Solté un suspiro que resonó en toda la habitación. Mi corazón palpitaba desbocado. Allí estaba materializada mi sospecha. Sólo quedaba desvelar el resto. Y el resto era una serpentina infinita que se enredaba en mi vida con la tenacidad de su sorpresa. Pensé en Mateo y casi sin querer cerré los ojos para traer el recuerdo de sus ojos, que poco a poco iban desapareciendo de mi archivo cerebral... ¿Qué papel había jugado en toda aquella historia? ¿De quién partió la idea de acercarlo a mi vida? ¿Había sido ella? ¿Había sido él? ¿Por qué la tía le había entregado a Odalis el teléfono de Mateo en junio del 2006? ¿Qué pintaba yo escribiendo una biografía de Ángel Martínez-Lezo sin ella?
Sumergida en aquel guión diseñado por sabe Dios quién, me quedé buscando entre mis recuerdos hilos de los que tirar. El hombre que besó a la tía en Biarritz era Ángel. La foto que me pareció familiar en el apartamento de Mateo en Madrid era también de él y estaba hecha en aquel café donde un día de aquel verano feliz nos saludó en español. Mateo había querido hablar conmigo en varias ocasiones. ¿Había estado prisionero de alguna promesa? La complejidad de la historia le pesaba, argumenté a su favor, y luego quise perdonarlo, exculparlo, buscar argumentos para liberarlo...
No tuvo fuerzas.
No se lo había puesto fácil.
Se le había ido de las manos.
¿A él?... ¿A la tía?... ¿A Ángel?...
Cerré el cuaderno y miré el reloj. Eran algo más de las dos de la tarde. Solté tres suspiros que llenaron el despacho de presagios y abandoné la idea de seguir transportada en el túnel del tiempo.
Llamé a casa. Todo estaba en orden. Nadie me echaba de menos. Todo el mundo improvisaba su vida sin mi tutela. Tomé la decisión en ese momento.
—Cariño, ¿está aita?
—No, estoy yo sola —me respondió Marina—. Ama, ¿dónde estás? ¿Vas a venir? ¿Quién come conmigo?
Mi hija nunca hace una sola pregunta. Te bombardea hasta que pierdes el origen de sus dudas. Es su manera de conseguir una dedicación exclusiva.
—Estoy en la casa de la tía ordenando cosas. No sé lo que voy a hacer, pero tú, cuando tengas ganas, comes. He dejado preparado todo en la nevera.
—Ama, ¿a qué hora te has ido?
—Muy pronto, cariño. Ordena tu habitación, por favor. ¿Vale?
—Vale.
—Bien. Dame el teléfono del restaurante chino que está ahí apuntado en un papel en el corcho de la cocina y dile a tu padre que voy a quedarme en casa de la tía.
—Vale, apunta: nueve, cuatro, cuatro, seis...
Llamé al restaurante chino que había cerca de mi casa y encargué un copioso menú. Después revisé los armarios de la cocina, e hice una lista de cosas que podía necesitar, entre ellas café, chocolate y una buena botella de vino. Llamé a la tienda en la que compraba la tía y les encargué comida suficiente para unos días. La casa estaba ya caldeada y tenía muchísimo que hacer.
Decidí elegir una de las habitaciones para tumbarme a leer aquel cuaderno. Deseché la de la tía. Aunque era la mejor y se veía el mar desde la cama, no me sentía cómoda. Ya no era la habitación de ella porque alguien se había llevado parte del mobiliario, estaba un tanto desangelada y no era buena idea dormir en su colchón.
La casa tiene cuatro espaciosas habitaciones. Elegí aquella en la que había dormido cuando era niña aquel verano. Se había pintado y decorado hacía unos años y había intervenido en la decoración. Recordé cómo habíamos elegido los colores claros, el papel inglés de la pared y aquel escritorio que ahora no contenía nada. ¿Dónde estaban los objetos? Abrí la ventana y dejé que entrara el aire del mar. Busqué sábanas y toallas en un armario y me hice la cama. Trasladé el cuaderno, mi bolso, puse el ordenador sobre el escritorio, me descalcé y rebusqué por los armarios de toda la casa.
Encontré varios pares de zapatillas de hotel, cepillos de dientes, unas camisetas de propaganda de una compañía telefónica que me permitirían estar cómoda y un viejo jersey que nadie había querido. Volví a rebuscar en las bolsas que Begoña había dejado en la entrada. Para cuando llegaron mis encargos, me sentía en mi casa, y todo estaba preparado para quedarme allí unos días.
Comí con un apetito que hacía tiempo que no tenía. Guardé lo que quedaba en la nevera y con la tableta de chocolate en una mano y un café humeante en la otra volví al despacho. Mi cabeza era un hervidero de preguntas que yo misma respondía, otras quedaban en el aire, repiqueteando como una lejana campana.
Cero, cero, uno, dos, uno, dos, siete, cinco...
Al otro lado del mundo era una hora más que convencional.
—Hello...
—I would like to speak to Mateo Martínez-Lezo.
—Carmela... ¿Eres tú?
—Sí, soy yo.
—...
—¿Mateo?
—No puedes imaginarte lo feliz que me hace escuchar tu voz. ¿Has recibido mi carta?
—No. No he recibido nada.
—Escucha, Carmela. Necesito hablar contigo largamente y en este momento no me es posible. ¿Puedo llamarte? Dime una hora. Carmela..., te lo ruego. Eres la única persona con la que quisiera compartir este instante, pero tengo a un senador en el despacho que me mira con desconfianza y al que he estado persiguiendo durante tres meses para pedirle algo. Carmela, se me va a salir el corazón por la camisa...
—Estoy en casa de mi tía Carmen. Creo que no necesitas que te dé el teléfono.
Al otro lado, escuché un prolongado silencio.
—Así es... Te llamaré cuando haya terminado. Si no te encuentro ahí, probaré en el móvil. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo, y una cosa, Mateo, no me des tiempo a arrepentirme. Quiero poner todo en orden cuanto antes.
—Carmela..., no dejo de pensar en ti. En este momento soy el hombre más feliz del mundo. Tu voz...
—Espero tu llamada.
Colgué. Fascinación. Pasión. Herida. Recuerdos. Pulso acelerado. Ni contigo ni sin ti. Contigo porque me matas y sin ti porque me muero. Y ya me arranqué por Sabina...
Porque amores que matan nunca mueren... Yo no quiero París sin aguaceros, ni te quiero sin ti... Yo no quiero saber por qué lo hiciste... Yo no quiero contigo ni sin ti... lo que yo quiero es que mueras por mí...
Lo dije en voz alta, paladeando las letras de mi Joaquín. Los párpados apretados para que no se me escapara del cerebro el sonido de su voz. No dejo de pensar en ti, había dicho. Hubiera podido decirle que me sucedía lo mismo, que me moría por tenerlo cerca, por tocarlo, por mirarlo a los ojos.
Su voz. Ese timbre, ese sonido que era capaz de despertar mi piel. Su voz. Cálida, dulce, imposible. Su voz. Mi impotencia, mi vida. Volvía a estar ahí todo lo que creí desaparecido. Su voz había levantado las emociones. Podía renunciar a muchas cosas. Me había pasado media vida renunciando y estaba segura de que tendría que seguir haciéndolo, pero sintiéndolo mucho, y sin poder dar demasiados argumentos, no podía renunciar a aquella primavera que despertaba Mateo en mí. ¡Al cuerno las lealtades!
El café estaba frío. Me miré en el espejo. Me miré como si fuera otra persona quien me mirara. Alguien que tuviera la capacidad de concentrarse en mi mirada, en mi postura y me devolviera lo que sentía. Alguien que encendiera la luz en ese lugar oscuro donde guardaba los últimos meses de mi vida. ¿Dónde demonios había estado?
Caminé hacia el mirador. La tarde se apagaba y un viento frío y húmedo amenazaba más lluvia. Los palos de los mástiles de los veleros hacían ese ruido característico como de quitamiedos metálico. Volví a la habitación, me tumbé en la cama a esperar aquella anhelada llamada sujetando los desbocados latidos de mi corazón, y mientras esperaba, abrí el cuaderno por donde lo había dejado.
Ángel no era un hombre que me conviniera. Me lo dijo Ignacio cuando me vio charlando con él en la embajada. Se conocían como se conocían todos los españoles que vivían fuera de España. Exiliados y privilegiados se miraban desde aceras enfrentadas con el recelo y el miedo sujetando sus movimientos.
Ignacio tenía muy buenos amigos en el gobierno de Franco. Sabía que parte de las prebendas con las que vivíamos nos las proporcionaban esos amigos. No era un hombre belicoso, pero creía firmemente en los valores tradicionales y no estaba dispuesto a investigar o arriesgar nada. Ángel estaba del otro lado. Formaba parte de aquellos españoles que conspiraban en los cafés de los bulevares. Estaba en el lado de los perdedores y, lo que era peor, de los perdedores que no estaban dispuestos a conformarse con la historia.
Ignacio vigilaba su bienestar, a Ángel le preocupaba el bienestar de los que no tenían bienestar.
«¿Cómo puede ser española la rubia más guapa que he visto en mi vida?» Me lo dijo sonriendo, tratándome como a una vieja amiga. Aquella cercanía. Conquistaba... Era fácil quererle... También alejarse de él.
Pero no voy a perderme. Hacía mucho tiempo que no había vuelto a España y cuando supo de dónde provenía se entusiasmó por la coincidencia. Él soñaba con su norte. Lo soñó siempre. Con este norte que no ha vivido, ni padecido.
Ignacio me contó que Ángel escribía en los periódicos más radicales, que solía frecuentar a los republicanos de los bulevares de Saint Germain y Saint Michel, que era un comunista y que estaba muy relacionado con todos los sectores franceses. Me advirtió que tuviera cuidado con todos ellos. Que no me convenía mezclarme. Que no era bueno ni para mí ni para él. Fue una de las únicas veces que mi marido me aconsejó no hacer algo.
Y creo que fue la primera vez que no atendí su consejo. Era demasiado tarde.
Que Ángel no me convenía lo supo mi marido y lo supe yo. Pero la vida es como el agua. Siempre encuentra un lugar por donde discurrir aunque tenga que llevarse por delante puentes, orillas o caminos.
Tres días después me dirigí al café Cluny con la esperanza de volver a verle. No lo encontré, sin embargo, sonreí deliberadamente a una mesa que había al fondo del establecimiento ocupada por españoles que conspiraban sin ambages. Después, proseguí la ruta que había oído hacían mis compatriotas. Me dirigí al café de Flore, y me senté cerca de unos republicanos que me tomaron por fancesa hasta que le dije al camarero que se quedara con la vuelta en perfecto castellano.
Les faltó tiempo para hacerme un interrogatorio que hubiera espantado a mi marido de haberlo sabido. Esquivé como pude sus burdos intentos de situarme a uno y otro lado y ejercí de mujer rubia, guapa y un poco tonta que tan buenos resultados daba con los hombres. Pero quería volver a verle, por eso, dejé caer su nombre y me despedí dejando en el aire, además de mi perfume de Guerlain, la promesa de que volvería el jueves de la semana siguiente. Y aquella semana soñé con sus ojos azules.
Y cada vez que mi marido me tomaba en sus brazos eran los de él, y su boca la suya y a partir de ese momento ya no tuve paz en mi alma.
Hemos sido mujeres perdidas en nuestro tiempo. Es difícil rebelarse, sabiendo que la rebelión te causará un dolor profundo y a veces sin salida. La religión nos cortó las alas. Aún creo estar oyendo las amenazas de don Félix, el sacerdote de la iglesia de las Mercedes, a aquella colección de niñas con tirabuzones que estrangulábamos el deseo mirando cómo sangraba Jesús en la cruz. Era una católica sin fisuras. Creía y sentía el peso del pecado. No había consuelo para aquello, pero a pesar de todo, con esa pequeña rebelión que siempre me ha caracterizado, me pinté los labios con esmero, me empolvé la cara y me puse mi mejor sombrero para acudir el jueves siguiente al café.
Ángel me esperaba junto a los mismos camaradas (como él los llamaba) con los que había hablado la semana anterior. Se levantó con decisión para sentarse a mi mesa. Nos faltó tiempo para contarnos nuestra vida, con prisa. Y me sorprendí descubriendo otra Carmen. Una chica con ganas de descubrir la vida que había al otro lado de la reja de mi protegido jardín. No tardamos nada en comprender que estábamos atados el uno al otro. Que tarde o temprano me entregaría a sus brazos para conocer el más dulce de los placeres y el más profundo de los abismos. Porque uno sabe en un misterioso instante que ha llegado a su destino.
Cerré los ojos y me llevé instintivamente la mano a mi corazón. Seguía palpitando muy deprisa y ya no sabía por cuál de los deseos era, si el que sentía yo o el que traslucía el cuaderno. Apoyé la cabeza y toqué el papel queriendo acariciar la mano de mi tía. Sentía esa lacerante sensación de quien no podrá volver sobre sus pasos para cambiar de lugar un objeto que no debe encontrarse, acariciar una mano que debimos acariciar, o cerrar la boca y no pronunciar aquellas palabras que pesarán sobre nosotros eternamente. Cosa de mujeres. La rebelión siempre era cosa de mujeres, como las cosas pequeñas y las pequeñas cosas. Cosas de mujeres.
Y así fue. Los días siguientes me entregué a él. Algo me empujaba por dentro, me volvía audaz, osada, como desconocía que fuera. Buscábamos las calles más oscuras, los cafés más alejados de los que podía frecuentar el círculo de Ignacio, tan distinto al de Ángel. Aprovechaba los viajes de mi marido para quedarme en París y poder compartir pequeñas cosas cotidianas; amanecer a su lado, preparar el café, esperar que el sol se esconda compartiendo una lectura, escuchando la radio...
Cuando Ignacio me pedía que le acompañara o daba por hecho que quería volver a ver a los míos, pretextaba enfermedades, inventaba enfados con mis hermanas, tristezas infinitas al comprobar que la vida al otro lado de los Pirineos era pueblerina, y triste...
El peso de mi secreto me estrangulaba. No sabía cómo manejar aquella situación. Me sentía desleal con Ignacio, que me colmaba de caprichos, respetaba mis silencios y no me preguntaba por la penitencia que sin duda presenciaba silencioso. Él envejecía por momentos. Yo despertaba y derrochaba juventud. Ignacio era un hombre de costumbres férreas; la comida a su hora, la cena frugal, las noticias, el periódico, la siesta, el paseo de la mañana, el aperitivo los festivos... Era convencional, introvertido, y algo distante. Se le terminaba la vida. No necesitaba nada más que lo que poseía. Ángel, por el contrario, era un librepensador, de carácter alegre y abierto, más caluroso que cálido. No renunciaba a casi nada, especialmente a todo aquello que le proporcionara placer, que le hiciera conocer lo que había más allá de convencionalismos y modos sociales. Trabajaba de noche, fumaba, bebía en exceso, se alimentaba mal, y desde luego no tenía horarios.
Yo vivía entre ambos, en un carrusel que me mataba un día para devolverme a la vida al siguiente. Las dos orillas de aquel tormentoso río me gustaban. Quería ambas.
Y así pasaron tres años de mi vida, intensos, difíciles, y maravillosos. Persiguiendo emociones, sin poder renunciar a la pasión, desbaratando la realidad en manos de Ángel y recomponiéndome y conteniéndome en los brazos de Ignacio.
Una mujer no podía divorciarse. No podía viajar sin el consentimiento del marido, no podía firmar un talón, no podía pertenecerse, no podía hacer casi nada en aquellos años. Si no tenía fortuna... Me gustaba mi vida cómoda y además quería a Ignacio. No como a Ángel, pero le quería. Era un hombre refinado, moderado y por encima de todo respetuoso. Era quien me permitía ser la mujer que era. La que vestía a la última, la que viajaba en primera clase, la que tenía alguien que me preparaba el baño...
Ángel estaba entregado a causas peligrosas, arriesgaba lo poco que poseía, firmaba manifiestos que le ponían en peligro, organizaba revueltas, bebía demasiado y me suplicaba con vehemencia que me fuera a vivir con él, que dejara a Ignacio, que me entregara del todo a él.
Pero su vida me daba miedo. Él me daba miedo porque sabía que a su lado iba a depender de los vientos que le empujaran a él. Sabía que escribiría de noche, que me abandonaría de día, que habría otras mujeres, que moriríamos de amor, pero quizás también de inanición, de miedo, de excesos. Y ése no era mi mundo.
No es cierto que el deseo arrastre a todos de la misma manera. No me atrevo a decir quién acierta. Yo no acerté renunciando, pero tampoco iba a acertar yendo con él.
Me dediqué a invertir nuestro dinero, a empujar a Ignacio a que comprara una casa en Madrid, a que invirtiera aquí y vendiera allí... Quería un patrimonio, y lo quería para cuando pudiera vivir con Ángel. Lo quería todo. Confiaba en el destino que tanto me había dado. Y te confieso que pensaba en que Ignacio no viviría muchos años, o quizás sólo lo esperaba.
No me juzgues... Sé que no lo harás, pero si estás tentada de hacerlo, no me juzgues, Carmela, como lo hicieron siempre los demás, los que no sucumbieron al vértigo de las pasiones de las emociones...