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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (93 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Sólo cuando la otra banca estaba a punto de adelantarlos, descubrió Yunus que aquel muchacho era Lope.

Un instante después miró también a Karima. No se atrevía a mirarla abiertamente. La observaba con la cabeza gacha, desde debajo de las cejas. Vio cómo se le iban los colores del rostro, cómo luchaba por mantener la compostura y ponía en juego todas sus fuerzas para no llamar la atención. Yunus rezó para que Lope no advirtiera su presencia. Rezó para que Ibn Eh no reconociera al joven. Fijó la mirada, con desesperada tensión, en los remos de la banca de Lope, como si pudiera así aceleran su ritmo.

Karima no apartó la vista, siguió con la mirada a la pareja hasta que la vela los ocultó a sus ojos.

Luego se sentó inmóvil en su sitio, junto al mástil, se asomó por la borda y se puso a contemplar el agua. Cuando volvió a levantar la mirada, parecía completamente tranquila. Tampoco en el camino de regreso a casa dejó entrever nada.

—Creo que nuestra ovejita a vuelto al redil —dijo la vieja Dada la noche siguiente. Cuatro días después, Karima dio su consentimiento a la boda con Zacarías.

MSHAD
Segundo Interludio
(1071—1082)

Lope vivió dos meses de completa felicidad.

A finales de agosto, él y el infanzón que estaba al mando del séquito del joven conde de Guarda fueron llamados inesperadamente por Ibn Ammar. Del norte llegaban noticias alarmantes, que también les incumbían.

Don Sancho, el rey de Castilla, había llegado a un acuerdo secreto con algunos de los hombres más influyentes de la nobleza gallega y, so pretexto de un peregrinaje, había marchado hacia Santiago de Compostela, donde se había encontrado con su hermano don García, el rey de Galicia, a quien había atacado por sorpresa y tomado prisionero. Don Alfonso de León, el tercer hermano, cuyo reino habían tenido que atravesar las tropas castellanas camino de Galicia, se sentía tan engañado como don García. Antes de que el rey de León pudiera reaccionar, don Sancho ya había regresado a Burgos con su prisionero, había obligado a su hermano a jurarle vasallaje y había tomado como rehén a su hijo de dos años, Ramiro.

Pocos días después llegó a Sevilla un emisario de don García, pidiendo asilo para su señor. Dos semanas más tarde, llegó el depuesto rey en persona, agotado, acompañado sólo de un pequeño séquito, casi sin dinero. Por consejo de Ibn Ammar, al–Mutamid le preparó una recepción principesca y puso a su disposición un palacete de la ciudad, atendido por un gran número de criados.

Ibn Ammar observaba con gran preocupación los acontecimientos del norte. Era evidente que se llegaría a la guerra. Don Alfonso de León estaría entre la espada y la pared mientras don Sancho dominara Castilla y Galicia. No le quedaba otro remedio que atacar.

El enfrentamiento se produjo los primeros días de enero del año 1072, a orillas del pequeño río Pisuerga, cerca de Golpejera, a hora y media de camino al norte de Carrión. El combate se alargó durante todo un día sin decantarse en favor de ninguno de los hermanos, hasta que, finalmente, don Sancho recurrió a un ardid bastante corriente. Fingió una huida, dejando en manos de su adversario todo su campamento, con sus provisiones y vino. Luego esperó hasta que las tropas de León hubieron celebrado su supuesta victoria y atacó al amanecer. El ejército de don Alfonso fue aniquilado. Él mismo fue tomado prisionero, y con él, toda la nobleza de León. Pocos días después, don Sancho se hizo coronar rey de León. Había conseguido lo que ansiaba desde el principio: el reino completo de su padre. Ahora era rey de Castilla, Galicia y León.

Desde el día en que llegaron a Sevilla las primeras noticias de la victoria de don Sancho, Lope esperaba lleno de temerosa incertidumbre un mensaje de Guarda. No cabía duda de que el nuevo rey obligaría a los condes del Duero a someterse sin oposición y a entregarle rehenes. Ya antes de la batalla decisiva contra don Alfonso, don Sancho había dejado ven sus pretensiones sobre los territorios al sur del Duero, en tanto que había sentado a un hombre de su confianza en el sillón episcopal de Braga, a pesar de que el pueblo ni siquiera tenía catedral. Tarde o temprano exigiría que el hijo del conde fuera llevado a su corte. El mensaje llegó en marzo. Antes de lo esperado. El rey advertía manifiesta hostilidad y quería tener las espaldas cubiertas.

Don Alfonso, que había sido encerrado en el monasterio de Sahagún, había conseguido escapar con la ayuda de su hermana Urraca, y había acudido a al–Ma'mún, el príncipe de Toledo, quien puso a su disposición una residencia cercana a la ciudad y el palacete y coto de caza de Brihuega, a orillas del río Tajuna, donde podía entregarse a su afición favorita.

Entre tanto, la hermana, Urraca, había empezado a excitar los ánimos de la nobleza leonesa. Urraca tenía treinta y seis años, y era la mayor de los cinco hijos del gran don Fernando. Era una mujer voluntariosa y enérgica. La prohibición de casarse que le impusiera su padre le había impedido formar una familia y tener hijos. Todo su amor lo vertía, pues, sobre su hermano Alfonso, cinco años menor que ella. Ya de niños, Alfonso había sido su hermano preferido, por sus maneras dulces y complacientes. Por el contrario, a Sancho, tosco y fanfarrón, siempre lo había odiado. Urraca se atrincheró en la colosal fortaleza de Zamora, que su padre le había dejado en herencia, y desafió abiertamente a Sancho a que fuera por ella. Al–Ma'mún la apoyaba secretamente con dinero. El príncipe toledano sabía muy bien, como lo sabía Ibn Ammar en Sevilla, el enorme peligro que representaría para Andalucía un reino español unido bajo una sola mano.

El conde de Guarda intentó librarse de la imposición de entregar a su hijo, pero finalmente tuvo que ceder, y en junio Lope recibió la orden de llevar al muchacho a Sahagún, donde don Sancho estaba congregando a su ejército. Antes de la partida, Lope fue llamado una vez más al palacio del hadjib. Ibn Ammar no estaba solo cuando lo recibió. Lo acompañaba don García, y entre ambos le hicieron una oferta que le facilitó mucho más de lo que se hubiera atrevido a imaginar la despedida de Nujum.

Don García suponía que el rey llevaría consigo a sus rehenes al campamento de batalla de Zamora, para tenerlos a seguro. Prometió a Lope darle un castillo si éste conseguía rescatar a su hijo Ramiro y llevarlo a Sevilla. Era una oportunidad de las que sólo se presentan una vez en la vida, y Lope no dudó en aceptar la propuesta.

Cuando llegó, el ejército del rey ya estaba acantonado a las puertas de Zamora, y el anillo que sitiaba la ciudad estaba casi cerrado. Pero contra la suposición de don García, su hijo Ramiro no se encontraba en el campamento, sino al cuidado de la reina, en Burgos. Así, a Lope le resultaba imposible llegar hasta él.

El sitio se prolongó. La ciudad estaba rodeada por una imponente muralla, que la hacía prácticamente inexpugnable. Sólo cabía esperar que los venciera el hambre. Pero, al parecer, doña Urraca había acumulado suficientes provisiones. Don Sancho intentó trabar contacto con algunos de los guardias de la muralla, para convencerlos con sobornos y promesas de que dejaran que su gente entrara por la noche en alguna de las torres. Doña Urraca, por su parte, consiguió sobornar a uno de los hombres cercanos al rey para que intentara asesinarlo. En un momento de descuido, el hombre arremetió contra don Sancho y le clavó una espada en el pecho. Llamaron a los médicos de cámara. Cuando éstos llegaron, don Sancho seguía con vida, pero ninguno se atrevió a sacarle el arma mortal de la herida. El asesino consiguió escapar.

La noticia del atentado atravesó el ejército de sitio como un viento tormentoso. El rey aún no había muerto cuando ya empezaban a retirarse algunos de sus seguidores, los castellanos primero que nadie. Todos querían llegar a sus propiedades cuanto antes, para poder defenderlas mejor durante el periodo sin rey que se avecinaba, y si se presentaba la oportunidad quizá incluso para ampliarlas. Todos querían aprovechar la ventaja que les daba sobre quienes se habían quedado en sus casas el hecho de saber que el rey había muerto. Hasta los rehenes que don Sancho había traído consigo al campamento se esfumaron rápidamente. Sólo Lope se quedó allí, con el hijo del conde.

Lope siguió a los pocos soldados y a los capellanes que se quedaron con el rey hasta el final y se apresuraron a llevar su cadáver al monasterio de Oña, al que, como era costumbre, don Sancho había hecho una donación antes de subir al trono para ser luego enterrado allí. Parte del séquito se quedó en el monasterio acompañando al rey muerto; los demás, entre ellos Lope, siguieron camino hacia Burgos. La mala noticia había llegado antes que ellos. La ciudad estaba revuelta; la corte, disuelta. Con ayuda de uno de los capellanes, Lope entró en el castillo y se ganó la confianza de un mayordomo. Dos días después, cuando la reina y lo que quedaba de su corte ya habían partido hacia Oña para el entierro, Lope consiguió escabullirse del castillo y de la ciudad llevándose consigo al hijo del conde y al príncipe Ramiro. Escaparon los tres en un solo caballo, cabalgando primero hacia el sur, hasta llegar a los pies de las montañas, y luego hacia el oeste a través de la tierra de nadie, sin perder de vista las montañas. Tres semanas después llegaron a Guarda.

Don García, puesto al corriente de lo ocurrido por correos rápidos regresó de Sevilla a mediados de noviembre, cogió a su hijo y se dirigió a Tuy, donde empezaba a reunirse su gente. Lope lo acompañó, en espera de recibir el feudo prometido.

Don Alfonso había viajado de Toledo a León nada más enterarse de la muerte de don Sancho. A finales de octubre convocó allí a la corte para que sus vasallos renovaran sus juramentos de fidelidad. Sin embargo, gran parte de la nobleza castellana se mantuvo distante. Existía la sospecha de que el rey había participado en el asesinato de su hermano. De momento, don Alfonso sólo podía contar con su tierra natal, León.

A principios del año 1073, y siguiendo un consejo de doña Urraca, propuso a su hermano don García una reunión. A mediados de febrero, don García se presentó en el lugar acordado con la mayor inocencia y sin haber tomado la menor medida de precaución. Su hermano, sin mostrar ningún tipo de escrúpulos, lo tomó prisionero y lo mandó encerrar en la fortaleza de Luna, al noroeste de León. Y con él, a algunos de sus hombres de confianza, entre ellos Lope, quien desde su temerario rescate del príncipe Ramiro pasaba por ser uno de los más queridos seguidores de don García.

Mientras en el norte los reyes españoles luchaban entre sí y el victorioso don Alfonso intentaba consolidar definitivamente su nuevo poder, los reinos andaluces del sur vivían una época de paz y prosperidad. Andalucía era como una isla de calma en medio de un mar azotado por una tormenta.

En el año 1071, el ejército bizantino fue aniquilado por los turcos, que entraron en la historia universal con este toque de atabales. El emperador fue hecho prisionero. Todo el Imperio Romano de Oriente estaba al borde del desmoronamiento. Ese mismo año, los turcos conquistaron Jerusalén. La Yeshiva, el consejo superior de la comunidad judía de Palestina, se vio obligada a trasladarse a Tiro. Durante un tiempo, los peregrinos cristianos no pudieron visitar la Tierra Santa.

A principios de enero del año 1072, los normandos conquistaron Palermo, poniendo fin al dominio musulmán sobre Sicilia. En Egipto estalló una guerra civil. En el noroeste de África, tras hacerse fuertes en Marrakech, los guerreros beduinos almorávides, acaudillados por su nuevo emir, Yusuf ibn Tashfin, siguieron avanzando llevados por el fanatismo religioso y amenazaron las ricas ciudades portuarias de las costas del Mediterráneo.

En todos los países del mundo musulmán reinaban la guerra, el hambre, la violencia y la destrucción. Sólo Andalucía estaba libre de estas pesadillas.

En Sevilla, mientras el príncipe construía su nuevo palacio, que edificó allí donde hoy se levanta la Torre del Oro, Ibn Ammar seguía urdiendo sus planes expansionistas, para poder hacer frente al esperado ataque de los españoles del norte. En el verano del año 1073, cuando el hijo mayor del príncipe, Siradj ad–Daula, cumplió catorce años, Ibn Ammar convenció a al–Mutamid de que nombrara a su heredero gobernador de Córdoba: un primer paso en el camino que debía hacer de Córdoba la capital del reino.

Un año después murió Badis, el príncipe bereber de Granada, dejando su reino a sus dos nietos. Abd–Alá, el mayor, heredó Granada; Tamim, el menor, Málaga. Ambos eran aún menores de edad. Abd–Alá tenía diecisiete años; Tamim, quince. Ibn Ammar aprovechó la ocasión para emprender un ataque inmediato. Movilizó las tropas de Sevilla y Córdoba, reclutó mercenarios españoles como refuerzo, conquistó la poderosa fortificación de Alcalá la Real, en la frontera, e inició el sitio de Granada. Al mismo tiempo, mandó construir un castillo en mitad de la vega, seis horas al oeste de Granada, cerca a Pinos Puente, para presionar desde allí a la ciudad cuando, a finales del otoño, el grueso del ejército de sitio tuviera que retirarse.

Abd–Alá intentó asaltar el castillo. Al fracasar, se volvió hacia su vecino del norte en busca de ayuda, hacia al–Ma'mun, el príncipe de Toledo. Y entonces se pagó cara la indecisión que impidió a al–Mutamid, príncipe de Sevilla, trasladar la corte a Córdoba.

Cuando Córdoba fue ocupada por tropas sevillanas en el año 1070, Ibn Martin, el comandante del ejército, mandó arrestar a los cabecillas del grupo pro toledano de la ciudad, entre ellos, a un tal Hakam, un hombre de la antigua nobleza árabe cuyo linaje se remontaba a Ukasha, el seguidor del Profeta. Este Hakam ibn Ukasha escapó poco después de ser apresado y consiguió huir a Toledo. Tenía fama de gran espadachín y excelente comandante. Al–Ma'mún lo nombró gobernador de la provincia de Calatrava, que limitaba con la frontera norte de Córdoba. Ahora, ante la llamada de auxilio de Abd–Alá de Granada, Hakam le envió dinero y tropas para que atacara Córdoba.

Hakam ibn Ukasha se puso en contacto con los partidarios que tenía en Córdoba. A mediados de mayo, regresó a la ciudad con un puñado de jinetes, entró de noche, pasando inadvertido, y atacó en primer lugar el palacio del príncipe heredero, luego el del comandante general, Ibn Martin, a quien sorprendió en una fiesta íntima con músicos y bailarinas. Por la mañana, mandó que las cabezas de ambos fueran paseadas por las calles de la ciudad clavadas en largas estacas. Había conquistado Córdoba en unas pocas horas, sin necesidad de luchar.

Para Sevilla aquello fue una catástrofe. No sólo se había perdido Córdoba, sino que también hubo que entregar el castillo levantado ante Granada y todas las fortalezas que se encontraban en el camino hacia éste. Todo lo ganado se había vuelto a perder. Las fronteras volvían a ser las mismas que al principio del gobierno de al–Mutamid. El príncipe estaba destrozado por la muerte de su hijo mayor. Ibn Ammar le dedicó un conmovedor poema de pésame, lo abandonó a su teatral luto y dedicó todas sus energías a recuperar lo perdido.

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