El puente de Alcántara (86 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—¿Puedes escribir también mi nombre? ¿Puedes escribir Lope?

Karima hundió la pluma en el tintero y escribió el nombre de Lope debajo del suyo.

—L–o–p–e —deletreó la muchacha—. ¿Quieres intentarlo tú mismo? —preguntó, acercándole la carpeta con el papel y poniéndole la pluma en la mano.

Lope apoyó la punta de la pluma e intentó, con mano torpe, copiar las primeras letras de su nombre. La pluma se resistió, dejando manchas de tinta, y Lope, intimidado, se dio por vencido. Dirigió la mirada a Karima en busca de auxilio, y ya estaba a punto de devolverle la pluma cuando vio la sonrisa alentadora en el rostro de la muchacha. Entonces hizo acopio de valor, volvió a hundir la pluma en el tintero, como le había visto hacer a ella, la apoyó de nuevo en el papel y, de repente, se puso a dibujar un círculo alrededor de sus dos nombres. La pluma crujía, pero esta vez Lope no se dio por vencido y la llevó con mano sorprendentemente segura por el papel, hasta cerrar el circulo.

Karima no se atrevía a mirarlo a la cara. Apenas se atrevía a respirar.

Tenía la mirada fija en los dos nombres sobre el papel blanco, y en el circulo que los rodeaba. De pronto el silencio era tal que parecía como si el universo terminara en las paredes de esa habitación en la que estaban sentados el uno frente al otro. Cuando Karima levantó los ojos, sus miradas se cruzaron y se creó entre ellos una extraña intimidad, que ya no conocía temor alguno, y por un instante fue como si estuviesen solos en el universo.

Luego, sin embargo, irrumpió desde fuera la voz de Ammi Hassán, y la magia volvió a romperse.

—¡Niña! ¡Karima! —gritaba el criado—. ¡Ven, deprisa! ¡Dada ya está en el camino, no tardará nada en llegar!

Karima se levantó de un brinco, corrió hacia la puerta y vio a Ammi Hassán gesticulando en lo alto del terrado.

—Tengo que marcharme —dijo, y volvió rápidamente para coger la pluma y el tintero. Quiso llevarse también la hoja de papel, pero Lope la tenía cogida.

—¿Puedo conservarla? —preguntó Lope.

Ella le dejó la hoja y se retiró rápidamente. Ya en la puerta, se volvió una vez más hacia Lope.

—¿Vendrás otro día? —preguntó Lope.

Karima le devolvió la minada.

—No lo sé —dijo—. No lo sé.

Algo en su voz le hizo temer a Lope que no volvería a verla nunca más. La idea le resultaba insoportable, pero antes de que pudiera decir nada más, Karima ya había salido y cerrado la puerta.

Karima no encontró ninguna otra oportunidad de ir a la habitación de Lope. Yunus no tardó en regresar del palacio, y en los cuatro días siguientes no salió de casa. Cuando él estaba en el jardín, Dada se metía en la cocina y no se alejaba de allí ni un paso. Cuando Dada iba a la compra, Yunus se ponía a trabajar en el primer patio y no perdía de vista el pasillo. Era como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo secretamente.

Karima no volvió a ver a Lope hasta que llegó la litera que lo llevaría a Sevilla. Estaba a la puerta, junto a Yunus, cuando sacaron a Lope de la casa. Su única despedida fue una breve mirada.

Cuando volvieron al interior de la casa, Karima encontró un pretexto para subir al terrado. Desde allí arriba siguió la litera con la mirada, hasta que desapareció por la salida del valle. Karima sabía que le había ocurrido algo que nunca podría borrar. También sabía que no existía esperanza alguna para los sueños a los que se entregaba. Pero no quería admitirlo.

A Lope el tiempo se le hacía interminable. Lo habían llevado al hospital donado por Ibn Ammar. Yacía en una habitación alargada, ocupada por ocho camas dispuestas en una hilera. La suya se hallaba adosada a una pared, y su único vecino era un anciano silencioso y de mirada perdida con el que no podía hablar. Dos veces al día lo visitaba Zacarías, el joven médico que Yunus le había presentado como su discípulo, y le examinaba la herida. Tenía mucho tiempo para pensar. Sus pensamientos giraban en torno a Karima, y se perdían en reflexiones siempre distintas sobre cómo verla otra vez. Se resistía a pensar más allá, depositaba todas sus esperanzas exclusivamente en ese ansiado reencuentro. Cuando se acumulaban demasiados obstáculos ante sus pensamientos, cogía la hoja de papel en la que estaban sus dos nombres y sacaba de ella renovadas esperanzas.

Cada dos días lo visitaba Zaquti. El hidalgo era un hombre inteligente, además de un buen amigo. Parecía intuir lo que preocupaba a Lope. Cuando un día Zaquti llevó la conversación a aquel asunto, cogió a Lope tan de improviso que éste no tuvo tiempo de ponerse bajo cubierto.

—En Guarda me hablaste una vez de una muchacha —dijo Zaquti—. ¿Era la hija del hakim judío, verdad?

Lope no respondió, pero su silencio fue bastante elocuente.

—Es muy bella, como tú decías —continuó Zaquti—. Dios sabe que es tan bella como las mujeres de nuestros sueños. —Regaló a Lope una mirada de comprensión y añadió en tono serio—: No es justo que Dios nos deje sólo soñar con ese tipo de mujeres.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Lope.

—Tú sabes por qué lo digo —respondió Zaquti, mirando más allá de Lope—. No eres el único que va por el mundo arrastrando sus sueños. ¿Por qué crees que abandoné a mi familia? ¿Por qué me marché de Coimbra? Ella era la hija de nuestro vecino. Estaba prometida a mi hermano mayor. Lo habría matado para hacer realidad mi sueño. ¿Matarías a tu hermano por una mujer?

—Ella no está prometida a nadie —respondió Lope—. Me lo hubiera dicho.

—Tiene por lo menos quince años —lo interrumpió Zaquti con suave insistencia—. Ya ha pasado la edad en que las muchachas suelen casarse.

Hace mucho tiempo que está prometida a un hombre. Créeme, Lope. No empeñes tu corazón a una mujer así. Tienes que olvidarla, ¿me oyes? No es mujer para gente como nosotros. Mientras más pronto la olvides, más fácil te resultará.

Lope no dijo nada.

—Piensa también en el hakim —continuó Zaquti—. Tú me has contado cuánto lo aprecias. ¿Quieres hacerlo infeliz? ¿Por qué crees que ha insistido tanto en que te saquen de su casa y te traigan aquí? ¿Quieres exigirle que entregue a su hija como mujer a un cristiano, a un hidalgo que no posee más que el caballo que monta?

Lope seguía mudo.

—Tienes que olvidarla, Lope —dijo Zaquti, lleno de comprensión—. El tiempo te ayudará. El tiempo te curará la herida de la pierna, y te curará también la otra. No tardes en recuperarte. El visir nos ha acogido muy bien. No consiente que nos falte nada. La olvidarás. Nada ayuda más a olvidar a una mujer que otra mujer. Date prisa en salir de aquí. Éste no es lugar para ti. Aquí los días son muy largos, y las noches muy solitarias.

Hablaba con la misma voz preocupada que Zacarías, el médico que cada día recomendaba a Lope que no moviera la pierna herida y que no se levantara de la cama bajo ninguna circunstancia. Lope ya tenía bastante con seguir las prescripciones del médico. No, no podía olvidar a la muchacha. Nunca la olvidaría. Ni en toda su vida.

Los médicos seguían manteniéndolo en cama. A veces venían en grupos de dos o de tres, examinaban la herida, intercambiaban opiniones en su idioma, que Lope no comprendía, asentían satisfechos con la cabeza, sólo para luego aconsejarle una vez más, y con la misma insistencia de siempre, que aún tenía que cuidarse. Tres semanas después le permitieron levantadse por primera vez.

Fuera era primavera. El sol brillaba cálido en el cielo, los pájaros cantaban, y en los arriates del patio interior florecían los narcisos. Esa mañana estaba de buen humor hasta el viejo criado gruñón que, antes de las visitas de los médicos, pasaba con el escobillón de trapos por entre las camas arrastrando los pies.

Lope había albergado la esperanza de que su estancia en el hospital terminara ese día, pero cuando Zacarías, con ayuda de un enfermero, lo levantó cuidadosamente de la cama, y él intentó por primera vez sostenerse por sus propios pies, comprendió que su alegría había sido prematura. Sus piernas ya no soportaban su peso; sus músculos estaban tan débiles que hasta le flaqueaba la rodilla de la pierna sana. Tenía que volver a aprender lentamente a usar sus piernas.

Pasaron cinco días hasta que, por fin, pudo caminar sin ayuda de nadie, aunque con una muleta. Tres días después consiguió dar toda una vuelta al patio interior, acompañado por Zacarías. Una semana más tarde fue dado de alta.

El hijo del conde y sus acompañantes habían sido instalados en una de las casas de huéspedes del palacio de Dimaq, en las colinas que se levantaban a este lado del río. Era una gran casa con servidumbre propia, en la que sólo se alojaban ellos. Cuando Lope llegó, el joven conde no estaba. Se encontraba en el palacio. Zaquti ya había contado a Lope que el pequeño conde había trabado amistad con uno de los hijos de al–Mutamid y que era invitado con frecuencia al harén del príncipe. El infanzón de más rango había asumido el papel de dueño de casa, y andaba pavoneándose vestido de moro y haciéndose servir como un príncipe moro.

—No se vive mal aquí, muchacho —dijo al saludar a Lope.

—Ya lo veo —contestó Lope.

—¡Primero tienes que ver a las mujeres! —dijo el infanzón—. ¡No puedes imaginarte las mujeres que tienen aquí!

Zacarías había dado a Lope instrucciones precisas, que le mandaban hacer cada día un número determinado y cada vez mayor de ejercicios para desentorpecen la pierna y fortalecer los músculos. Cada dos días debía ir al palacio para que el médico de la corte le examinara la herida, que aún no se había cerrado por completo. Zaquti lo ayudaba con los ejercicios. Zaquti lo acompañaba al médico. Zaquti estaba siempre cerca de Lope. Y ambos evitaban hablar de la hija del hakim.

A veces, hacia el atardecer, el infanzón se dignaba a aparecer, daba un manotazo a Lope en la espalda y decía:

—¿Y bien, muchacho? ¿Vienes conmigo a los baños? ¡Te digo que jamás has visto mujeres así!

Lope rechazaba la oferta. Ni mujeres ni baño. El médico se lo había prohibido, mientras la herida siguiera abierta.

Zaquti se quedaba con él. Zaquti no lo perdía de vista. Cuando el médico le permitió volver a montar a caballo, Zaquti lo acompañó en su primera cabalgada a través de las colinas que rodeaban el palacio y del olivar que se extendía como un bosque gigantesco, infinito, entre el río y las montañas del norte.

Una tarde, cuando regresaron a casa tras un largo paseo a caballo, Zaquti propuso ir a los baños. Lope declinó la propuesta, pero al final terminó dejándose convencer. Estaban solos; los dos infanzones y sus hombres habían salido de cacería.

Los baños se encontraban dentro de las murallas del palacio y se llegaba a ellos por una estrecha puerta que sólo se abría cuando alguien había anunciado su visita. Zaquti había avisado al administrador de la casa antes de salir a dar el paseo a caballo.

Entraron en un salón inundado por una luz tenue, con las paredes encaladas y el techo muy alto, rematado por una cúpula. Sobre la entrada había una pequeña galería adornada con columnas. En las paredes se abrían nichos provistos de colchones y cojines, que podían aislarse del exterior mediante unas cortinas. Reinaba una agradable calma. No había nadie más que ellos, ni siquiera un criado de los baños. Tuvieron que coger ellos mismos las futas y toallas. Zaquti sabía dónde encontrarlo todo: sandalias, cazuelas de jabón, esponjas, cepillos, navajas de afeitar. Por indicación de Zaquti, el baño de vapor había sido calentado sólo moderadamente, en precaución por la herida de Lope.

Se sentaron el uno junto al otro en los peldaños colocados frente a la pared del horno, y esperaron relajados a que el sudor empezara a brotar por sus poros. De algún lugar indeterminado les llegaba una voz, que susurraba una canción; una voz de mujer, muy cercana. Zaquti se metió en la piscina de agua caliente, se dio un chapuzón y regresó lentamente.

—Si quieres, puedes pedir que te den masajes —dijo—. Te hará bien, créeme. —Tenía la cabeza gacha.

—No —dijo Lope—. Eso no es para mi.

—Como quieras —dijo Zaquti—. Sólo era una sugerencia.

De pronto Lope sentía una extraña intranquilidad, que le impedía disfrutar del baño. Se lavó con inapropiada prisa y dejó a Zaquti solo en el baño de vapor, para dirigirse al salón, donde se secó rápidamente, se puso la futa alrededor de las caderas y se tumbó en una de las esteras extendidas junto al pozo. Se puso boca abajo, apoyó la cabeza en la curvatura del brazo e intentó relajarse. Pero no consiguió dominar su inquietud. Sentía las extremidades pesadas, pero tenía la mente por completo despejada, y el oído atento al silencio, como un niño que, en una caverna oscura, se siente rodeado por amenazadores espíritus. Creía oir voces, apenas perceptibles, como apagadas por una tupida cortina; entre ellas, una voz gruesa. ¿La voz de Zaquti? No podía determinarlo a ciencia cierta, a pesar de que retenía la respiración para oir mejor.

Luego, de repente, se sumaron otros ruidos, un suave y rápido tintineo, cuchicheos sofocados. Y otra vez silencio. Y de pronto, muy cerca, una risita disimulada, tan cercana que Lope levantó la cabeza, sobresaltado. No se veía a nadie; el salón estaba tan vacío como antes. Ni un ruido más. Luego volvió a empezar el cuchicheo. Lope escuchó con la cabeza ladeada. Parecía llegar de todas partes, se encajonaba en la cúpula, estaba por doquier, un secreteo contenido y una risita reprimida, que poco a poco fue reuniendo valor y se atrevió a soltarse cada vez más, mientras Lope intentaba en vano localizarla.

Hasta que finalmente se dio cuenta de que provenía de la galería bajo la que se hallaba.

Allí arriba había dos muchachas, mirándolo, que se retiraron entre risas cuando él las descubrió. Un instante después volvieron a asomarse. Una era muy morena; la otra, de piel clara y cabellos negros y sueltos que colgaron hasta muy abajo cuando se inclinó sobre la barandilla. Las muchachas se daban golpecitos, soltaban risas entrecortadas y secreteaban entre sí. La morena enseñó los dientes, riendo, y la otra se sujetó el cabello en un moño y dijo con voz grave y gutural.

—¿Qué estás haciendo ahí abajo, tan solo? ¿Eres uno de los españoles? ¿Eres el amigo de Zaquti? —Tan extraño era el dialecto que hablaba que a Lope le costó trabajo entenderla.

Respondió asintiendo con la cabeza. Estaba tan confundido que habría asentido a cualquier pregunta. Vio que las dos muchachas se ponían de acuerdo con una breve mirada, para luego penderse de vista. Las oyó bajar por la escalera, se sentó y se echó rápidamente la toalla sobre los hombros. Las muchachas salieron de uno de los nichos, por una puerta oculta tras la cortina. Ambas llevaban idénticos vestidos rojos brillantes y gruesos cinturones dorados, que resaltaban las formas de sus cuerpos de una manera que Lope no había visto nunca antes.

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