíamos tenido una especie de maternidad compartida. La casa de la abuela Luchía, la tutela tierna de la tía Amalia, la permisividad de la tía Benita, la vida inquieta de la tía Carmen.
—¿Os acordáis de cuando íbamos a esperarla a la estación? Aquel talgo... Sus maletas.
—¡Joder, Carmela, que vamos a ponernos a llorar!
Ella siempre viajó en clase preferente. La tía Carmen vivió en primera clase casi siempre. Era una estrella anhelada por todos. Cada uno tenía sus motivos para desearla: sus sobrinos, por los juguetes que traía, sus hermanas, por la corsetería francesa, sus cuñados, por las corbatas de seda y por cómo cruzaba las piernas. Era una fantasía que volvía a nuestro abrazo cada Navidad y cada verano de mi infancia. La tía volvía a nosotros con historias que contar. Cuando lo hacía se le caían los calificativos de su boquita pintada con forma de corazón. Hasta nos parecía que ponía puntos y comas al abrir y cerrar los ojos al compás del aleteo de sus pestañas espesadas por el rímel. Se reía a carcajadas, con el descaro de sus tentaciones al aire. Su melena volando suave hacia atrás, y nosotros, en corro, boquiabiertos, abrazando los regalos que nos había traído, celebrando secretamente que en aquella familia existiera ella.
Recuerdo la hora de la siesta de aquellos veranos en casa de la tía Amalia. Recuerdo que a veces venía a rescatarme de aquel sueño impuesto. Me cogía de la mano y guiñándome un ojo me preguntaba si la acompañaba a dar un paseo. Nunca tuve dudas. Caminar con ella no era como caminar con las otras tías o con mi madre. Ella hacía que el trayecto a la librería se volviera importante. Mi tía seduciendo al del banco. Mi tía consiguiendo una entrada que se había agotado. Mi tía colándose en la pescadería. Mi tía diciéndole a la cotilla del pueblo que la había echado de menos porque ella entendía mejor que nadie la nostalgia. Mi tía abriendo su apartado de correos, ojeando los remites, guardando una de aquellas cartas en su bolso, mientras le cambiaba el semblante. Mi tía sonriéndome con aquel carmín rojo, muy rojo, ofreciéndome un grandioso helado de chocolate. ¿Cuántos años tenía en ese recuerdo de verano?
Sus viajes le habían avivado aquel caminar de jaca que le regaló la genética de la abuela. Cuando paseaba por una calle parecía abrirse paso sin permiso. El aire se volvía suyo y los que caminaban a su lado parecían mutantes, seres sin brillo, de otro planeta en el que la sensualidad todavía no había llegado. Me gusta recordarla así, escaparme a aquel recuerdo tan distinto al de la clínica de Los Ángeles. Recordarla espléndida, regalando escotes y bamboleos de caderas rotundas, labios rojos y melena rubia. Recordarla joven y ausente, madura y atractiva. Recordarla libre, aunque encerrada en sus secretos.
Manejaba sus encantos con destreza de cirujano. Se volvía frágil de golpe cuando necesitaba un abrazo y a la vuelta de unos minutos, ya calmado su desvalimiento, se le aceraba la mirada y daba una orden de estilete que te congelaba hasta la cordura.
Por aquel entonces no sabía evaluar sus terciopelos o sus aceros. Todavía no tenía el tiempo suficiente en mi corazón como para sopesar aquel caudal de emociones. Sólo sabía que había que actuar con cautela porque la tía podía ser la mujer más triste del mundo un lunes y la más feliz el miércoles, para volver a la infelicidad el viernes.
—La tía parece muchas tías.
Me lo dijo Braulio una vez que observábamos, desde el cuarto de planchar que había al lado de la cocina, cómo se peleaban las hermanas. Me lo dijo en un susurro, para que no nos descubrieran y por el temor que despertaba en nosotros la ira de las Farinelli. Yo le entendí muy bien, a pesar de no comprender el contenido psicoanalítico que encerraba aquella frase infantil.
—Yo quiero ser como ella... —le dije a mi primo confesando un sueño que sabía imposible.
—Tendrás que teñirte el pelo con agua oxigenada —añadió Braulio chupando un regaliz de palo—, como Lidia la de la tienda de plásticos.
—Pero la tía no tiene que teñirse. Es natural.
—Pues mi madre dice que la tía Carmen no es nada natural y creo que lo dice medio enfadada.
Las tías, sus hermanas, murmuraban en la cocina. Hablaban de la vergüenza, como si la tía hubiera traído de alguno de sus viajes algún pecado largamente evitado por todas. Un virus al que la tía Carmen estaba expuesta y del que ellas estaban vacunadas. Yo quería entender aquella vergüenza, aquellas frases cifradas que se decían, mientras ella tomaba copitas de oporto con sus cuñados, que parecían más guapos y más hombres en su presencia.
—Carmen es imposible.
—Tengamos la fiesta en paz, ya sabemos que ella, de momento, no va a cambiar.
—Si no se hubiera casado con un hombre mayor...
—Es que no escarmienta, ni aunque se lo estemos diciendo. Es una terca. No quiere escuchar.
—Un día vamos a tener un disgusto.
—Si viviera la mamma, no haría esto...
Yo no sabía a qué se referían mi madre y mis tías con aquellas frases, aquellas miradas, aquellas lágrimas furtivas y desesperadas. Braulio decía que era porque la tía caminaba encima de sus tacones como una actriz de cine y me apremiaba a que aprendiera a mover las caderas como ella.
Porque ella les gustaba mucho a los maridos de todas las amigas de mis tías. Y a ella le gustaban también todos los maridos, porque ella no era una rubia de bote. Ella era una rubia natural, una rubia natural y lista. Una rubia natural, lista y elegante. Una rubia natural, lista, elegante y siempre infeliz. Y aquellos hombres de bigotillo a lo Clark Gable, y traje de príncipe de Gales, creían que podrían consolar la desventura incierta de la tía Carmen, o eso pensábamos Braulio y yo escondidos —esta vez— tras el perchero donde colgaban los sombreros. Y yo no lo recordaba, pero sabía que había un motivo por el que ella era infeliz.
Solamente delante del tío Ignacio era distinta. Él estaba fuera de la provocación, del contoneo y de la boquita pintada. Era su marido y debió de quererla mucho. El tío resistía sus acometidas mirándola desde algún lugar al que ella quería y no podía llegar. A él lo respetaba. Eso se notaba. Por él mostró una lealtad sin fisuras.
Decían —casi siempre eran sus hermanas las que querían dejar bien sentado el concepto— que el tío era un hombre bueno e interesante, aunque algo mayor. Cuando en mi familia se dice eso, hay que sospechar. En mi familia un hombre bueno es un hombre que ha perdido alguna batalla sin nombre y por eso se le acoge. El tío era bueno. Se contaba con él, pero más por número que por identidad. El tío era bueno, pero a veces se les olvidaba que existía. Él también era un poco invisible.
Era educado, correcto, nunca decía una palabra de más y casi la decía de menos, al contrario que mi familia. Cuando se casaron, él tenía casi cincuenta años y ella estrenaba la década de los veinte. Las malas lenguas decían que la tía quería escapar del pueblo, que era rebelde, que era distinta a sus hermanas y que la única o la más accesible manera que tenían las mujeres de cambiar su vida era casarse. Mis tías decían que la guerra, o mejor la posguerra, no estaba hecha para una rubia como ella. Que le gustaban las cosas caras. También decían que no se casó enamorada, y que el tío estaba bien situado.
Decían muchas cosas de aquel amor desigual, pero la tía siempre estuvo al lado del tío Ignacio, aunque fuera triste, aunque fuera rico, aunque fuera viejo antes de serlo, aunque sonriera distinto cuando la miraba otro hombre, aunque la mirara como si fuera una niña perdida.
Estuvieron viviendo en Madrid, en París, en Roma y después, en los Estados Unidos. Viajaron por todo el mundo, en una época en que los españoles apenas viajaban. Eran tiempos en los que cuando veíamos un avión sobrevolar nuestras cabezas, nosotros, los niños, soñábamos con King Kong, Tarzán, y aquellos mundos cinematográficos, que quedaban tan lejos, que más que reales parecían fantasías. Nuestras madres todavía pensaban en bombarderos. Era un mundo del que cuesta hablar, porque, incluso a mí, que estoy al corriente de las últimas tecnologías y que tengo en mi memoria la evolución histórica y social de este país, incluso a mí, me parece mentira haber vivido aquel tiempo que parece de cartón piedra.
—Voy a leer la carta de la tía... Si alguien quiere hacerlo, le cedo el privilegio con gusto.
La voz de mi prima me devolvió al presente. Alguien la animó a que leyera. Begoña era profesora de canto, y te podía desintegrar cuando cantaba. Había heredado el timbre de voz cristalino y potente de la abuela Luchía. Cuando cantaba, si cerrabas los ojos y la imaginabas, casi alcanzabas a sentirla cerca.
Después de dos o tres copas, yo sentía una admiración indescriptible por el buen vino. Había alcanzado esa lucidez necia del alcohol y flotaba por encima de mi desesperanza, dispuesta a cualquier cosa. Begoña cogió el sobre que le había tendido su hermano, rasgó con decisión la parte de arriba y sacó un par de folios escritos a mano. Desde donde estaba, distinguí aquella letra tan peculiar de las I. Farinelli.
Mis queridos sobrinos:
Me pongo a escribir con decisión y llevada por la pena de haber enterrado hace unos días a mi hermana Carlota.
A veces necesitamos experimentar un dolor intenso para comprender que la vida no es eterna y hay que preparar la partida. Si ella ha muerto sin esperarlo, también puede pasarme a mí. No tengo demasiadas fuerzas para afrontar las penas que me esperan. Soy la pequeña Farinelli, como nos acostumbramos a llamar. Mi vida está unida a esta familia y si faltan sus miembros, será como ir perdiendo extremidades hasta no poder andar. Yo tengo menos voluntad que mis hermanas, me siento más frágil y sé que no llevaré bien quedarme sola, sin el apoyo de ellas.
Begoña le pidió a mi hermana Carlota que le pusiera un poco de agua. Todos esperamos en silencio. La tía Carmen estaba tan presente que casi creí verla en el vano de la puerta; su pelo rubio, su sonrisa, su eterna tristeza asomando por las esquinas de su mirada.
La tía y sus cartas...
Cuando éramos niños nos escribía mucho. Recibíamos aquellos sobres de avión, de rayitas azules y rojas en los bordes, con un montón de hojas de papel finísimo en su interior. Mi madre nos leía en voz alta, sentada en el sillón de orejas, las gafas que compartía con mi padre, apoyadas en la nariz y la admiración suspendida en su voz de ama de casa provinciana.
Mi padre, mientras escuchaba a mi madre atascarse en los apellidos franceses o americanos, recortaba los sellos que había en el sobre. Los ponía boca abajo en un plato con un poco de agua para que se despegaran del papel. Mientras hacía esta operación, iba a la estantería y abría el atlas. Yo me quedaba junto a él y aspiraba el aroma de su loción de afeitar Floyd. Con sus dedos de artista, nos ubicaba en el mapa el lugar donde la tía bailaba boleros vestida de lamé, bebía champán francés y se sacaba fotos del brazo de artistas de Hollywood, senadores americanos y diplomáticos. Luego nos hablaba de Rodin, del Louvre, y de la luz de los cuadro de Georges Latour. Yo lo miraba ensimismada. Advertía que se le ponían los ojos soñadores y pronunciaba los nombres franceses como si las jotas y las erres quisieran hablar de amor.
Para mí, una niña de diez o doce años, con una España franquista que olía a cocido y a fiesta del Corpus, mi tía era una heroína que se había salvado de la infelicidad que yo sentía cuando me cruzaba en la escalera con Balbina y su marido. Ella, dulce y planchadita, con la rebequita doblada en el brazo. Él, onomatopéyico y torpón, entrando delante de nosotras en el ascensor, con un transistor Elbe pegado a la oreja, y aquella retransmisión de un partido de fútbol. Juntos para dar un paseo de domingo. Juntos y solos para toda la vida.
Mi tía se había salvado de la retransmisión del partido de fútbol de los domingos por la tarde. Se había salvado de aquellas radios que se colaban por el patio de mi casa con la voz de Matías Prats. Se había salvado de la misa de siete, de la ignorancia y de la aceptación de ese mundo pequeño, que a fuerza de exaltarlo y amarlo, parecía único. Se había salvado, subida en un tacón de aguja, con falda tubo y un escote donde bailaban las miradas de todos los hombres. Quizás se salvó porque tenía alguien por quien salvarse...
Se había salvado y aunque el tío Ignacio fuera aburrido, Nueva York y París seguro que no lo eran.
Pero la tía era frágil. Yo lo sabía. Ella también. Cuando escribió la carta aún no habían muerto la tía Amalia, ni la tía Benita, pero ya intuía que no podría atravesar el túnel sin ellas. Por eso se fue de la realidad, para no sufrirla.
Begoña acomodó la voz y nos miró pidiendo nuestra aprobación para seguir. Todos la miramos y retomó la carta.
Esta semana llamaré a Alberto para que se encargue de administrar todo lo que poseo. Mis hermanas no necesitan nada porque os tienen a vosotros.
No quiero que estéis al corriente de estas gestiones hasta que yo muera. Me asusta saber que las familias se resquebrajan y desaparecen cuando hay una herencia o un reparto de dinero. Pienso en si habremos sabido daros esos vínculos capaces de resistir lo corrosiva que es la ambición... Vosotros, o mejor, vuestro tiempo no tiene los mismos valores que tuvieron nuestros tiempos y que nos sujetaban, nos frenaban y nos hacían reflexionar sobre nuestras decisiones. No sois mejores o peores, sois hijos de vuestro momento, pero también recordad de quién sois hijos.
Hay muchas cosas que tengo que poner en orden. Pensar, tomar decisiones. Todos sabéis que Alberto es una persona totalmente íntegra; lo he elegido a él.
Hay actos en mi vida que me han pesado mucho. Hubiera querido tomar otras decisiones de las que tomé. Decidía como me mandaba el sentido del deber y, a veces, he sacrificado a mi corazón. Ahora, cuando voy a tomar las últimas decisiones de mi vida y no tengo que enfrentarme a las consecuencias, voy a seguir los dictados de ese corazón al que le he negado tanto.
Os quiero mucho a todos, pero no os quiero de la misma manera o con la misma intensidad. La vida no trata a todas las personas por igual. Para algunos de vosotros el camino ha sido más fácil, otros habéis tenido suerte, unos han sido más conservadores, otros más arriesgados, unos más generosos que otros.
Mi patrimonio es grande. Y ahora, cuando os escribo, siento que poseo muy poco de lo que realmente necesito: mis hermanas, mis sobrinos, unos pocos amigos... Me complace saber que mis decisiones influirán en la vida de algunos de vosotros. De cualquier manera, mi voluntad es repartiros el contenido de esta casa, tal como esté en el momento en que muera, quiero que todos tengáis algo de la nonna Luchía y algo de mí.
Begoña, Mari Jose, Lucía, María, Carlota, Carmela son las depositarias de todas mis joyas. Confeccionaré una relación con lo que quiero que cada una posea. Se la entregaré a Alberto.
La colección de abanicos de la nonna quiero que sea para Braulio.
Los cuadros de Umaran, García Erguin y Velilla son para Alberto, Diego, Carlos, Luis y Braulio. También añadiré una relación.
Para Luis será el reloj italiano de la nonna.
Andrés quiero que conserve las porcelanas inglesas. Añadiré los certificados para que si lo desea pueda venderlas.
Son frágiles y tienen que permanecer en la vitrina, así que la vitrina también será para él.