Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Isabella miró nerviosamente el reloj sobre la barra. Eran las diez y treinta y cinco. Tomó un par de sorbos más de manzanilla y apuró la taza.
—Debe usted de apreciarle mucho —aventuró Valls—. A veces me pregunto si, con el tiempo y cuando llegue a conocerme mejor, tal como soy, podrá usted apreciarme tanto como a él.
—Me da usted asco, Valls. Usted y toda la escoria como usted.
—Lo sé, Isabella. Pero es la escoria como yo la que siempre manda en este país y la gente como usted la que siempre se queda en la sombra. Tanto da qué bando lleve las riendas.
—Esta vez no. Esta vez sus superiores sabrán lo que está haciendo.
—¿Qué le hace pensar que les importará, o que ellos no hacen lo mismo o mucho más que yo, que apenas soy un aficionado?
Valls sonrió y extrajo un folio doblado del bolsillo de su chaqueta.
—Isabella, quiero que sepa que yo no soy como usted piensa. Y, para demostrárselo, aquí está la orden de liberación de David Martín, con fecha de mañana.
Valls le mostró el documento. Isabella lo examinó incrédula. Valls sacó su pluma y, sin más, firmó el documento.
—Ahí está. David Martín es, técnicamente, un hombre libre. Gracias a usted, Isabella. Gracias a usted…
Isabella le devolvió una mirada vidriosa. Valls apreció cómo sus pupilas se dilataban lentamente y una película de sudor afloraba sobre su labio superior.
—¿Se encuentra bien? Está usted pálida…
Isabella se levantó tambaleándose y se aferró a la silla.
—¿Está mareada, Isabella? ¿La acompaño a algún sitio?
Isabella retrocedió unos pasos y tropezó con el camarero en su camino hacia la salida. Valls se quedó en la mesa, saboreando su manzanilla hasta que el reloj marcó las diez y cuarenta y cinco. Dejó entonces unas monedas sobre la mesa y lentamente se encaminó hacia la salida. El coche le esperaba en la acera, y el chófer sostenía abierta la puerta.
—¿Desea el señor director ir a casa o al castillo?
—A casa, pero primero vamos a hacer una parada en el Pueblo Nuevo, en la antigua fábrica Vilardell —ordenó.
De camino a recoger el botín prometido, Mauricio Valls, futuro insigne de las letras españolas, contempló el desfile de calles negras y desiertas de aquella Barcelona maldita que tanto detestaba, y derramó lágrimas por Isabella y por lo que podría haber sido.
C
uando Salgado despertó de su letargo y abrió los ojos, lo primero que advirtió fue que había alguien inmóvil observándole al pie del camastro. Sintió un amago de pánico y por un instante creyó que todavía estaba en la sala del sótano. Un parpadeo en la luz que flotaba desde los candiles del corredor dibujó rasgos conocidos.
—Fermín, ¿es usted? —preguntó.
La figura en la sombra asintió y Salgado respiró hondo.
—Tengo la boca seca. ¿Queda algo de agua?
Fermín se aproximó lentamente. Portaba algo en la mano: un paño y un frasco de cristal.
Salgado vio cómo Fermín vertía el líquido del frasco en el tejido.
—¿Qué es eso, Fermín?
Fermín no contestó. Su rostro no mostraba expresión alguna. Se inclinó sobre Salgado y le miró a los ojos.
—Fermín, no…
Antes de que pudiera pronunciar otra sílaba Fermín le colocó el paño sobre la boca y la nariz, y apretó con fuerza mientras le sujetaba la cabeza sobre el camastro. Salgado se agitaba con la poca fuerza que le quedaba. Fermín mantuvo el paño sobre su rostro. Salgado le miraba aterrado. Segundos más tarde perdió el conocimiento. Fermín no levantó el paño. Contó cinco segundos más y sólo entonces lo retiró. Se sentó en el camastro dando la espalda a Salgado y esperó unos minutos. Luego, tal y como le había dicho Martín, se acercó a la puerta de la celda.
—¡Carcelero! —llamó.
Escuchó los pasos del novato aproximándose por el corredor. El plan de Martín contemplaba que fuese Bebo quien estuviese en su puesto aquella noche como estaba previsto, y no aquel cretino.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el carcelero.
—Es Salgado, que ha palmado.
El carcelero sacudió la cabeza y esbozó una expresión exasperada.
—Me cago en su puta madre. ¿Y ahora qué?
—Traiga usted el saco.
El carcelero maldijo su suerte.
—Si quiere ya lo meteré yo, jefe —se ofreció Fermín.
El carcelero asintió con un asomo de gratitud.
—Si me trae el saco ahora, mientras yo lo voy metiendo usted puede dar aviso y nos lo recogen antes de medianoche —añadió Fermín.
El carcelero asintió de nuevo y partió en busca del saco de lona. Fermín permaneció a la puerta de la celda. Al otro lado del corredor, Martín y Sanahuja le observaban en silencio.
Diez minutos después, el carcelero regresó sosteniendo la saca por un extremo, incapaz de disimular la náusea que le producía aquel hedor a carroña podrida. Fermín se retiró al fondo de la celda sin esperar instrucciones. El carcelero abrió la celda y echó el saco al interior.
—Avíselos ahora, jefe, y así nos quitan de encima el fiambre antes de las doce o lo tendremos aquí hasta mañana por la noche.
—¿Seguro que lo puede meter ahí usted solo?
—No se preocupe, jefe, que hay práctica.
El carcelero asintió de nuevo, no del todo convencido.
—A ver si tenemos suerte, porque el muñón le está empezando a supurar y eso va a oler que no le cuento…
—Joder —dijo el carcelero alejándose a toda prisa.
Tan pronto como lo oyó llegar al extremo del corredor, Fermín procedió a desnudar a Salgado y luego se desprendió de sus ropas. Se vistió con los harapos pestilentes del ladrón y le puso los suyos. Colocó a Salgado de lado en el camastro, de cara al muro, y lo tapó con la manta hasta cubrirle medio rostro. Entonces agarró el saco de lona y se introdujo dentro. Iba a cerrar la saca cuando recordó algo.
Volvió a salir a toda prisa y se acercó al muro. Rascó con las uñas entre las dos piedras donde había visto a Salgado esconder la llave hasta que asomó la punta. Intentó asirla con los dedos, pero la llave resbalaba y quedaba apresada entre la piedra.
—Dese prisa —llegó la voz de Martín desde el otro lado del corredor.
Fermín clavó las uñas sobre la llave y tiró con fuerza. La uña del anular se desprendió y una punzada de dolor le cegó por unos segundos. Fermín ahogó un grito y se llevó el dedo a los labios. El sabor de su propia sangre, salado y metálico, le llenó la boca. Abrió los ojos de nuevo y vio que un centímetro de la llave sobresalía de la grieta. Esta vez pudo retirarla con facilidad.
Volvió a calzarse la saca de lona y, como pudo, cerró el nudo desde el interior, dejando una abertura de casi un palmo. Contuvo las arcadas que le subían por la garganta y se tendió en el suelo, anudando los cordeles desde el interior de la saca hasta dejar apenas una rendija del tamaño de un puño. Se llevó los dedos a la nariz y prefirió respirar a través de su propia mugre antes que rendirse a aquel hedor a podredumbre. Ahora sólo cabía esperar, se dijo.
L
as calles del Pueblo Nuevo estaban sumergidas en una tiniebla espesa y húmeda que reptaba desde la ciudadela de chabolas y cabañas en la playa del Somorrostro. El Studebaker del señor director atravesaba los velos de bruma lentamente y avanzaba entre los cañones de sombras formados por fábricas, almacenes y hangares oscuros y decrépitos. Las luces del coche dibujaban dos túneles de claridad al frente. Al rato la silueta de la antigua fábrica textil Vilardell asomó en la niebla. Las chimeneas y crestas de pabellones y talleres abandonados se perfilaron al fondo de la calle. El gran portón estaba custodiado por una reja de lanzas; tras ésta se adivinaba un laberinto de maleza entre la que sobresalían los esqueletos de camiones y carromatos abandonados. El chófer se detuvo frente a la entrada de la vieja factoría.
—Deje el motor en marcha —ordenó el señor director.
Los haces de luz de ambos faros penetraban en la negrura más allá del portón, revelando el estado ruinoso de la fábrica, bombardeada durante la guerra y abandonada como tantas estructuras en toda la ciudad.
A un lado se apreciaban unos barracones sellados con tablones de madera y, frente a unas cocheras que parecían haber sido pasto de las llamas, se alzaba lo que Valls supuso que era la antigua casa de los vigilantes. El aliento rojizo de una vela o un candil de aceite lamía el contorno de una de las ventanas cerradas. El señor director observó la escena sin prisa desde el asiento trasero del coche. Tras varios minutos de espera, se inclinó hacia adelante y se dirigió al chófer.
—Jaime, ¿ve usted esa casa a la izquierda, frente a la cochera?
Era la primera vez que el señor director se dirigía a él por su nombre de pila. Algo en aquel tono repentinamente amable y cálido le hizo preferir el trato frío y distante habitual.
—¿La caseta, dice usted?
—La misma. Quiero que se acerque hasta allí y llame a la puerta.
—¿Quiere que entre ahí? ¿En la fábrica?
El señor director dejó caer un suspiro de impaciencia.
—En la fábrica no. Escúcheme bien. Ve la casa, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Muy bien. Pues se acerca usted a la verja, se cuela por la abertura que hay entre los barrotes, va hasta la caseta y llama a la puerta. ¿Hasta ahí todo claro?
El chófer asintió con escaso entusiasmo.
—Bien. Cuando haya usted llamado, alguien le abrirá. Cuando lo haga le dice: «Durruti vive.»
—¿Durruti?
—No me interrumpa. Usted repita lo que le he dicho. Le darán algo. Probablemente una maleta o un fardo. Lo trae usted, y ya está. Simple, ¿no?
El chófer estaba pálido y no cesaba de mirar por el retrovisor, como si esperase que alguien o algo emergiese de las sombras en cualquier momento.
—Tranquilo, Jaime. No va a pasar nada. Le pido esto como un favor personal. Dígame, ¿está usted casado?
—Hará ahora tres años que me casé, señor director.
—Ah, qué bien. ¿Y tiene usted hijos?
—Una niña de dos años y mi señora está esperando, señor director.
—La familia es lo más importante, Jaime. Es usted un buen español. Si le parece, como regalo de bautizo anticipado y muestra de mi agradecimiento por su excelente trabajo, le voy a dar cien pesetas. Y si me hace este pequeño favor le voy a recomendar para un ascenso. ¿Qué le parecería un empleo de despacho en la Diputación? Tengo buenos amigos allí y me dicen que buscan hombres con carácter para sacar al país del pozo al que lo han llevado los bolcheviques.
A la mención del dinero y de las buenas perspectivas una leve sonrisa asomó a los labios del chófer.
—¿No será peligroso o…?
—Jaime, que soy yo, el señor director. ¿Le iba a pedir yo que hiciera algo peligroso o ilegal?
El chófer le miró en silencio. Valls le sonrió.
—Repítame qué es lo que tiene que hacer, ande.
—Voy hasta la puerta de la casa y llamo. Cuando abran digo: «Viva Durruti.»
—Durruti vive.
—Eso. Durruti vive. Me dan la maleta y la traigo.
—Y nos vamos a casa. Así de fácil.
El chófer asintió y, tras un instante de duda, bajó del coche y se aproximó a la verja. Valls observó su silueta atravesando el haz de luz de los faros y llegar ante la entrada. Allí se volvió un instante a mirar el coche.
—Venga, imbécil, entra —murmuró Valls.
El chófer se coló entre los barrotes y, sorteando escombros y maleza, se acercó lentamente a la puerta de la casa. El señor director extrajo el revólver que llevaba en el bolsillo interior del abrigo y tensó el percutor. El chófer llegó a la puerta y se detuvo allí. Valls lo vio llamar dos veces y esperar. Transcurrió casi un minuto sin que nada sucediese.
—Otra vez —murmuró Valls para sí.
El chófer miraba ahora hacia el coche, como si no supiera qué hacer. De repente un soplo de luz amarillenta se dibujó donde un instante antes había estado la puerta cerrada. Valls vio cómo el chófer pronunciaba la contraseña. Se volvió una vez más a mirar hacia el coche, sonriendo. El disparo, a bocajarro, le reventó la sien y le atravesó el cráneo. Una neblina de sangre emergió por el otro lado y el cuerpo, ya cadáver, se sostuvo un instante en pie envuelto en el halo de pólvora antes de precipitarse al suelo como un muñeco roto.
Valls bajó del asiento trasero a toda prisa y se colocó al volante del Studebaker. Sosteniendo el revólver sobre el salpicadero y apuntando hacia la entrada de la fábrica con la mano izquierda, puso la marcha atrás y pisó el acelerador. El coche retrocedió hacia la tiniebla tropezando con baches y charcos que punteaban la calle. Mientras se alejaba pudo ver el resplandor de varios disparos a la puerta de la fábrica, pero ninguno alcanzó el coche. Sólo cuando estuvo a unos doscientos metros maniobró para dar la vuelta y, acelerando a fondo, se alejó de allí mordiéndose los labios de rabia.
E
ncerrado en el interior del saco, Fermín sólo pudo oír sus voces.
—Hemos tenido suerte, tú —dijo el carcelero novato.
—Fermín se ha dormido ya —dijo el doctor Sanahuja desde su celda.
—Suerte que tienen algunos —dijo el carcelero—. Ahí lo tenéis. Ya os lo podéis llevar.
Fermín oyó pasos a su alrededor y sintió una sacudida repentina cuando uno de los enterradores rehízo el nudo y lo cerró con fuerza. Luego lo levantaron entre dos y, sin miramientos, lo arrastraron por el corredor de piedra. Fermín no se atrevió a mover ni un músculo.
Los golpes de escalones, esquinas, puertas y peldaños le acuchillaban el cuerpo sin piedad. Se llevó un puño a la boca y lo mordió para no gritar de dolor. Tras un largo periplo Fermín percibió una caída brusca de temperatura y la pérdida de aquel eco claustrofóbico que existía en todo el interior del castillo. Estaban fuera. Lo arrastraron varios metros sobre un firme empedrado y salpicado de charcos. El frío empezó a calar rápidamente a través de la saca.
Finalmente sintió que lo levantaban y lo lanzaban al vacío. Aterrizó en lo que parecía una superficie de madera. Unos pasos se alejaban. Fermín respiró hondo. El interior de la saca hedía a excremento, carne podrida y gasoil. Escuchó cómo arrancaba el motor del camión y, tras una sacudida, sintió el movimiento del vehículo y el tirón de una pendiente que hizo rodar la saca. Comprendió que el vehículo se alejaba colina abajo con un lento traqueteo por el mismo camino por el que había llegado allí meses atrás. Recordaba que el ascenso a la montaña había sido largo y plagado de curvas. Al poco, sin embargo, notó que el vehículo giraba y enfilaba un nuevo camino sobre un terreno llano y tosco, sin asfaltar. Se habían desviado y Fermín tuvo la certeza de que se estaban adentrando en la montaña en vez de descender hacia la ciudad. Algo había salido mal.