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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (103 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Al joven conde y los suyos les resultaba difícil seguirlos a caballo por aquel terreno pedregoso y poblado de arbustos, y temían que la garza pudiera cruzar el río y dirigirse hacia el norte. Pero, finalmente, los halcones abatieron a la garza. Y el arrojo de las aves de presa, sumado al buen término de la busca, que había propiciado un inesperado pero magnifico día de caza, les hizo olvidar el mal rato pasado.

Cuando entraron en el suburbio de Alcántara, el conde mismo llevaba en el brazo al halcón reencontrado. Buscaron al resto de su gente. No sabían dónde se habrían alojado, si en el castillo o en una taberna. No se veía a nadie. De pronto, un posadero salió rápidamente a la calle haciéndoles señas. Tenía noticias confusas: un jinete avanzado le había avisado de la llegada del grupo, pero el grupo que se correspondía con la descripción había pasado de largo hacía un cuarto de hora, siguiendo viaje en dirección al puente. Nadie se explicaba qué habría ocurrido, de modo que, finalmente, el joven conde decidió enviar a Lope a buscarlos. Tal vez la princesa había querido admirar el famoso puente antes de oscurecer.

Lope hizo una señal a Lu'lu para que lo acompañara, y los dos salieron carretera abajo a trote ligero. Un hombre venía en dirección contraria, azuzando a su caballo a gritos para que subiera la cuesta. Algunos hombres y mujeres bajaban corriendo por el sinuoso camino que llevaba directamente a la ciudad a través de la empinada ladera. Vieron el puente, negro y majestuoso sobre el resplandor del sol en el ocaso. Vieron también, sobre el río, la espada, colgada del arco más alto. En el puente, a ambos lados de la puerta en forma de arco, unas pocas personas caminaban en una y otra dirección. Pero no se veía a nadie del grupo del conde, ni un solo jinete ni un solo caballo.

Cuando llegaron al puente, el sol estaba ya tan bajo, que el muro que hacía las veces de pretil arrojaba su sombra sobre toda la calzada. A la altura de la puerta, junto al pretil del puente, yacía un bulto blanco, que desde lejos parecía una persona. Más allá, donde se encontraba la gente, había otros bultos más. Lope espoleó su caballo con tal vehemencia que éste salió disparado hacia delante. Allí, en el suelo, yacía una mujer con un vestido blanco de viaje, la espalda teñida de sangre, el rostro vuelto hacia la pared. Y no era la única que yacía muerta en el puente. Lope cargó con el caballo contra la gente, que se hizo a un lado en silencio. Saltó de la silla aún antes de que el caballo se detuviera, dejó caer la lanza, se inclinó sobre el cuerpo cubierto de sangre de un hombre que yacía cuan largo era sobre el empedrado. Lo reconoció aún antes de darle la vuelta para verle el rostro. Era el segundo infanzón del séquito del joven conde. No tenía el yelmo ni la coraza ni sus armas. Su mozo yacía dos o tres pasos más allá, con el cráneo abierto, también despojado de su armadura y sus armas. Al otro lado de la calzada estaba el emisario que había ido a buscarlos a Sevilla, junto a una de las dos doncellas de la princesa, todos muertos, apuñalados, desgarrados, los rostros pálidos y desfigurados de terror.

—¿Dónde estaba Nujum? Por el amor de Dios, ¿dónde estaba Nujum? ¿Dónde estaba la princesa?

Lope miró a su alrededor. Había aún más cadáveres. La gente retrocedió para dejarlo pasar. Allí estaba la segunda doncella, y Zacarías, el médico, y el paje negro de la princesa, y su criado, y dos sirvientas, que seguían abrazadas, como si hubieran querido sujetarse la una a la otra para no caer en la muerte.

¿Dónde estaba Nujum? Por todos los santos, por la Madre de Cristo, ¿dónde estaba Nujum?

Recorrió el puente con la minada. Vio a Lu'lu arrodillado junto a la mujer que yacía ante la puerta de arco.

—¿Quién es? —preguntó. Tuvo que esperar unos segundos hasta que le llegó la respuesta.

—¡La hija del hakim! —gritó Lu'lu.

Así que también Karima, pensó Lope, y se quedó un instante como paralizado, minando con ojos vacíos por encima del pretil del puente, hacia el río, que fluía oscuro debajo de él. Todos muertos, pensó, todo el grupo asesinado absurdamente. Todos excepto Nujum y la princesa.

—¿Dónde estaba la princesa? ¿Dónde estaba Nujum?

Un terrible presentimiento lo embargó, infundiéndole tal terror que volvió en sí enseguida.

—Lu'lu —gritó—. ¡Ve por los otros! ¡Ve y llama a los otros!

El criado negro titubeó.

—Creo que aún respira, señor —dijo señalando el cuerpo inerte que yacía a sus pies.

—¡Ve por los otros! —ordenó Lope—. ¡Llama a un médico!

Lu'lu se puso en camino. A Lope le flaqueaban las piernas. Se volvió hacia la gente, que lo minaba con ojos fijos y curiosos.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha pasado aquí? —preguntó.

La gente retrocedió asustada ante el tono de su voz.

—¿Quién de vosotros ha visto algo?

Empujaron a una anciana, que hizo la señal de la cruz antes de empezar a hablar y luego soltó una andanada de palabras, apenas comprensibles. Sólo tenía dos dientes.

—¿Desde dónde lo has visto? —preguntó Lope, con aspereza.

La mujer dijo que había podido verlo todo desde el principio, desde la entrada del puente. Había visto cómo los jinetes caían de repente sobre las mujeres. Había visto cómo las asesinaban a espada. Había oído sus gritos. De pronto echó a llorar, juntó las manos sollozando y elevó los ojos al cielo.

—¿Qué tipo de jinetes? ¿Lanceros? —preguntó Lope.

Si, habían sido lanceros, confirmó la mujer; diez o doce lanceros.

Así pues, había sido la escolta de Sevilla, pensó Lope con fría rabia, y una vibrante llama de esperanza empezó a arder dentro de él. ¿Quizá habían encomendado a los malditos moros la misión de devolver la princesa a Sevilla? ¿Se habían llevado por eso también a Nujum?

—¿Qué han hecho después? —preguntó Lope—. ¿Hacia dónde han huido? ¿Qué han hecho con los caballos? ¿Y las mulas?

Interrogó a la anciana haciéndole todo tipo de preguntas sin importancia, sólo para esquivar la pregunta que inevitablemente tenía que hacer.

Vio al joven conde y a los otros bajar a todo galope por el camino y entrar en el puente. Se volvió hacia la mujer. Tenía la pregunta en la punta de la lengua, y sin embargo no podía hacerla. Pero la anciana, que había perdido el temor, se le acercó. Le apestaba la boca, le apestaba como un trapo viejo.

—A dos de las mujeres las han tirado al río —dijo—. Las han sacado de su litera y las han empujado por el pretil. También han arrojado la litera. Lo he visto con mis propios ojos. Dios es mi testigo.

Lope miró por encima de la anciana. Ya no la oía. Sus palabras le retumbaban en la cabeza. Oyó vagamente el trepidar de los cascos sobre el empedrado del puente cuando los otros se detuvieron detrás de él. El sol se había hundido tras las colinas, negras por la noche, que rodeaban el río. Lope hizo a un lado a la anciana, se dirigió al pretil de piedra y miró hacia abajo, al oscuro río, que, entre murmullos y borboteos, se enroscaba a los pilares del puente dejando un rastro blanco y turbio de espuma, hondo, terriblemente hondo bajo sus pies. Tenía la mente en blanco; ni una sola idea, ni una sensación. Ni siquiera dolor, ni tristeza. Sus sentidos no percibían nada, nada parecía existir para él. Tan sólo el movimiento regular y constante del agua negra, cubierta de estrías de espuma, que lo atraía con un misterioso poder.

Luego, en algún momento, escuchó un grito de dolor, y se volvió lentamente. El joven conde estaba llorando desconsolado entre los cadáveres de las criadas. La anciana estaba con él. El infanzón, una cabeza más alto, lo tenía cogido por los hombros, como intentando impedir que también él se arrojara al río. El joven conde ocultó la cara en los hombros del infanzón y empezó a golpearlo con los puños. Estaba completamente fuera de si, dando gritos y sollozando. Cuando vio a Lope, caminó hacia él con el rostro cubierto de lágrimas y le echó los brazos al cuello.

—¡Ay, Lope, Lope, qué puedo hacer! ¡Qué puedo hacen!

Lope lo cogió fuertemente de los brazos.

—La encontraremos —dijo.

—Está muerta —sollozó el conde—. Está muerta. ¿Es que no lo sabes? Está muerta. ¡Ni siquiera Dios puede devolvérmela!

—Encontraremos a sus asesinos —dijo Lope.

—¿A sus asesinos? —replicó el joven conde, espantado. Ése no era el consuelo que había esperado.

Lope le soltó los brazos y se dirigió a Lu'lu, que había vuelto a arrodillarse al lado de Karima. La había acostado sobre una manta de su silla de montar y la había cubierto con su capote. Karima estaba tumbada boca arriba. Parecía dormida. No tenía ninguna herida en la cabeza ni tampoco le salía sangre de la boca. Pero tenía el rostro tan blanco que parecía brillar en medio de aquella espantosa oscuridad.

—Respira —susurró Lu'lu—. Además, tiene pulso… muy débil, pero se siente —retiró el capote. Toda la parte superior de su traje estaba empapada en sangre, y la sangre brillaba como si siguiera saliendo de la herida. También la parte del empedrado en la que yacía estaba inundada de sangre.

—Tiene otra herida en la espalda —dijo Lu'lu.

Lope le cogió la muñeca y buscó el pulso.

—¡Un médico! —dijo—. ¡Tenemos que ir por un médico! —Se levantó de un brinco—. Tú quédate con ella. Yo iré por un médico.

—Hay un médico en camino —dijo rápidamente Lu'lu—. Se lo he contado todo al posadero, y ha prometido enviar un médico.

—Traeré una camilla —dijo Lope.

—Ellos traerán una camilla —respondió Lu'lu.

Lope se quedó de pie a su lado, sin saber qué hacer, sintiéndose extrañamente avergonzado. De repente, lo invadió una negra desesperación, que le oprimía el cuello. Al instante se puso en marcha. Se dirigió a su caballo y saltó a la silla. Tenía que hacer algo, salir al encuentro del médico, darles prisa con la camilla, cualquier cosa. Pero cuando llegó a la entrada del puente, el médico y los suyos ya estaban allí.

El médico era un hombre pequeño y delgado, que se estremeció ostensiblemente al ver la herida de Karima, y aún más al advertir la mirada fija de Lope dirigida hacia él. Cortó con manos temblorosas la parte del vestido que rodeaba la herida.

—Dios misericordioso —murmuró—. ¿Qué le han hecho?

Alguien alumbró con una antorcha.

—Una de estas personas afirma que ha intentado huir y un jinete ha salido tras ella y la ha derribado por detrás —dijo Lu'lu—. Con la lanza —añadió.

—¿Por detrás? —preguntó el médico, espantado.

Dobló un paño, lo untó con una pomada y lo apretó contra la herida. Luego dio la vuelta a Karima, con la ayuda de Lu'lu, colocándola boca abajo. La herida de la espalda tenía peor aspecto aún.

—Dios es misericordioso, pero esta mujer no sobrevivirá a esto —dijo el médico. Sacudió la cabeza, al tiempo que colocaba en la herida un emplasto idéntico al que había aplicado en la otra—. Es un milagro que siga con vida.

—¡Haz todo lo que puedas! —dijo bruscamente Lope—. Pagaremos lo que pidas.

—No depende de mi —contestó el médico, esquivando la mirada de Lope—. Ha perdido demasiada sangre. La herida es demasiado grande.

Dos jóvenes de la ciudad los ayudaron a llevar la camilla. Llevaron a Karima a la taberna contigua a la puerta de la ciudad, en la que se había alojado el jinete avanzado. El médico hizo todo el camino hasta la taberna junto a Karima, sosteniendo el emplasto firmemente sobre la herida e instando a Lope y los otros a mantener el paso uniforme. Cuando estuvieron arriba, indicó que la tumbaran boca abajo en una cama, y se marchó diciendo que iba a buscar medicamentos a la ciudad. Pero no volvió. En lugar de ello, envió a un chico con el mensaje de que sólo continuaría el tratamiento si se le pagaban cuatro dinares por adelantado y se le entregaba un rehén. La herida de la mujer era mortal, él no podía garantizar nada y tenía que protegerse contra la posibilidad de que lo hicieran responsable si las cosas no terminaban bien. Las familias de pacientes españoles ya le habían deparado malas experiencias en situaciones similares.

Entre tanto, ya era completamente de noche. La puerta de la ciudad estaba cerrada. Negociaron con el médico a través de la mirilla de la portezuela empleada para el tránsito nocturno. El médico no quería aceptar como rehén a Lu'lu, de modo que se ofreció Lope. Lo dejaron entrar en la ciudad y lo condujeron a una habitación cercana al puesto de vigilancia de la torre, cerrando una puerta de rejas detrás de él. Mientras tanto, Lu'lu fue a la taberna con el médico.

Lope se quedó sentado en la estrecha habitación, que era como una celda, mirando con ojos secos la oscuridad. Había perdido a Nujum. La había perdido para siempre. Le parecía sentir el contacto de su mano, la dulce presión de su cabeza sobre sus hombros. La veía con tanta claridad como si la tuviera frente a si, y una honda desesperación se apoderó de él, hasta tal punto que sólo encontraba consuelo en la idea de seguirla a la muerte.

Se quedó sentado inmóvil, minando fijamente la oscuridad, durante un infinito, sin percibir nada. Hasta que, en algún momento indeterminado, le acudió otra imagen, que sólo conocía por el relato de la anciana del puente, pero que poco a poco empezó a adquirir forma en su mente. Vio cómo Nujum era arrancada de la litera, cómo la agarraban unas sucias manos y la arrastraban sobre el empedrado, para echarla por encima del pretil de piedra a las profundidades del río. Vio a Nujum defendiéndose, suplicando clemencia y pidiendo ayuda a gritos; le pareció que la oía. No podía reconocer a los hombres que la tenían agarrada, a pesar de que intentaba desesperadamente verlos con mayor nitidez. Pero sentía que pensar en esos hombres le impedía caer en el negro abismo que se había abierto a sus pies e intentaba devorarlo.

Se puso a pensar en esos hombres. Pensó en el arif, el comandante de la escolta mora, un hombre de su edad, con quien había trabado una buena relación en el transcurso del viaje. No podía concebir que ese hombre fuera capaz de asesinar mujeres indefensas.

Intentó traer a la memoria todos los detalles del viaje. ¿Tal vez el arif había obrado siguiendo órdenes?

Desde la partida, en Sevilla, habían ocurrido algunas cosas extrañas. El príncipe no les había dado audiencia para despedirlos, como habían esperado, ni les había proporcionado una escolta de honor. Ni siquiera su hijo, al–Rashid, había ido a despedirlos; sólo había enviado unos pocos regalos. Los habían sacado de la ciudad con una premura tan insólita como descortés. Sólo más tarde, Zacarías, el médico, los había informado del cambio de mando producido en Sevilla, que explicaba todo aquello: Ibn Ammar había caído en desgracia y el gobierno estaba en manos de un nuevo hadjib, que se apoyaba en los ortodoxos y rechazaba cualquier tipo de trato con cristianos, incluidos los contactos establecidos por Ibn Ammar con los condes del Duero. Pero ¿cuál había sido la causa del brutal asesinato? ¿Habían enviado un mensajero a que azuzara al arif, para evitar la boda entre la princesa y el hijo del conde? Pero, de ser así, ¿por qué habían matado al grupo entero? ¿Y por qué a la vista de todos, en el puente de Alcántara? Además, ¿por qué habían huido hacia el norte? Uno de los jóvenes que los había ayudado a llevar la camilla lo había visto todo, y afirmaba sin ninguna duda que habían huido hacia el norte. ¿Y por qué habían matado a la princesa, que era hija del príncipe?

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