El puente de Alcántara (88 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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El príncipe se apartó del arcón con un movimiento torpe y se sentó recostado contra el mismo arcón.

—¿Sabes lo que hizo con los séquitos de esos dos? ¿Conoces el Hammán an–Rakkakin, en el puerto? —preguntó, y sin esperar una respuesta prosiguió—: El Hammán ar–Rakkakin era antiguamente una distinguida casa de baños. Ahora sólo van los curtidores y desolladores. Mi padre llevó a esa casa de baños a todo el séquito de los señores de Arcos y Morón y los mandó emparedar allí. Eran más de cuarenta hombres. Intentaron salir arañando las paredes con las uñas. —Calló y miró a Ibn Ammar con ojos turbios—. No, mi padre jamás mostró una sombra de compasión.

Se levantó suspirando, fue hasta la estrecha ventana dividida por una doble columna que se abría en la pared frontal de la habitación, y desde allí contempló la noche.

—Ahí abajo está la gran terraza descubierta que desemboca en el parque del palacio de al–Mubarak. Antes pertenecía al harén del palacio, y en ella jugaban los niños. Tú conoces el emparrado que rodea la terraza. Cuando era pequeño, de cada arco de ese emparrado colgaba una calavera, todas llenas de tierra y plantadas con flores. Por las cavidades de los ojos salían geranios. Mi padre esperaba que aquel espectáculo alegrara a toda la familia. Cada calavera era un enemigo al que él había vencido. Si los enemigos eran de alto rango, venían a parar a la cámara del tesoro; si eran de rango inferior, eran colgados como macetas. Todavía me acuerdo perfectamente de cómo aumentaban año a año.

Regresó de la ventana, se acercó nuevamente al arcón y miró dentro con expresión de fascinada repugnancia, como si las atrocidades lo espantaran pero no pudiera apartar de ellas la mirada.

—Nunca lo vi llorar, a mi padre —continuó—. Cuando a uno de nosotros se le saltaban las lágrimas, montaba en cólera y nos ponía de ejemplo al gran al–Mansur, quien, al ver llorar a su hijo al pie de su lecho de muerte, no hizo más que afirmar que esas lágrimas eran un presagio del inminente ocaso de su dinastía. Así era también mi padre. Para él, las lágrimas eran señal de debilidad. No lloró ni siquiera cuando mató a mi hermano. Se encerró tres días seguidos, pero no lloró. Estoy seguro de que no lloró.

Se inclinó sobre el arcón, pero algo le impidió sacar la calavera de su hermano. Se limitó a señalarla con un dedo vacilante.

—Es el único que no tiene un escudo en la frente —dijo, haciendo una señal con la mano. Como Ibn Ammar dudaba en acercarse, gritó de pronto en un ataque de impaciencia—: ¡Ven, mira! —En seguida, volviendo a su habitual tono de llorona autocompasión, añadió—: Ismail, mi hermano. Lo mató con sus propias manos y ni siquiera derramó una lágrima.

Ibn Ammar vio la calavera que señalaba el príncipe. El cráneo estaba completamente destrozado; un hábil artesano había vuelto a unir los pedazos, sujetándolos con hilos de oro.

—Al–Mansur también mató a su hijo mayor —dijo el príncipe en tono de sordo reproche, y de repente, en un arrebato de dolor, cogió a Ibn Ammar del pecho y lo sacudió—. ¡Qué clase de padres son ésos! ¿Podrías matar tú a tu propio hijo? —Soltó a Ibn Ammar y se miró las manos, espantado—. ¿Podría yo matar a mi hijo? ¿Con estas manos? ¿Sería capaz de coger una espada y descargarla sobre mi hijo, como hizo mi padre con Ismail? —Cerró el arcón lanzando un grito de desesperación, se aferró a Ibn Ammar y se puso a llorar sobre su hombro—. No sería capaz de hacerlo —gimoteó—. No podría hacerlo. Yo lloro. Yo derramo lágrimas cuando estoy triste. No odio a mis enemigos, como él los odiaba. Para él yo siempre fui un hombre débil. Soy débil. No soy un buen príncipe, Abú Bakr, nunca tendré el valor de ir a casa de mi enemigo acompañado sólo por dos criados. Tengo miedo, Abú Bakr. ¿Qué debo hacen? ¿Qué es lo que debo hacer?

Ibn Ammar lo rodeó con el brazo y dijo, intentando calmarlo:

—Esta bien, Muhammad, todo está bien. ¿Por qué te lamentas? No tienes motivo para lamentarte. Tú eres un gran príncipe, y serás aún más grande, con ayuda de Dios. Cuando esas calaveras ya se hayan convertido en polvo, tu nombre seguirá siendo mencionado con respeto y tus poemas estarán en boca de todos. ¿Por qué te atormentas pensando en padres que matan a sus hijos? ¿Por qué en lugar de ello no agradeces a Dios que tus hijos te amen?

Lo cogió firmemente en sus brazos y le siguió hablando en el mismo tono tranquilizador, diciéndole palabras de consuelo, como un médico que quiere devolver las esperanzas a un enfermo. Ibn Ammar ya conocía esa faceta de quejumbroso sentimiento de inferioridad, ese estado de incesante autoinculparse en que caía el príncipe siempre que bebía demasiado. Y sabía que el único remedio contra aquello era una paciente charla.

—Vamos, Muhammad —dijo—. Marchémonos de aquí. —Intentaba dar a sus palabras un tono alentador, aunque los ojos se le cerraban de cansancio—. Vamos a dar un paseo a caballo, o andemos por el panque. O manda llamar a un par de muchachas que nos hagan pensar en otra cosa.

Al–Mutamid se levantó de improviso, quitándose de encima a Ibn Ammar.

—¡Si, vamos! —dijo, decidido.

Luego cerró cuidadosamente el arcón y ató la llave al manojo que llevaba al cinto. Cerró la puerta con el mismo cuidado, y después salió a través de la gran cámara de la columna central, donde se encontraba el tesoro.

A la luz de la lámpara de tres llamas que llevaba el príncipe, los tesoros se veían aún más imponentes. Los costosos objetos se acumulaban allí con notable descuido: conchas de oro, cofrecillos de ámbar y marfil, estatuillas de animales engastadas de arriba abajo con perlas, un órgano bizantino en forma de árbol, con hojas de oro y adornado con magníficas aves multicolores, tan bien reproducidas que uno casi podía pensar que se pondrían a cantar incluso sin los fuelles.

Al–Mutamid levantó la lámpara por encima de su cabeza.

—Como puedes ver, mi padre no me dejó sólo una caja llena de huesos —dijo con un gesto de auténtico orgullo de propietario, y se volvió hacia Ibn Ammar—. Coge lo que quieras, amigo mío. Deseo hacerte un regalo. ¡Busca bien y coge lo que más te guste!

—Déjalo estar, Muhammad —dijo Ibn Ammar, intentando disuadirlo, pero al–Mutamid no se dejó convencer.

Ibn Ammar cogió el primer objeto que vio al pasar, sin elegir.

—¿Una copa de cristal de roca? ¿Te gusta? ¿O prefieres ese monito de oro que hace muecas y mueve los brazos cuando se tira de esa cadena? ¿O esa sandalia, que perteneció a nuestro padre Abrahán, si la tradición no miente? —Miró a su alrededor, buscando—. No —dijo—, ya sé qué es lo que más te va. Tienes que tener ese juego de ajedrez. Procede del tesoro de Madinat ar–Zahra, y una vez perteneció al califa al–Hakam. —Entregó la lámpara a Ibn Ammar, se ató una punta de la túnica al cinturón y se puso a guardar las piezas de un precioso juego de ajedrez, piezas doradas y plateadas adornadas con piedras rojas y azul oscuro, de incalculable valor. Por último, cogió también la mesa de juego, en la que el tablero estaba marcado con incrustaciones de palo de rosa y marfil, y se la echó bajo el brazo, como si se tratara de un mueble cualquiera.

En la antesala de la planta inmediatamente inferior, los esperaba un criado que hizo una profunda reverencia. Habían mandado llamar también al inspector de la cámara del tesoro y a un oficial de la guardia personal del príncipe, para estar preparados para cualquier deseo de al–Mutamid. Todos sabían cuán irascible podía ser el príncipe cuando estaba borracho y sus órdenes no se cumplían en el acto. Al–Mutamid entregó el juego de ajedrez al tesorero, encargándole que lo hiciera llegar a casa de Ibn Ammar, y repartió monedas de oro entre los criados y guardas, sin olvidar al centinela al que había golpeado. Luego siguió bajando la escalera a grandes zancadas.

—¡Ven, Abú Bakr!

—¿Adónde? —preguntó Ibn Ammar.

—¡Ven conmigo, tengo que enseñarte una cosa! — gritó hacia atrás al–Mutamid. Ya estaba montado, espoleando su caballo.

Los centinelas habían sido advertidos de antemano, y abrieron las puertas al oir el grito. El príncipe cabalgó hacia el río, hasta que finalmente llegaron a aquella parte cerrada del puerto que sólo se abría para dejar paso a la galera dorada y las otras naves del príncipe. Un perro furioso se puso a ladrarles, y un hombre medio desnudo salió de un edificio contiguo al embarcadero, agitando su lanza y gritando:

—¿Quién vive? ¿Quién vive?

Hasta que reconoció al príncipe y, tras una breve pausa de terror, se deshizo en bendiciones y retrocedió haciendo reverencias.

Cabalgaron río abajo hasta toparse con la torre cantonera de las murallas de la ciudad, que se levantaba en la orilla misma del río. Ahuyentaron a los centinelas de la torre, amarraron sus caballos y subieron a la plataforma superior. Media luna colgaba en lo alto del cielo, bañando con una luz tenue el enorme río que fluía a sus pies, negro y silencioso. Exactamente al frente, en la otra orilla, en Taryana, seguía trabajando un soplador de vidrio, cuyo horno tenía dos bocas contiguas. Las bocas del horno se abrieron, una después de otra, y volvieron a cerrarse, como los ojos de fuego de un demonio infernal.

Al–Mutamid señaló el campo abierto que se extendía entre el río y la muralla que rodeaba el parque del al–Qasr.

—Ahí —dijo—, ahí haré sembrar un gran jardín. Y aquí, donde estamos, construiré un palacio. Se llamará ar–Zahí, y estará coronado por una cúpula que descollará sobre todos los edificios de la ciudad; todos, salvo la torre de la mezquita principal. —Rodeó a Ibn Ammar con el brazo—. Tú tenías que ser el primero en saberlo, Abú Bakr, amigo. Un palacio a orillas del río. Podremos llegar en barco hasta la misma puerta del palacio.

Ibn Ammar se alegraba de que la oscuridad ocultara su rostro, impidiendo a al–Mutamid ver su turbación.

—Una idea digna de ti, Muhammad. ¡Una gran idea! —dijo con voz cuidadosamente dominada.

La noticia lo había cogido de improviso. Hasta ese momento había estado convencido de que la pasión constructora del príncipe seguía orientándose hacia Córdoba. Había confiado en que por ese camino conseguiría algún día hacerle dar mancha atrás en la decisión, equivocada, de mantener la corte en Sevilla. Ahora esa esperanza se desvanecía. Si el príncipe empezaba a construir un palacio en Sevilla, no se marcharía de la ciudad en años. Las perspectivas de hacer de Córdoba la capital del reino serían más escasas que nunca.

Ibn Ammar intentó aclararse la trascendencia de esa nueva decisión. ¿Por qué el príncipe lo ponía al corriente de sus proyectos precisamente ahora, en mitad de la noche y todavía medio borracho? ¿Por qué no había dicho antes ni una sola palabra al respecto? Ibn Ammar recordó de pronto que ya desde hacía semanas todos sus tanteos sobre Córdoba habían chocado con un férreo silencio. Recordó que el príncipe no había prestado la menor atención a los horóscopos e interpretaciones de sueños de al–Balia, que por orden de Ibn Ammar habían estado tan teñidos de Córdoba que debieran haber movido al príncipe a decidirse por la antigua capital. Y no los había tenido en cuenta a pesar de que, por lo común, recibía cualquier estupidez astrológica con la confianza de un niño.

Ibn Ammar escuchaba con medio oído cómo exponía al–Mutamid sus proyectos y describía el decorado que tendría el nuevo palacio. Los proyectos parecían ya muy concretos; por lo visto, la decisión estaba tomada firmemente desde hacía mucho tiempo. ¿Tendría sentido aún oponerse a ella?

Tal vez de momento lo mejor era resignarse. Tal vez había que dar más tiempo al príncipe, esperar otra gran conquista que fortaleciera su confianza en si mismo. Tal vez podía aprovecharse el tiempo. Los españoles del norte seguían enfrascados en sus luchas intestinas. Tal vez hasta podía ganarse algo de la decisión del príncipe.

Si los proyectos de construcción se hacían públicos en los días siguientes, todo el mundo los relacionaría con el nombramiento del nuevo hadjib. Podía hacerse correr la voz de que él, Ibn Ammar, estaba detrás de esa idea del príncipe. Podía difundirse el rumor de que en realidad había sido Ibn Zaydun quien había insistido en favor de Córdoba. De ese modo Ibn Ammar podría ganarse las simpatías de los comerciantes y utilizarlas para sus propios fines.

Decidió apoyar los planes del príncipe, mostrar entusiasmo, aprobación incondicional, al tiempo que pensaba como podía aprovechar el buen ambiente de esa madrugada para obtener el beneplácito del príncipe respecto de algunas decisiones difíciles que había que tomar en los días venideros. Había que reforzar el ejército, practicando otro tipo de reclutamiento de unidades andaluzas, alistando mercenarios o comprando la ayuda de algún rey español, para poder emprender cada año como mínimo una campaña contra Granada. Contrariamente a lo que pensaba Ibn Zaydun, había que adoptar una política activa hacia los reyes españoles del norte. Había que apoyar a los más débiles contra los más fuertes: a los condes del Duero contra el rey García de Galicia; a García contra sus hermanos, los reyes de León y Castilla.

Pocos días atrás había llegado un mensaje secreto de una música introducida clandestinamente en la corte de León, y que hasta ahora siempre había suministrado información fidedigna. Según este informe, el rey Sancho de Castilla y el rey Alfonso de León se habían reunido hacía un mes en Burgos y habían acordado un ataque común contra García. Había que advertir a García, ayudarlo en lo posible con dinero. Había que alumbrar nuevas fuentes de ingresos. Hacer pagar a los comerciantes por la decisión del príncipe de quedarse en Sevilla. Gravar con fuertes impuestos a la nobleza terrateniente, que había obtenido pingües beneficios gracias al largo periodo de paz. Había que poner freno a los desmesurados despilfarros de la princesa, de ser necesario con ayuda de los ortodoxos. Había que buscar posibilidades de ahorro en todos los ámbitos, a fin de reunir el dinero necesario para conquistar Granada. Tampoco podía seguir manteniéndose el numeroso harén que había dejado al–Mutadid y que el príncipe conservaba sin reparar en gastos por respeto a su padre o por los motivos que fuesen, a pesar de que ello exigía exorbitantes sumas de dinero. Había que obtener la aprobación del príncipe para, como mínimo, disminuir el número de criados y vender los centenares de concubinas de pago, o casarlas con funcionarios.

Empezaba a despuntar el alba, y al este, sobre los jardines del palacio, se dibujaban las finas copas dentadas de las palmeras, como pintadas con tinta negra en el cielo. En algún momento se agotó el torrente verbal de al–Mutamid, e Ibn Ammar empezó a exponerle sus peticiones con calculada paciencia. El príncipe le dio carta blanca en todo. No puso objeción alguna. Estaba sumido en sus proyectos arquitectónicos, y parecía contento y aliviado de que Ibn Ammar ya no mencionara Córdoba.

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