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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (97 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—Acordamos que ese hijo de puta de Muhammad ibn Tahir me sería entregado —dijo la Gallega, recelosa—. ¿Por qué lo tratas con tantos honores?

Ibn Ammar tenía claro lo que sería del qa'id si lo entregaba a la anciana. Le haría pagar el asesinato de su hijo desgarrándole la piel, haciéndolo cocer en aceite hirviendo y descuartizándolo con una sierra. La sayyida no había olvidado, y menos aún perdonado. Era inexorable como un ángel vengador.

—Sayyida —dijo Ibn Ammar—, Muhammad ibn Tahin no escapará a su castigo. Merece la muerte. Pero no emplearemos los medios que empleaba él. —No podía decirle que el qa'id depuesto aún poseía una baza que excluía cualquier medida de castigo: tres castillos de la frontera con Almería estaban ocupados por sus hombres. No podía decirle que ni siquiera había pensado en tomar tales medidas. Era impensable que un príncipe que se había rendido tras dársele un ultimátum fuera tratado de una manera que no fuese honrosa. Había que pensar en los otros príncipes, a quienes se quería convencer de que renunciaran a su poder de manera similar. El qa'id Muhammad ibn Tahír recibiría un palacio adecuado a su rango en Sevilla o Córdoba, además de una generosa pensión. La vieja Gallega se llevaría a la tumba sus ansias de venganza. Ya nadie podía hacer nada por ella, como no fuese desearle una muerte digna, que le evitara enterarse de la verdad.

De pronto, la sayyida le parecía tan tierna y frágil como una niña. Ibn Ammar vio que tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque ella intentaba ocultarlo. A veces Ibn Ammar sospechaba que a la sayyida le faltaban las fuerzas para mantener erguido el mundo de ilusiones que había construido a su alrededor. La acompañó a las habitaciones que habían dispuesto para ella y dio las órdenes necesarias para que las criadas le prepararan un baño y la atendieran. Era todo lo que podía hacen por ella.

Cuando volvió a entrar, Salim lo estaba esperando.

—Disculpadme, señor, si me permito hacer una observación —dijo el secretario. Esa era la muletilla introductoria que usaba cada vez que se permitía alguna crítica—. No debéis volver a recibir a esa mujer. En Murcia ven con gran desconfianza la estrecha relación que mantenéis con ella. Tampoco puedo callar que circulan perversos rumores, que os relacionan con el príncipe de una manera bastante peculiar. Se dice incluso que, a causa de estos lazos ocultos y a pesar de vuestras declaraciones, tenéis en mente sentar al príncipe en el trono. —Se volvió, avergonzado de haber tenido que decir aquello, e Ibn Ammar le dio la espalda para no turbarlo aún más.

—No volveré a recibirla, Salim —dijo. El secretario estaba en lo ciento. Se había dejado vencer por sentimientos punibles. La anciana ya le había costado bastante. El fracaso de la primera campaña, tres años atrás, se había debido en gran parte a sus malos consejos y a su desmesurada valoración de si misma. ¡Tres años perdidos! No, ya no había motivo alguno para seguir tratándola con tanta consideración.

Fuera había caído la noche. Un camarero trajo una sencilla túnica blanca de algodón, con una faja para la cabeza a juego, y Salim recordó a Ibn Ammar que sus dos guardaespaldas estaban listos para acompañarlo al bazar. Era una escapada planeada hacía mucho tiempo y postergada una y otra vez. La expresión de Salim delataba que también desaprobaba este plan.

—No te preocupes, Salim —dijo Ibn Ammar, contento—. No estaré fuera mucho tiempo.

—¿No sería mejor que os siguieran dos guardias vestidos de civil? —preguntó Salim, sin muchas esperanzas.

—¡Nada de guardias! —dijo firmemente Ibn Ammar. Muchas veces había tenido motivos para agradecer a Salim sus prudentes consejos, pero en esta ocasión el secretario sin duda sobrevaloraba el empecinamiento de quienes seguían del lado de Muhammad ibn Tahír. Ya no había nada que temer. El éxito de la campaña contra Murcia era sólido, un éxito avasallador. Toda la campaña había estado desde el principio bajo una buena estrella.

Mientras se cambiaba, Ibn Ammar recordó con agrado las hermosas veladas pasadas antes de su partida en el palacio cordobés de ar–Rusafa en compañía de al–Fath, el tercer hijo del príncipe, que había reemplazado en el cargo de gobernador de Córdoba al príncipe heredero, asesinado por Ibn Ukasha. De todos los hijos de al–Mutamid, al–Fath era el de mejor presencia. El destino lo había librado de la corta estatura y el rostro de campesino de su padre, de quien sólo había heredado sus cualidades principescas: la generosidad, una valentía de ribetes teatrales, el gusto por las fiestas y las grandes hazañas. No era el más inteligente, pero esta carencia podía remediarse rodeando al príncipe de asesores juiciosos. Ibn Ammar estaba convencido de que ejercía sobre el muchacho influencia suficiente y podría ganárselo para sus proyectos. Con al–Fath como gobernador de Córdoba y an–Rashid en el puesto de gobernador de Murcia, en lo sucesivo Ibn Ammar tendría dos firmes puntos de apoyo sobre los cuales construir.

Hacía un año, Ibn Ammar había conocido en la corte de al–Fath a un hombre cuya contribución resultó no poco importante para el afortunado desenlace de la campaña murciana: Ibn Rashiq. Éste era un hombre de la nobleza árabe cuyos antepasados habían llegado a la península con los conquistadores y cuyo castillo se encontraba en Vélez Rubio: un nido polvoriento a mitad de camino entre Jaén y Murcia. Era un noble rural, uno de esos grandes ganaderos independientes que poseían fincas gigantescas y, de ser necesario, podían reunir unos cuantos centenares de cabezas de ganado para ganarse el respeto de los demás. Ibn Rashiq era el prototipo de estos orgullosos nobles terratenientes: jactancioso, inculto y caracterizado por una brusquedad provinciana, pero a la vez hospitalario, gran bebedor y dotado de la taimada astucia de un comerciante de ganado. Pero, además, el señor de Baldj, como se llamaba a si mismo, era también ambicioso. No se conformaba con la fabulosa finca legada por sus antepasados; había disfrutado de la vida en la corte, y se aburría en su aislado castillo. A los cuarenta años había descubierto de repente los refinados placeres de la nobleza de las ciudades, los vinos dulces, la exquisita cocina, los placeres de las veladas musicales y los jardines sombríos, los halagos de los poetas, el alegre ingenio de los cortesanos y, no en último lugar, los encantos de bailarinas exóticas y concubinas educadas en todas las artes del amor. Se mostró inmediatamente dispuesto a participar en la campaña que le abriría el camino hacia Murcia, e Ibn Ammar aceptó su ofrecimiento con igual prontitud: medio ejército que no le costaría ni un solo dirham y que, además, era más fuerte que sus propias unidades. En efecto, era sobre todo a los salvajes pastores jinetes de Ibn Rashiq a quienes había que agradecer que los castillos de Murcia hubieran ido cayendo uno tras otro en tan poco tiempo, hecho que, a su vez, provocó la forzosa capitulación de Muhammad ibn Tahir. La campaña casi no había cobrado victimas. Ahora Ibn Rashiq controlaba el campo, mientras Ibn Ammar ocupaba las ciudades de Murcia y Cartagena.

Cuando el príncipe ar–Rashid ocupara su cargo de gobernador e Ibn Ammar regresara a Sevilla, conferirían al señor de Baldj el título de emir y lo nombrarían comandante general de las tropas del este del reino. Con esto, su ambición quedaría colmada.

El camarero había teñido de negro la barba y las cejas de Ibn Ammar, y ahora le estaba colocando la faja en la cabeza. Se la enrolló a la manera bereber, dejando libre sólo una estrecha ranura para los ojos. Un rato después, cuando Ibn Ammar salió del al–Qasr por una portezuela del parque y se sumergió en la multitud agolpada entre la mezquita principal y el bazar, ni siquiera su propia madre lo habría reconocido. Parecía un comerciante del Magreb que acude al bazar acompañado de sus criados para hacen unas cuantas compras aprovechando el frescor de la noche.

Djabin y Hadi no se separaban de él. Desde hacía dos años, cuando durante las negociaciones con el rey de León celebradas en el puerto de Sevilla un fanático salió de entre la multitud y lo atacó con un puñal, Ibn Ammar no daba un paso fuera de su palacio sin sus dos guardaespaldas. Estos eran esclavos manumisos, hijos de criados de palacio; ambos rondaban los treinta años, y se podía confiar ciegamente en ellos. Djabin era un gigante fibroso; Hadi, pequeño, tenía la mente clara y estaba dotado de una gran capacidad de observación. No sólo se ocupaban de proteger a Ibn Ammar, sino que éste también recurría a ellos para despachar algún mensaje privado o para cualquier otra tarea que tuviera que realizarse con discreción.

El bazar estaba muy iluminado. En las esquinas donde se cruzaban las callejas de tiendas, faroles de cobre colgaban de las bóvedas. También en los mismos establecimientos, a izquierda y derecha de la calle, ardían lámparas. Ibn Ammar encontró el camino sin dificultad. Era como si apenas hubiese cambiado en los casi veinte años que habían pasado desde que visitó por última vez la tienda de Ibn Mundhin.

Había encargado a Salim que consiguiera información. Así, se había enterado de que el comerciante había muerto hacía ya doce años, y de que su viuda había cogido las riendas del negocio con la intención de mantenerlo a flote hasta que lo pudiera llevan su hijo. Zohra, la bella, la mujer del comerciante, que una vez fuera su amante. A Ibn Ammar le costaba imaginarla al frente de una empresa tan grande.

El hadjib también había encargado a Salim que hiciera indagaciones sobre el hijo de Zohra y averiguara qué edad tenía. Y los resultados de estas pesquisas no lo habían dejado dormir en paz. Ahora, a medida que se acercaba a la tienda, sentía que se le aceleraba el corazón.

El establecimiento tampoco había cambiado apenas. Todo seguía como antes: los fardos de tela, que separaban el despacho donde se atendía a los clientes; los trajes de confección, colgados en las paredes laterales; los altos arcones en los que se guardaban las telas más finas; las caras piezas de exposición colgadas en la pared posterior. La puerta que conducía a la oficina estaba abierta; el escritorio seguía en el mismo lugar que hacía veinte años. El katib que trabajaba allí era demasiado joven como para que Ibn Ammar lo conociera. Entre los dependientes de la tienda y los empleados de la oficina no había ninguno que Ibn Ammar recordara.

Y entonces vio al hijo de Zohra. Era de mediana estatura, delgado, de cabello negro y barba elegantemente arreglada, inusualmente densa para sus dieciocho años, lo que lo hacía parecer mayor de lo que era. Tenía los ojos de su madre, y la misma boca expresiva. También había heredado de ella su espalda recta, rasgo por el que se destacaba ostensiblemente entre la masa de vendedores, todos inclinados hacia delante con servil diligencia. No tenía ningún parecido con Ibn Mundhir, pero tampoco tenía aquello que Ibn Ammar buscaba en su rostro con nerviosa expectación. El muchacho rozó a Ibn Ammar con una mirada fugaz, valorando si merecía la pena que el propietario del negocio atendiera personalmente al posible cliente. Al instante, haciendo una cortés inclinación, lo invitó a entrar en la tienda.

Ibn Ammar sacudió la cabeza en señal de negación, sin decir nada. No tenía pensado trabar una conversación. Se sentía confundido. Por una parte, quería mantenerse fiel a su propósito de no importunar, de no darse siquiera a conocer; pero tampoco quería ofender al joven comerciante.

—No es día para compras —se apresuró a decir.

—Como vos queráis, señor —respondió el joven con una comedida sonrisa. Ibn Ammar no pudo descubrir ningún parecido con él mismo ni en la voz ni en el aspecto exterior. Fue una comprobación dolorosa. Había estado tan seguro, según sus cálculos.

Se dio por satisfecho con lo conseguido en esa visita al bazar. También resistió la tentación de ver a Zohra. Tenía miedo de ponerla en un compromiso. Se contentó con encargar ocasionalmente a Salim que le trajera noticias, con la mayor discreción, sobre la marcha de los negocios en casa de Ibn Mundhir.

Un mes después, un viernes por la mañana, cuando salía del al–Qasr de camino a la mezquita principal Ibn Ammar escuchó que, desde la multitud de suplicantes y curiosos que rodeaba la puerta, lo estaba llamando a gritos una anciana que no quería resignarse a entregar su petición por escrito a uno de los dos criados que lo escoltaban, sino que intentaba abrirse paso hasta él como fuese. Djabir la detuvo, pero Ibn Ammar le hizo una señal para que la dejara acercarse, y cogió él mismo el pequeño cilindro que quería entregarle la mujer.

No fue hasta la noche que volvió a encontrar el cilindro dentro de su manga. Contenía una hojita de papel amarillento donde podían leerse unos versos que Ibn Ammar reconoció en seguida:

Breve será el día en que nos encontremos,

permite que esas rejas superemos.

Era su respuesta al primer mensaje que le hizo llegar Zohra, hacía tantos años. En el reverso del papel había una breve nota escrita con letras grandes y rectas. «Es por ti que deseo que nos encontremos», decía parcamente. Además, la indicación de que una criada, que Ibn Ammar ya conocía, lo esperaría al día siguiente junto al puesto de guardia de la puerta principal del al–Qasr.

Ibn Ammar reconoció a la criada nada más verla. Era la doncella de ojos castaños y cálidos, que una vez le hicieron recordar los ojos de su madre. La mujer lo llevó a una pequeña mezquita situada cerca de la puerta de la ciudad que daba al río, en un laberinto de callejas estrechas. La mezquita lindaba con un parque, separado de ésta por un muro de la altura de dos hombres. En el muro se abría una ventana cubierta por una especie de reja de ladrillos apilados. Detrás de la ventana esperaba Zohra.

Llevaba puesto el velo, de modo que Ibn Ammar sólo podía verle los ojos. Y era como si el tiempo se hubiese detenido. Sus ojos no habían cambiado en todos esos años. Ibn Ammar estaba tan emocionado que en un primer momento no pudo pronunciar palabra.

—Escúchame, Abú Bakr —dijo Zohra con voz suave pero penetrante—. Tenemos poco tiempo. No quiero que te descubran aquí conmigo. —Adoptaba un tono extrañamente indiferente, como si hablara con un desconocido.

—Sigues siendo tan hermosa como antes —dijo Ibn Ammar, sonriendo, como si no hubiera oído lo que ella había dicho.

Zohra pasó por alto el tono familiar del comentario.

—No —dijo—. Si eso fuera cierto no me ocultaría tras un velo.

Ibn Ammar quiso contradecirla, pero ella sacudió la cabeza, impaciente.

—He venido a alertarte, Abú Bakr —dijo—. Desde la muerte de Ibn Mundhir, dejo que me asesore en cuestiones de negocios un hombre que había sido íntimo amigo de él. Es un tajin; no me preguntes su nombre. Conoce a toda la gente influyente de Murcia, y a muchas de las grandes familias. Ayer estuvo en casa, y me aconsejó que no haga más negocios contigo ni con tu gente, o que, si los hago, insista en que se me pague en efectivo. Dijo que esperaba que pronto se produjeran cambios en el al–Qasr.

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