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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (96 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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El mismo había cambiado. Lo sentía. Tenía miedo como nunca antes lo había tenido. Cuando empezó a andar, sus piernas lo llevaron, casi contra sus deseos, de regreso al lugar de donde venía. A Guarda.

El viejo conde aún vivía. Tenía ya más de setenta años, y se había convertido en un hombrecillo gris y encorvado, que padecía de artrosis y había perdido ya todos los dientes, pero conservaba la mente clara y gobernaba su pequeño condado con paternal severidad. Con la astucia de una vieja lechuza, había logrado procurarse un cierto grado de autonomía, y aún confiaba en poder dejar ésta en herencia a su hijo. Volvió a destinar a Lope al séquito del joven conde, que entre tanto vivía en Sabugal con su propia corte.

El joven conde tenía ya veintiún años. No reconoció a Lope. Sólo cuando le explicaron quién era, empezó a recordar. Era un hombre pálido y delgado, de cabellos lisos y rubios, ojos azules y dientes desiguales. La misma constitución débil que su padre, pero sin la voluntad de hierro de éste. Lope ya no sentía ninguna simpatía por él, pero intentaba que nadie lo advirtiera.

Poco a poco, Lope volvió a acostumbrarse a vivir en libertad. Poco a poco recuperó también su espíritu vital. Trabó contacto con la comunidad judía de Guarda con la intención de recibir noticias de Sevilla y, quizá, averiguar algo de Nujum. Ya no creía que ella estuviera esperándolo, pero no quería renunciar a la esperanza.

Ibn Ammar había proyectado la segunda campaña contra Murcia, que tendría que concluir finalmente con la anexión de la ciudad, ya en la primavera del año 1081, para aprovechar desde el primer momento el armisticio con los españoles. Pero tuvo que posponer sus planes un año más. No disponía de dinero suficiente para reclutar las tropas necesarias. Corrían tiempos difíciles. El costosísimo ritmo de vida de la familia principesca, la construcción de palacios, las campañas de los años anteriores, el levantamiento de fortificaciones, el reclutamiento de mercenarios, los pagos a los españoles, las ayudas a amigos que se quería conservar y los sobornos a enemigos que se quería ganar como aliados; todo aquello había supuesto sumas astronómicas, y mermado el fabuloso tesoro del príncipe.

Al mismo tiempo, los ingresos por recaudación de impuestos habían disminuido. Había habido dos malas cosechas consecutivas, y la última recolección de aceitunas había sido la peor que se recordaba. Los envíos de oro del Magreb casi habían cesado. El comercio con el norte de África estaba paralizado desde que Orán había caído en manos de los almorávides. Hasta el comercio con ultramar había sufrido grandes pérdidas, pues los barcos mercantes eran atacados ya no sólo por piratas, sino últimamente también por barcos normandos que operaban desde Sicilia y no dejaban de asolar el estrecho.

Ibn Ammar había instado al príncipe a aumentar los impuestos de guerra y a cargar con un impuesto especial a la nobleza terrateniente, que se libraba del servicio militar pagando sumas insignificantes. Sin embargo, al–Mutamid había temido por su popularidad, y no había hecho más que pedir dinero mediante corteses cartas, que no redundaron en nada. A pesar de todo, Ibn Ammar siguió adelante tenazmente con sus planes de unir el sur de Andalucía bajo el gobierno del príncipe de Sevilla.

Había vuelto a reforzar sus relaciones con los condes del Duero. El sur de Galicia constituía el único contrapeso digno de mención a don Alfonso. Los obispos de Tuy, Orense y Compostela eran partidarios de su hermano preso, don García. El obispo de Braga había sido un hombre de confianza del asesinado don Sancho, y era hostil a León porque el rey había disuadido al Papa de concederle al antiguo arzobispado de Braga el palio que le correspondía. Los poderosos príncipes de la Iglesia constituían una muralla de contención, tras la cual los condes del Duero aún podían conservar un cierto grado de libertad política. Si por algún afortunado accidente don García salía en libertad, o si don Alfonso moría de repente, los condes desempeñarían un papel importantísimo. Esto era lo que preveía la política de Ibn Ammar.

Entre las mujeres de al–Mutamid había una cristiana de Italia, que durante algunos años había sido una de las favoritas del príncipe, al que había dado dos hijas. Secretamente, había educado a las pequeñas en su religión. La princesa, preocupada por la influencia aún considerable de su rival, había exigido que la cristiana fuese castigada, y separada de sus hijas para convertir a éstas a la verdadera fe, un modo sencillo de llamar la atención de los ortodoxos, cuyo poder había aumentado en los últimos tiempos.

Sin embargo, Ibn Ammar había convencido al príncipe de dar otra solución al asunto. Había casado a la hija mayor con un sobrino de don Sisnando, conde de Tentúgal y Coimbra, cuyo único hijo carnal había muerto. La segunda hija sería entregada como esposa al hijo del conde de Guarda. La oferta iba acompañada de una tentadora dote. El conde de Guarda accedió. En marzo del año 1082, Ibn Ammar envió a Guarda un embajador que debía escoltan al hijo del conde hasta Sevilla, para que pudiera hacerse cango de la novia. Lope regresó a Sevilla en el séquito del joven conde.

Ibn Ammar recibió a Lope en una audiencia privada y lo interrogó sobre las condiciones del encierro de don García en la fortaleza de Luna. El informe de Lope hizo desvanecerse todas las esperanzas de liberar al prisionero. El depuesto rey de Galicia estaba encerrado en una torre, a la que sólo podía llegarse por una escalera que terminaba en una trampilla abierta en el suelo de la celda. Don García estaba sujeto a la pared con grilletes y no le habían permitido salir de su celda ni una sola vez en los nueve años de cautiverio que Lope había compartido con él, como tampoco habían permitido salir a ninguno de los otros prisioneros. Sólo dos centinelas podían entrar en la torre, para llevar la comida al prisionero. Ambos eran sordomudos. El jefe de la guarnición del castillo era el antiguo maestro de armas de don Alfonso, un hombre insobornable. (De hecho, don García jamás salió en libertad. Murió encadenado, diez años después).

En esa misma audiencia en el palacio del hadjib, Lope preguntó por Nujum. Hasta entonces no había podido averiguar nada de ella. Ibn Ammar tampoco pudo darle información alguna, pero le prometió que la buscaría, encargando esta tarea a su propio secretario. Nadie tenía noticia del panadero de Nujum. Sólo tras prolongadas indagaciones, un escribano de la administración financiera averiguó que, por propuesta de una comisión de ahorro establecida por Ibn Ammar, la muchacha había sido vendida seis años atrás. En las actas figuraba también el nombre del comprador: un noble adinerado y recaudador de impuestos de Carmona. Nujum había sido vendida por seiscientos dinares. Ibn Ammar mandó que la volvieran a comprar, pagando por ella sólo ochenta dinares, pero Nujum se encontraba en tal estado que no valía ni siquiera cuarenta. Se había resistido por todos los medios a entregarse a su nuevo amo, por lo cual tuvo que trabajar de criada de cocina y lavandera.

Ibn Ammar hizo esperar cuatro semanas más a Lope. Durante ese tiempo, Nujum fue atendida por manos expertas en su propia casa. Las criadas no pudieron borrar completamente las huellas de los malos años, pero cuando Lope volvió a verla, con la felicidad del momento, la encontró aún más hermosa que antes. Todo estaba ahora tal como Lope lo había soñado durante nueve largos años; lo había recuperado todo.

Durante las langas semanas que estuvo esperando a Nujum, un día, junto a una de las puertas del gran bazar, cerca de la mezquita principal, Lope se topó cara a cara con Karima. La muchacha llevaba velo, y Lope habría pasado de largo sin reconocerla de no ser porque Yunus la acompañaba. El hakim estaba más pálido y andaba encorvado y arrastrando los pies, como si hacerlo le causara intensos dolores. Lope se escabulló rápidamente en el interior de una tienda, y el hakim y su hija pasaron de largo sin verlo.

LIBRO TERCERO
BARWAL
Final
(1082 o 1086)
43
MURCIA

VIERNES 24 DE MUHARRAM, 475

24 DE JUNIO, 1082 / 25 DE TAMÚS, 4824

Salim, el secretario, apareció silencioso como una sombra entre las palmeras de los tiestos y anunció que la sayyida había llegado y había sido acompañada a la pequeña sala de audiencias.

—No debéis hacerla esperar demasiado, señor —dijo, preocupado.

—Lo sé —contestó Ibn Ammar—. Exprésale mis disculpas e invéntate cualquier excusa.

Sospechaba lo que se avecinaba, y quería postergar el desagradable encuentro para disfrutar un poco más de aquel hermoso instante de éxito.

Había sido una buena idea invitar a una recepción a los cabezas de las grandes familias y a los comerciantes más influyentes. La nobleza sólo perseguía sus propios intereses, se dejaba influenciar por inescrutables lazos y querellas familiares, y acogía con la mayor desconfianza cualquier cambio. El bazar, en cambio, era previsible. Los comerciantes y banqueros sólo estaban interesados en las ganancias; esperaban obtener impuestos tan bajos como fuese posible, la mayor libertad para llevar a cabo sus negocios y, sobre todo, paz y orden. Eran pragmáticos, y estaban mejor predispuestos a admitir la idea de una Andalucía unida bajo la égida sevillana que los nobles, que defendían con celo sus esferas de influencia y posiciones de poder. Además, los comerciantes habían sido los primeros en advertir la amenaza procedente del norte.

En Murcia ya habían tenido malas experiencias. Un transporte de mercancías que se dirigía a Toledo había sido atacado por una banda de españoles cuando aún se encontraba casi a la vista de la fortaleza de Cuenca; ocho hombres habían sido secuestrados, entre ellos el hijo del director de la Bolsa de piedras preciosas de la ciudad. Sólo tras prolongadas negociaciones se había podido comprar la libertad de los prisioneros. La explicación que dio Ibn Ammar de la situación en que se encontraba la frontera norte, su drástica descripción, apoyada en testimonios de fugitivos, de las circunstancias bajo las que vivía Toledo, había causado una gran impresión, y la conmoción de los comerciantes había sido compartida también por los nobles. Los informes de Ibn Ammar no tardarían en difundirse por Almería, Denia y Valencia. No había mejor medio de propagar una noticia que el bazar, y si los comerciantes de las grandes ciudades de la costa levantina se mostraban de acuerdo con sus planes, ya tendría ganada la mitad.

Ibn Ammar se había quitado el tailasán y se estaba abanicando con él. El sol ya se había puesto, pero seguía haciendo un calor infernal, y ni siquiera tras la ventana abierta del emparrado de la plataforma de la torre se sentía una ligera brisa. Recordaba de tiempos pasados ese terrible calor murciano, que hacía brotar el sudor al menor movimiento. Cuán intensa debía de ser la rabia de la vieja Gallega, para cabalgar hasta la ciudad desde Aledo en un día como aquél. Cuánta energía debía de poseer esa mujer, cuánta fuerza, que tras las fatigas del viaje aún era capaz de atemorizar al secretario de Ibn Ammar, un hombre que no se dejaba impresionar fácilmente. La Gallega debía de tener ya casi ochenta años. Una bruja de hierro, pensó Ibn Ammar, no sin sentir cierta admiración por ella.

La anciana aún llevaba sus ropas de viaje. No se había bañado. Los pliegues y arrugas de su rostro estaban impregnados de polvo, de modo tal que su frente y sus mejillas parecían cubiertas por una fina rejilla. Bajo la costra de polvo, su piel estaba pálida de rabia. Cortó de raíz el saludo cortés y sonriente de Ibn Ammar. Su voz era chillona como una cuerda de laúd demasiada tensa.

—No quiero darme un baño; renuncio a tu cortesía. ¡Lo que quiero es saber qué cuernos pasa aquí, muchacho! —dijo con punzante dureza. Seguía tratando a Ibn Ammar como al insignificante poetilla que llegara una vez a la corte de su hijo—. He oído que Muhammad ibn Tahír se encuentra bajo un honroso arresto domiciliario. He oído que hasta le han dejado a su mujer griega, al maldito cerdo. He tenido que pedir que me repitan que eres tú quien tiene la última palabra, impartes las órdenes, firmas los decretos y llevas el tocado del príncipe, mientras el heredero, mi nieto, ha de ocultarse en cualquier rincón del al–Qasr. Acabo de oir ahora mismo, al llegar, que das grandes recepciones sin que el heredero sea siquiera invitado. No sé que es lo que pretendes, muchacho, pero sea lo que sea va contra nuestro acuerdo. ¡Absolutamente contra nuestro acuerdo! —gritó, tan fuerte que los dos guardias de la puerta entraron con las armas desenvainadas. Ibn Ammar, aún sonriente, intentó calmarla.

—Os lo explicaré todo, sayyida.

—¡Quiero saber por qué el príncipe no está ocupando el lugar que le corresponde! —gritó.

Ibn Ammar hizo un guiño a los guardias.

—Sí, Sayyida, os lo explicaré todo —prometió. Hubiera podido hacer que los guardias la echaran, pues aquella mujer ya no desempeñaba ningún papel en su juego, era ahora tan poco importante como su nieto; pero no lo hizo. La anciana vivía en un mundo de ilusiones, en el que seguía siendo la gran señora que mandaba sobre media Murcia. Su aspecto era el de una vieja campesina, pero jugaba a ser una gran princesa, aunque sus palabras ya sólo eran obedecidas en su pedregoso y olvidado nido de Aledo, donde se había rodeado de unos cuantos salteadores castellanos que asolaban la región, y a los que habría que detener apenas se presentara la ocasión. O tal vez ya ni siquiera era obedecida en su propio castillo. Ibn Ammar se sentía extrañamente conmovido cada vez que la veía. Sabía que su conducta furiosa no era más que mal humor, que la expresión majestuosa de su rostro no era más que una máscara creada por ella misma. En realidad, la Gallega era una anciana temerosa de la muerte, que se aferraba con desesperada obstinación al sueño de llevar a su nieto a lo más alto del reino de Murcia. Ibn Ammar no podía decirle que ya ni siquiera existía ese reino.

—Sayyida, es cuestión de política previsora. Es mejor mantener al príncipe en un segundo plano durante este periodo de transición. Es joven, y es el legitimo heredero; nadie puede disputarle el lugar que le corresponde. Pero este periodo exige medidas duras y desagradables. Y debemos evitar que éstas echen a perder su prestigio.

Durante las últimas semanas, desde que se instaló en el al–Qasr, Ibn Ammar había observado al muchacho a menudo, con lo cual no había hecho más que confirmar la impresión que de él se había llevado tres años atrás, en Aledo. Por algún inescrutable designio de Dios, el príncipe había adquirido la manera de ser del hombre que, nominalmente, era su padre. Era tan indolente, caprichoso, blando y cretino como lo había sido Hassún ibn Tahir, el hijo de la vieja Gallega. Algún día lo enviaría a su pequeña finca al oeste de Sevilla, donde viviría apartado el resto de sus días. En otoño, o a más tardar la primavera siguiente, ar–Rashid, el cuanto hijo del príncipe de Sevilla, se establecería en Murcia como gobernador y asumiría el control de la parte oriental del reino, con el objetivo de anexionarse luego Almería. No, la Gallega y su nieto ya no tenían cabida allí.

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