El puente de Alcántara (100 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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De pronto se abalanzó hacia delante, se abrió paso como pudo entre la multitud y se precipitó en dirección al lugar donde suponía que estaba Karima.

—¡Señor! ¡No! —oyó gritan a Lu'lu—. ¡Sayyid, regresad! ¡Por favor, sayyid!

Lope no hizo caso. Siguió corriendo entre la multitud. Un hombre vestido de blanco con la boca abierta en un grito desgarrador fue hacia él, esgrimiendo una estaca. Lope dio un paso a un lado y puso una zancadilla al hombre, que fue a caer sobre el empedrado. Más adelante, tres hombres estaban apaleando a una mujer que yacía indefensa en el suelo. Lope dio un golpe en la nuca al que tenía más cerca y empujó a un lado al segundo, que se había arrojado sobre él. Eran chicos muy jóvenes, pequeños granujas adolescentes. Ayudó a la mujer a levantarse. No era Karima.

Miró a su alrededor. La comitiva fúnebre se había disuelto. Los hombres que habían atacado el cortejo tenían la calle en sus manos, ya casi eran mayoría, y estaban a la caza de los rezagados, que no habían conseguido huir lo bastante rápido y ahora se apiñaban asustados. Unos pocos harapientos, que parecían salidos del mercado de jornaleros, intentaban arrancar los trajes a los que yacían en el suelo. Huyeron cuando Lope se acercó a ellos. Seguía sin encontrar a Karima.

—¡Sayyid, tenemos que irnos! ¡Es muy peligroso! —se lamentaba Lu'lu, detrás de él.

En ese mismo instante la vio. Estaba agachada al borde de la calle, a la sombra de la pared de una casa. Tenía una mano en los ojos, y con la otra intentaba levantarse apoyándose en la pared, sin conseguirlo.

Lope llegó hasta la mujer de un par de zancadas.

—¡Karima! —dijo—. ¡Karima!

Ella no respondió. Parecía no oírlo.

Vio que Karima tenía sangre en las manos y entre los cabellos, debajo de las cenizas. Algo la había golpeado en la cabeza. No podía ponerse en pie. Lope tuvo que ayudarla. En ese mismo instante oyó un grito apagado, y vio a un hombre resbalar de espaldas contra la pared de la casa hasta caer al suelo. Al levantar la minada, vio que Lu'lu rechazaba con los puños a dos hombres que intentaban arrojarse sobre él.

—Señor, tenemos que marcharnos, son cada vez más, y no es casualidad que esta gente esté aquí —gritó Lu'lu.

Lope se agachó, cargó a Karima en sus brazos y empezó a andar con ella en brazos. Era pesada, y Lope avanzaba lentamente. La cabeza de la mujer se sacudía de un lado a otro. Cruzaron la calle para llegar al lado que limitaba con el barrio judío. Escuchó a Lu'lu, que corría detrás de él para protegerlo, increpando en árabe a los hombres que los seguían. Finalmente llegaron a la desembocadura de la calleja por la que habían venido. Lope se detuvo, respirando con dificultad, y se apoyó contra una pared, para coger mejor a Karima. Entonces, de repente, advirtió que ella estaba volviendo en sí. Karima sacudió la cabeza, abrió los ojos parpadeando, se apartó de la frente los mechones de cabello impregnados de sangre, y miró fijamente a Lope, que se quedó sin habla y no atinó a hacer nada mientras ella se liberaba de sus brazos. Lope tuvo que sostenerla del brazo para que no se cayera, pero ella rechazó su ayuda y escapó de él. Lope la vio alejarse por la calleja, tambaleante, apoyándose con ambas manos en la pared. Karima no se volvió a mirar, ni tampoco se detuvo hasta desaparecer en la siguiente esquina.

—No ha sido lo que se dice agradecida —dijo Lu'lu, mirando a Lope con expresión interrogante—. ¿La conocíais? Daba la impresión de que la conocíais.

—Era la hija del hakim —dijo Lope.

—¿La hija del hakim? —repitió Lu'lu, maravillado—. ¡La hija del hakim!

Ese mismo día, al atardecer, llegó un mensajero de Guarda con la noticia de que el conde estaba enfermo, y con la orden de que emprendieran inmediatamente el viaje de regreso.

Lope estaba preparado. Llevaba días esperando la orden de partir. Se marchaba de Sevilla a disgusto, pero esta vez la despedida no sería tan dolorosa, pues Nujum lo acompañaría a Guarda. Se había hecho amiga de la princesa que contraería matrimonio con el joven conde. La princesa había insistido en que Nujum le hiciera compañía durante el viaje en su litera tirada por mulas.

Partieron dos días después.

45
MURCIA

MARTES, 18 DE RABí I, 475

16 DE AGOSTO, 1082 / 20 DE ELUL, 4842

Habían partido con las primeras luces del alba, con la intención de llegar a la ciudad antes de que empezara el calor. Había siete horas de viaje entre Alhama y Murcia, pero habían aprovechado el frescor de la madrugada para cabalgar desde el principio a un ritmo trepidante, de modo que ahora, a las tres horas de viaje, ya casi habían llegado a Alcantarilla. A esa hora el sol ya ardía sin clemencia en el cielo, pero el camino pasaba a través de las huertas y estaba casi completamente bordeado de árboles. A la sombra, el calor todavía podía soportarse.

Hadi y Djabin cabalgaban por delante, seguidos de Ibn Ammar y, a su izquierda, Salim, su secretario. La escolta los seguía a una cierta distancia. Ibn Ammar había hecho una visita semioficial a Lorca y se había presentado luego en algunos castillos, para comprobar su lealtad y afianzarla con regalos y promesas. Dos o tres hábiles movimientos de Ibn Rashiq lo habían obligado a confirmar el apoyo que aún tenía fuera de Murcia. El señor de Baldj llevaba semanas evitando el encuentro deseado por Ibn Ammar. Bajo curiosas circunstancias, Ibn Rashiq había dejado escapar a Muhammad ibn Tahír, y poco después había conquistado en un ataque sorpresa los tres castillos de la frontera con Almería que seguían en manos de los vasallos del depuesto qa'id de Murcia. Había ocupado estos castillos con sus propios hombres, a pesar de que, según los acuerdos pactados, correspondían a Ibn Ammar. Hasta ahora no había dado respuesta a las recriminaciones que le había hecho Ibn Ammar con este motivo. Ahora la situación empezaba a aclararse.

El día anterior, cuando llegaron a Alhama, los estaba esperando un mensajero de Murcia. El naqib que comandaba las tropas sevillanas acantonadas en la ciudad, y que suplía a Ibn Ammar durante la ausencia de éste, había enviado al mensajero con la noticia de que Ibn Rashiq había anunciado que daría la cara en los días siguientes. La noticia era sorprendente. ¿Por qué Ibn Rashiq estaba dispuesto a transigir, así, tan de repente?

Ibn Ammar había dedicado largas horas a reflexionar sobre el asunto, sin hallar ninguna explicación definitiva. En cualquier caso, era de esperar que el encuentro traería, cuando menos, una decisión. Necesitaba tener las cosas claras en Murcia, para poder emprenden lo antes posible el viaje de regreso.

Un día antes, en Totana, había recibido una carta de Sevilla. No se la había entregado un emisario oficial, sino un comerciante judío, a quien se la había entregado otro comerciante en Jaén. La carta informaba de alarmantes sucesos en la corte de Sevilla, de perversos rumores y escandalosas calumnias, y no estaba firmada, lo que casi la hacía aún más inquietante.

Ibn Ammar sabía quiénes eran sus enemigos: Abú Bakr ibn Zaydún, el hijo del antiguo hadjib; las grandes familias, que lo consideraban un arribista; la princesa y sus partidarios; Ibn Dama, qadi general del reino, y sus fanáticos fieles, que le criticaban su indiferencia en cuestiones religiosas y sus buenas relaciones con don Alfonso, el rey de León. Ibn Ammar estaba acostumbrado a que intentaran derribarlo tan pronto como dejaba la corte. Pero ahora estaban empleando una nueva estrategia.

La carta traía también dos poemitas que circulaban en la corte, y que, supuestamente, había escrito el propio Ibn Ammar. Los poemas eran refinadas chapuzas que imitaban su estilo y, con gran conocimiento, apuntaban directamente al susceptible orgullo del príncipe. El primero era una cuarteta, que se burlaba del príncipe y de su padre. No muy artística, pero eficaz:

…y resulta peor el hijo que el padre.

ruge como un león, mas es un gato cobarde.

El segundo era una sátira ponzoñosa que intentaba ofender el honor del príncipe, una perversa canción satírica, tanto más peligrosa por cuanto había sido escrita por un conocedor, capaz de imitar casi perfectamente el ritmo poético de Ibn Ammar. Empezaba inofensivo, al estilo clásico, como si se tratara de una respuesta a aquel famoso poema que compusiera el príncipe años atrás, recordando los años de juventud pasados con Ibn Ammar en Silves:

Saluda en Sevilla a los nobles pastores,

que allí levantan su tienda, saluda a sus hijos, a sus mujeres…

Luego, tras algunos versos, el poema pasaba, con punzante hostilidad, a recordar el origen vulgar de la princesa, sacaba partido del hecho de que sus primeros hijos no los había tenido siendo la mujer principal de al–Mutamid, sino su concubina, para así tildar a los príncipes de bastardos. Luego se burlaba de las piernas cortas de los príncipes, que habían heredado de sus padres, y finalmente retomaba aquella vieja calumnia que, hacía más de un cuanto de siglo, había imputado a al–Mutamid, por aquel entonces sólo un muchacho de dieciséis años, una relación homosexual con Ibn Ammar. Y lo más pérfido de todo era que esta parte del poema era presentada como una confesión íntima del supuesto autor:

Yo sabía entonces que era prohibido nuestro obrar.

Tú sólo decías: no lo es, si nos sabemos amar.

Luego seguía una abierta amenaza de revelar más secretos, y, como cierre, una sonora bofetada:

Tú, falso príncipe, quien edificará sobre tus haberes,

¡si hambreas a invitados y prostituyes a tus mujeres!

En un primer momento, lbn Ammar, furioso y espantado, se había puesto a escribir enseguida un poema de réplica a la sátira que se le atribuía, para ahogar las viles calumnias en una fanfarria de flamante indignación. Pero pronto lo había dejado. Ya el mero intento de exculparse habría sido visto en la corte como un reconocimiento de su culpabilidad. Si el príncipe otorgaba un mínimo crédito a las injurias, cualquier escrito, del estilo que fuere, no haría sino empeorar aún más las cosas. Tenía que hablar personalmente con al–Mutamid. Tenía que volver a Sevilla tan rápido como fuese posible.

Se volvió hacia Salim:

—¿Cuánto tiempo necesita un barco en esta época del año para llegar de Cartagena a Sevilla? —preguntó Ibn Ammar a su secretario, que conocía tanto la carta como los poemas.

—¿Un barco vos o para un emisario?

—Para mí —dijo Ibn Ammar.

Salim lo miró de reojo, como queriendo escudriñar en su mente.

—Si este año el simún cesa cuando debería hacerlo, ya sólo soplará tres o cuatro días más. Luego no habrá viento. Necesitaréis una galera…

—¿Cuánto tiempo? —lo interrumpió Ibn Ammar.

—Diez días, como mínimo —dijo Salim, titubeando—. Suponiendo que haya una galera en el puerto.

Siguieron cabalgando en silencio. Habían llegado a Alcantarilla, pero rodearon la ciudad trazando un amplio arco. No querían llamar la atención. Ibn Ammar no quería que le prodigaran grandes recibimientos.

Por la rectísima carretera que se extendía ante ellos apareció de pronto un jinete, que se les acercaba a todo galope. Los lanceros de la avanzada, que cabalgaban unos doscientos pasos más adelante, lo detuvieron y le mandaron que desmontara al borde de la carretera. Ibn Ammar vio lo que ocurría sin prestar mucha atención.

—¡Quisiera saber de dónde ha salido este maldito poema! —dijo.

Salim movió la cabeza, pensativo.

—¿Almería? —sugirió—. ¿Valencia?

Hacía apenas un mes, el príncipe de Valencia había recibido en su corte con todos los honores a Muhammad ibn Tahír, tras la fuga de éste. Acto seguido, Ibn Ammar había hecho circular por la ciudad un par de versos encendidos, en los que incitaba a la población a levantarse contra su príncipe. Si la sátira era una respuesta a aquello, tendría que haber sido enviada a Sevilla inmediatamente.

Llegaron al punto donde el jinete esperaba al borde de la carretera, de pie junto a su caballo. A su lado había dos campesinos, a quienes la avanzada también había mandado despejar la carretera. Ibn Ammar y los suyos pasaron sin prestar atención a aquellos hombres, hasta que, de repente, el jinete echó a correr y, gritando a viva voz, intentó ponerse frente al caballo de Ibn Ammar dando un rodeo alrededor del de Salim.

—¡Mawla! ¡Señor! ¡Poderoso hadjib! —gritó el hombre—. ¡Concededme una gracia, sublime señor! ¡No lo pido por mí, señor! ¡Una gracia, señor, por la misericordia de Dios! —Era un hombre joven.

Djabir se había girado para ahuyentarlo, pero el hombre esquivó la lanza con que intentaba apartarlo, y gritó desesperado:

—¡Señor, oídme, os lo ruego!

Ibn Ammar levantó la mirada de mala gana, no estaba de humor para atender a un suplicante, pero por un instante, antes de que el caballo de Djabir se interpusiera entre ambos, vio el rostro del hombre y tiró violentamente de las riendas de su cabalgadura. Era el joven del bazar, el hijo de Zohra.

De algún modo, Ibn Ammar consiguió ordenar con voz más o menos serena a Djabin que dejara al joven, e hizo girar su propio caballo de manera que se interpuso entre el muchacho y el capitán de la escolta. Un angustioso presentimiento se apoderó repentinamente de él mientras el joven se inclinaba para besar sus estribos. Ibn Ammar le impidió que lo hiciera.

—¿Qué pasa? —preguntó.

El joven le dirigió una mirada indefensa, volviéndose a medias hacia Djabir, que seguía detrás de él, con la lanza lista para atacar.

—Está bien. Puedes hablar. Sé quién enes —dijo Ibn Ammar en voz baja. Vio de reojo que el capitán lo estaba observando, al tiempo que se acercaba lentamente.

El joven se agarró firmemente de la silla de Ibn Ammar.

—Estáis en peligro, señor —dijo susurrando. Su voz no delataba temor alguno—. Debo daros un mensaje, señor —dijo, entregando a Ibn Ammar una hoja de papel plegada varias veces—. Os ruego que destruyáis este papel después de leerlo. —Miró a Ibn Ammar con expresión seria, como si esperara una confirmación.

Ibn Ammar lo cogió de la manga.

—Espera —dijo con voz serena. Y volviéndose a Salim, dijo en voz alta—: ¡Anota su nombre! —Dio un nombre falso. Luego se sacó el anillo con el sello y lo apretó contra la mano del joven—. ¡Ponte a salvo! —dijo—. ¡Date prisa! ¡Y ten cuidado!

—Si —dijo el joven asintiendo muy seriamente, al tiempo que se retinaba hacia el borde de la carretera caminando hacia atrás y haciendo profundas reverencias.

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