El prisionero del cielo (17 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

BOOK: El prisionero del cielo
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Recordó que Martín le había contado que años atrás había vivido cerca de allí, en un viejo caserón incrustado en el angosto cañón de sombras de la calle Flassaders, junto a la fábrica de chocolates Mauri. Se dirigió hacia allí pero al llegar comprobó que el edificio y la finca colindante habían sido pasto de los bombardeos durante la guerra. Las autoridades no se habían molestado en retirar los escombros y los vecinos, presumiblemente para poder deambular por una calle que era más estrecha que el pasillo de algunas casas de la zona noble, se habían limitado a apartar los cascotes y apilarlos fuera del paso.

Fermín miró a su alrededor. Apenas se apreciaba el aliento de luces y velas que exhalaban una claridad mortecina desde los balcones. Fermín se adentró entre las ruinas, sorteando cascotes, gárgolas quebradas y vigas trenzadas en nudos imposibles. Buscó un hueco entre los escombros y se acurrucó al abrigo de una piedra en la que aún podía leerse el número 17, el antiguo domicilio de David Martín. Replegó el abrigo y los diarios viejos que llevaba bajo la ropa. Hecho un ovillo, cerró los ojos e intentó conciliar el sueño.

Había transcurrido una media hora y el frío empezaba a calarle los huesos. Un viento cargado de humedad lamía las ruinas buscando grietas y resquicios. Fermín abrió los ojos y se levantó. Intentaba encontrar un rincón más resguardado cuando advirtió que una silueta lo observaba desde la calle. Fermín se quedó inmóvil. La figura dio unos pasos en dirección a donde se encontraba.

—¿Quién va? —preguntó.

La figura se acercó un poco más y el eco de una farola lejana dibujó su perfil. Era un hombre alto y fornido que vestía de negro. Fermín reparó en el cuello. Un sacerdote. Fermín alzó las manos en señal de paz.

—Ya me voy, padre. Por favor, no llame a la policía.

El sacerdote lo miró de arriba abajo. Tenía la mirada severa y el aire de haberse pasado media vida levantando sacos en el puerto en vez de cálices.

—¿Tiene hambre? —preguntó.

Fermín, que se habría comido cualquiera de aquellos pedruscos si alguien los hubiera rociado con tres gotas de aceite de oliva, negó.

—Acabo de cenar en Las Siete Puertas y me he puesto morado de arroz negro —dijo.

El sacerdote esbozó un amago de sonrisa. Se dio la vuelta y echó a andar.

—Venga —ordenó.

6

E
l padre Valera vivía en el ático de un edificio situado al final del paseo del Borne que daba directamente a los tejados del mercado. Fermín dio cuenta con entusiasmo de tres platos de sopa y de unos cuantos mendrugos de pan seco y un par de vasos de vino diluido en agua que el cura le puso delante mientras le observaba con curiosidad.

—¿Usted no cena, padre?

—No tengo por costumbre cenar. Disfrute usted, que veo que trae hambre atrasada desde el 36.

Mientras sorbía sonoramente la sopa y los tropezones de pan, Fermín iba paseando la mirada por el comedor. A su lado una vitrina mostraba una colección de platos y vasos, varios santos y lo que parecía una modesta cubertería de plata.

—Yo también he leído
Los miserables
, así que ni se le ocurra —advirtió el cura.

Fermín negó avergonzado.

—¿Cómo se llama?

—Fermín Romero de Torres, para servir a vuecencia.

—¿Lo buscan a usted, Fermín?

—Según se mire. Es un tema complicado.

—No es asunto mío si no me lo quiere contar. Pero con esa ropa no puede ir por ahí. Acabará en el calabozo antes de llegar a la Vía Layetana. Están parando a mucha gente que llevaba tiempo escondida. Hay que ir con mucho ojo.

—Tan pronto como localice unos fondos bancarios que tengo en estado de hibernación he pensado dejarme caer por El Dique Flotante y salir hecho un pincel.

—A ver, levántese un momento.

Fermín soltó la cuchara y se puso de pie. El cura lo examinó con detalle.

—Ramón hacía dos como usted, pero creo que algunas de sus ropas de cuando era joven le irán bien.

—¿Ramón?

—Mi hermano. Me lo mataron abajo en la calle, en la puerta del edificio, en mayo del 38. Iban a por mí, pero él les plantó cara. Era músico. Tocaba en la banda municipal. Primer trompeta.

—Lo siento mucho, padre.

El cura se encogió de hombros.

—Quién más quién menos ha perdido a alguien, del bando que sea.

—Yo no soy de ningún bando —repuso Fermín—. Es más, las banderas me parecen trapos de colores que huelen a rancio y me basta ver a cualquiera que se envuelva en ellas y se le llene la boca de himnos, escudos y discursos para que me entren cagarrinas. Siempre he pensado que el que siente mucho apego a un rebaño es que tiene algo de borrego.

—Lo debe usted de pasar muy mal en este país.

—No sabe usted hasta qué punto. Pero siempre me digo que el acceso directo al buen jamón serrano lo compensa todo. Y en todas partes cuecen habas.

—Eso es verdad. Dígame, Fermín. ¿Cuánto hace que no prueba un buen jamón serrano?

—6 de marzo de 1934. Los Caracoles, calle Escudellers. Otra vida.

El cura sonrió.

—Puede usted quedarse a pasar la noche, Fermín, pero mañana tendrá que buscarse otro sitio. La gente habla. Le puedo dar algo de dinero para una pensión, pero sepa que en todas piden la cédula de identidad y que inscriben a los inquilinos en la lista de comisaría.

—No tiene ni que decirlo, padre. Mañana antes de que salga el sol me esfumo más rápido que la buena voluntad. Eso sí, no le aceptaré ni un céntimo, que ya he abusado suficientemente de…

El cura alzó la mano y negó.

—Vamos a ver cómo le quedan algunas cosas de Ramón —dijo levantándose de la mesa.

El padre Valera insistió en proveer a Fermín de un par de zapatos en medianas condiciones, un traje de lana modesto pero limpio, un par de mudas de ropa interior y algunos enseres de aseo personal que le puso en una maleta. En uno de los estantes había una trompeta reluciente y varias fotografías de dos hombres jóvenes y bien parecidos sonriendo en lo que parecían las fiestas de Gracia. Había que fijarse mucho para darse cuenta de que uno era el padre Valera, que ahora parecía treinta años más viejo.

—Agua caliente no tengo. La cisterna no la llenan hasta por la mañana, así que o se espera o tira del jarro.

Mientras Fermín se aseaba como podía, el padre Valera preparó una cafetera con una suerte de achicoria mezclada con otras sustancias de aspecto vagamente sospechoso. No había azúcar pero aquella taza de agua sucia estaba caliente y la compañía era grata.

—Talmente se diría que estamos en Colombia saboreando finos granos seleccionados —dijo Fermín.

—Es usted un hombre peculiar, Fermín. ¿Le puedo hacer una pregunta personal?

—¿Lo cubre el secreto de confesión?

—Digamos que sí.

—Dispare.

—¿Ha matado usted a alguien? En la guerra, quiero decir.

—No —respondió Fermín.

—Yo sí.

Fermín se quedó inmóvil con la taza a medio sorbo. El cura bajó la mirada.

—Nunca se lo había dicho a nadie.

—Queda bajo secreto de confesión —aseguró Fermín.

El cura se frotó los ojos y suspiró. Fermín se preguntó cuánto tiempo llevaba aquel hombre allí solo, con la única compañía de aquel secreto y la memoria de su hermano muerto.

—Seguro que tuvo usted sus razones, padre.

El cura negó.

—Dios se ha marchado de este país —dijo.

—Pues no tema, que tan pronto vea cómo está el patio al norte de los Pirineos volverá con el rabo entre las piernas.

El cura guardó silencio un largo rato. Apuraron el sucedáneo de café y Fermín, por animar al pobre cura, que parecía un poco más alicaído a cada minuto que pasaba, se sirvió una segunda taza.

—¿Le gusta de verdad?

Fermín asintió.

—¿Quiere que le oiga en confesión? —preguntó de pronto el cura—. Ahora sin bromas.

—No se ofenda, padre, pero es que yo en estas cosas no acabo de creer…

—Pero a lo mejor Dios cree en usted.

—Lo dudo.

—No hace falta creer en Dios para confesarse. Es algo entre usted y su conciencia. ¿Qué tiene que perder?

Por espacio de un par de horas Fermín le contó al padre Valera todo lo que llevaba callando desde que había huido del castillo hacía ya más de un año. El padre le escuchaba con atención, asintiendo ocasionalmente. Finalmente, cuando Fermín sintió que se había vaciado y que se había quitado de encima una losa que llevaba meses asfixiándolo sin que se diese cuenta, el padre Valera sacó una petaca con licor de un cajón y, sin preguntar, le sirvió lo que quedaba de sus reservas.

—¿No me da la absolución, padre? ¿Sólo un chupito de coñac?

—Viene a ser lo mismo. Y además yo ya no soy quién para perdonar ni juzgar a nadie, Fermín. Pero creo que le convenía sacar todo eso. ¿Qué piensa hacer ahora?

Fermín se encogió de hombros.

—Si he vuelto, y me juego el cuello al hacerlo, es por la promesa que le hice a Martín. Tengo que buscar a ese abogado y luego a la señora Isabella y a ese niño, Daniel, y protegerlos.

—¿Cómo?

—No lo sé. Algo se me ocurrirá. Se admiten sugerencias.

—Pero usted no los conoce de nada. Son apenas unos extraños de los que le habló un hombre que conoció en la cárcel…

—Ya lo sé. Dicho así suena a locura, ¿verdad?

El cura le miraba como si pudiera ver a través de sus palabras.

—¿No será que ha visto tanta miseria y tanta mezquindad entre los hombres que quiere usted hacer algo bueno, aunque sea una locura?

—¿Y por qué no?

Valera sonrió.

—Ya sabía yo que Dios creía en usted.

7

A
l día siguiente Fermín salió de puntillas para no despertar al padre Valera, que se había quedado dormido en el sofá con un libro de poemas de Machado en la mano y roncaba como un toro de lidia. Antes de partir le plantó un beso en la frente y dejó encima de la mesa del comedor la plata que el cura le había envuelto en una servilleta y colado en la maleta. Luego se perdió escaleras abajo con la ropa y la conciencia limpias, y con la determinación de seguir vivo, al menos, unos cuantos días más.

Aquel día salió el sol y una brisa limpia que venía del mar tendió un cielo brillante y acerado que dibujaba sombras alargadas al paso de la gente. Fermín dedicó la mañana a recorrer las calles que recordaba, a detenerse en escaparates y a sentarse en bancos a ver pasar chicas guapas, que para él eran todas. Al mediodía se acercó a una tasca que quedaba a la entrada de la calle Escudellers, cerca del restaurante Los Caracoles, de tan grata memoria. La tasca en sí tenía la infausta reputación entre los paladares más valientes y sin remilgos de vender los bocadillos más baratos de toda Barcelona. El truco, decían los expertos, consistía en no preguntar acerca de los ingredientes.

Con sus nuevas galas de señor y una contundente armadura de ejemplares de
La Vanguardia
doblados debajo de la ropa para conferir empaque, asomo de musculatura y abrigo de bajo presupuesto, Fermín se sentó a la barra y, tras consultar la lista de delicias al alcance de los bolsillos y los estómagos más modestos, procedió a abrir negociaciones con el camarero.

—Tengo una pregunta, joven. En el especial del día, bocadillo de mortadela y fiambre de Cornellá en pan de payés, ¿el pan es con tomate fresco?

—Recién recogido de nuestras huertas en el Prat, detrás de la fábrica de ácido sulfúrico.

—Bouquet
de altura. Y dígame usted, buen hombre. ¿Se fía en esta casa?

El camarero perdió el semblante risueño y se replegó tras la barra, colgándose el trapo al hombro con gesto hostil.

—Ni a Dios.

—¿No se hacen excepciones en el caso de mutilados de guerra condecorados?

—Aire o avisamos a la Social.

Visto el giro que había tomado el intercambio, Fermín se batió en retirada en busca de un rincón tranquilo en el que replantear su estrategia. Acababa de instalarse en el escalón de un portal cuando la silueta de una chiquilla, que no debía de tener ni diecisiete años pero apuntaba ya curvas de corista, pasó a su lado y fue a dar de bruces en el suelo.

Fermín se levantó para ayudarla y apenas la había asido del brazo cuando escuchó pasos a su espalda y oyó una voz que hacía que la del rudo camarero que lo acababa de enviar a tomar viento fresco sonara a música celestial.

—Mira, furcia de mierda, a mí no me vengas con ésas o te rajo la cara y te dejo tirada en la calle, que es más puta que tú.

El autor de aquel discurso era un macarrón de tez cetrina y dudoso gusto en complementos de bisutería. Dejando de lado el hecho de que el susodicho doblaba en corpulencia a Fermín y que portaba en la mano lo que tenía trazas de ser un objeto cortante o cuando menos puntiagudo, Fermín, que empezaba a estar hasta la coronilla de matones y chulos, se interpuso entre la joven y aquel tipo.

—¿Y tú quién coño eres,
desgraciao
? Venga, lárgate antes de que te rompa la cara.

Fermín sintió que la muchacha, que le pareció que olía a una rara mezcla de canela y fritanga, se aferraba a sus brazos. Un simple vistazo al matón bastaba para saber que la situación no tenía cariz de solventarse por la vía dialéctica y, por toda respuesta, Fermín decidió pasar a la acción. Tras un análisis
in extremis
de su oponente, Fermín llegó a la conclusión de que el montante de su masa corporal era mayormente sebo y que, en lo que se decía músculo, o materia gris, no presentaba excedentes.

—A mí no me habla usted así, y a la señorita menos.

El macarra lo miró atónito, sin visos de haber registrado sus palabras. Un instante después, el individuo, que esperaba de aquel alfeñique cualquier cosa menos guerra, encajó con la sorpresa del mes un maletazo contundente en las partes blandas al que, una vez derribado en el suelo con las manos amarrándose las esencias, le siguieron cuatro o cinco impactos con la esquina de cuero de la valija en puntos estratégicos que lo dejaron, al menos durante un rato, abatido y desmotivado.

Un grupo de transeúntes que había presenciado el incidente comenzó a aplaudir, y, cuando Fermín se volvió para comprobar si la muchacha estaba bien, se encontró con su mirada embelesada y envenenada de gratitud y ternura de por vida.

—Fermín Romero de Torres, para servirla a usted, señorita.

La muchacha se aupó a pies juntillas y le besó en la mejilla.

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