Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
No fue hasta entonces cuando se le ocurrió pensar que tal vez Martín no lo había calculado todo, que algún detalle se le había escapado. Al fin y al cabo, nadie sabía a ciencia cierta qué hacían con los cadáveres de los presos. Tal vez Martín no se había parado a pensar que a lo mejor lanzaban los cuerpos a una caldera para deshacerse de ellos. Pudo imaginar a Salgado, al despertar de su letargo de cloroformo, riéndose y diciendo que antes de arder en el infierno Fermín Romero de Torres, o como diantres se llamase, había ardido en vida.
El camino se prolongó unos minutos. Al poco, cuando el vehículo empezó a aminorar la marcha, Fermín lo percibió por primera vez. Un hedor como nunca había conocido. Se le encogió el corazón y, mientras aquel vapor indecible le llevaba a la náusea, deseó no haber escuchado nunca al loco de Martín y haberse quedado en su celda.
C
uando el señor director llegó al castillo de Montjuic, descendió del coche y se dirigió a toda prisa a su despacho. Su secretario estaba anclado en su pequeño escritorio frente a la puerta, mecanografiando la correspondencia del día con dos dedos.
—Deja eso y haz que traigan ahora mismo al hijo de perra de Salgado —ordenó.
El secretario le miró desconcertado, dudando si abrir la boca.
—No te quedes ahí pasmado. Muévete.
El secretario se levantó, azorado, y rehuyó la mirada iracunda del señor director.
—Salgado ha muerto, señor director. Esta misma noche…
Valls cerró los ojos y respiró hondo.
—Señor director…
Sin molestarse en dar explicaciones Valls corrió y no se detuvo hasta llegar a la celda número 13. Al verle, el carcelero salió de su modorra y le dedicó un saludo militar.
—Excelencia, qué…
—Abre. Rápido.
El carcelero abrió la celda y Valls entró sin contemplaciones. Se dirigió al camastro y, asiendo del hombro el cuerpo que había sobre el camastro, tiró con fuerza. Salgado quedó tendido boca arriba. Valls se inclinó sobre el cuerpo y le olfateó el aliento. Se volvió entonces al carcelero, que le miraba aterrado.
—¿Dónde está el cuerpo?
—Se lo han llevado los de la funeraria…
Valls le propinó una bofetada que lo derribó. Dos centinelas se habían personado en el corredor a la espera de las instrucciones del director.
—Lo quiero vivo —les dijo.
Los dos centinelas asintieron y partieron a paso ligero. Valls se quedó allí, apoyado contra los barrotes de la celda que compartían Martín y el doctor Sanahuja. El carcelero, que se había levantado y no se atrevía ni a respirar, creyó ver que el señor director se estaba riendo.
—Idea suya, supongo, ¿verdad, Martín? —preguntó Valls, al fin.
El señor director hizo un amago de reverencia y, mientras se alejaba por el corredor, aplaudió lentamente.
F
ermín notó que el camión aminoraba la marcha y negociaba los últimos escollos de aquel camino sin pavimentar. Tras un par de minutos de baches y quejidos del camión, el motor se detuvo. El hedor que traspasaba el tejido de la saca era indescriptible. Los dos enterradores se aproximaron a la parte trasera del camión. Escuchó el chasquido de la palanca que aseguraba el cierre y luego, de súbito, un fuerte tirón en la saca y una caída al vacío.
Fermín golpeó el suelo con el costado. Un dolor sordo se extendió por su hombro. Antes de que pudiese reaccionar, los dos enterradores recogieron el saco del suelo empedrado y, sosteniendo un extremo cada uno de ellos, lo llevaron cuesta arriba hasta detenerse unos metros más allá. Dejaron caer de nuevo el saco y entonces Fermín oyó cómo uno de ellos se arrodillaba y empezaba a deshacer el nudo que sellaba la saca. Los pasos del otro se alejaron un par de metros y pudo percibir cómo recogía algo metálico. Fermín intentó tomar aire pero aquel miasma le quemaba la garganta. Cerró los ojos. El aire frío le rozó el rostro. El enterrador asió el saco por el extremo cerrado y tiró con fuerza. El cuerpo de Fermín rodó sobre piedras y terreno encharcado.
—Venga, a la de tres —dijo uno de ellos.
Cuatro manos lo asieron por los tobillos y las muñecas. Fermín luchó por contener la respiración.
—Oye, ¿no está sudando?
—¿Cómo coño va a sudar un muerto,
atontao
? Será el charco. Hala, una, dos y…
Tres.
Fermín se sintió balancear en el aire. Un instante después estaba volando y se abandonó a su destino. Abrió los ojos en pleno vuelo y cuanto pudo apreciar antes del impacto fue que se precipitaba hacia el fondo de una zanja cavada en la montaña. La claridad de la luna no permitía más que distinguir algo pálido que cubría el suelo. Fermín tuvo la certeza de que se trataba de piedras y, serenamente, en el medio segundo que tardó en caer, decidió que no le importaba morir.
El aterrizaje fue suave. Fermín sintió que su cuerpo había caído sobre algo blando y húmedo. Cinco metros más arriba, uno de los enterradores sostenía una pala que vació al aire. Un polvo blanquecino se esparció en una neblina brillante que le acarició la piel y, un segundo después, empezó a devorarla como si se tratase de ácido. Los dos enterradores se alejaron y Fermín se incorporó para descubrir que se encontraba en una fosa abierta en la tierra repleta de cadáveres cubiertos de cal viva. Intentó sacudirse aquel polvo de fuego y trepó entre los cuerpos hasta alcanzar el muro de tierra. Escaló hundiendo las manos en la tierra e ignorando el dolor.
Cuando alcanzó la cima, consiguió arrastrarse hasta un charco de agua sucia en el que limpiar la cal. Se puso de pie y pudo apreciar que las luces del camión se alejaban en la noche. Se volvió un instante a mirar atrás y vio que la fosa se extendía a sus pies como un océano de cadáveres trenzados entre sí. La náusea le golpeó con fuerza y cayó de rodillas, vomitando bilis y sangre sobre las manos. El hedor a muerte y el pánico apenas le permitían respirar. Oyó entonces un rumor en la distancia. Alzó la vista y vio los faros de un par de coches que se aproximaban. Corrió entonces hacia la ladera de la montaña y llegó a una pequeña explanada desde la que se podía ver el mar al pie de la montaña y el faro del puerto en la punta de la escollera.
En lo alto, el castillo de Montjuic se alzaba entre nubes negras que se arrastraban y enmascaraban la luna. El ruido de los coches se aproximaba. Sin pensarlo dos veces Fermín se lanzó ladera abajo, cayendo y rodando entre troncos, piedras y maleza que le golpeaban y le arrancaban la piel a jirones. Ya no sintió dolor, ni miedo, ni cansancio hasta que llegó a la carretera, desde donde echó a correr en dirección a los hangares del puerto. Corrió sin pausa ni aliento, sin noción del tiempo ni conciencia de las heridas que cubrían su cuerpo.
E
l alba despuntaba cuando llegó al laberinto infinito de chabolas que cubrían la playa del Somorrostro. La bruma del alba reptaba desde el mar y serpenteaba entre los tejados. Fermín se adentró en las callejuelas y túneles de la ciudad de los pobres hasta caer entre dos pilas de escombros. Allí lo encontraron dos niños harapientos que arrastraban unas cajas de madera y que se detuvieron a contemplar aquella silueta esquelética que parecía sangrar por todos los poros de su piel.
Fermín les sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Los niños se miraron entre sí. Uno de ellos dijo algo que no pudo oír. Se abandonó a la fatiga y con los ojos entreabiertos pudo ver que lo recogían del suelo entre cuatro personas y lo tendían en un catre junto a un fuego. Sintió el calor en la piel y recuperó lentamente la sensación en pies, manos y brazos. El dolor vino después, como una marea lenta pero inexorable. A su alrededor voces apagadas de mujeres murmuraban palabras incomprensibles. Le quitaron los pocos harapos que le quedaban encima. Paños empapados en agua caliente y alcanfor acariciaron con infinita delicadeza su cuerpo desnudo y quebrado.
Entreabrió los ojos al sentir la mano de una anciana sobre su frente, la mirada cansada y sabia sobre la suya.
—¿De dónde vienes? —preguntó aquella mujer que Fermín, en su delirio, creyó que era su madre.
—De entre los muertos, madre —murmuró—. He regresado de entre los muertos.
VOLVER A NACER
Barcelona, 1940
E
l incidente de la vieja fábrica Vilardell nunca llegó a los diarios. A nadie convenía que aquella historia viera la luz. Lo que allí sucedió sólo lo recuerdan quienes estaban presentes. La misma noche en que Mauricio Valls regresó al castillo para comprobar que el prisionero número 13 había escapado, el inspector Fumero de la Brigada Social recibió aviso del señor director de un chivatazo por parte de uno de los presos. Fumero y sus hombres estaban apostados en sus posiciones antes de que saliese el sol.
El inspector puso a dos de sus hombres vigilando el perímetro y concentró al resto en la entrada principal, desde la que, tal y como le había indicado Valls, podía verse la caseta. El cuerpo de Jaime Montoya, el heroico chófer del director de la prisión, que se había ofrecido voluntario para acudir en solitario a investigar la veracidad de los alegatos sobre elementos subversivos presentados por uno de los prisioneros, seguía allí, tendido entre los escombros. Poco antes del alba, Fumero dio orden a sus hombres de que entraran en la vieja fábrica. Cercaron la caseta y cuando los ocupantes, dos hombres y una mujer joven, detectaron su presencia, sólo se produjo un mínimo incidente cuando ella, que portaba un arma de fuego, alcanzó en un brazo a uno de los policías. La herida apenas era un rasguño sin importancia. Amén de aquel desliz, en treinta segundos Fumero y sus hombres habían reducido a los rebeldes.
El inspector ordenó entonces que los metiesen a todos en la caseta y que también arrastrasen el cuerpo del chófer muerto al interior. Fumero no pidió nombres ni documentación. Ordenó a sus hombres que atasen a los rebeldes de pies y manos con alambre a unas sillas de metal oxidado que estaban tiradas en un rincón. Una vez que estuvieron inmovilizados, Fumero indicó a sus hombres que lo dejasen solo y que se apostasen a la puerta de la caseta y de la fábrica a esperar sus instrucciones. A solas con los prisioneros, cerró la puerta y tomó asiento frente a ellos.
—No he dormido en toda la noche y estoy cansado. Me quiero ir a mi casa. Me vais a decir dónde está el dinero y las joyas que escondéis para el tal Salgado y aquí no va a pasar nada, ¿de acuerdo?
Los prisioneros lo contemplaban con una mezcla de perplejidad y terror.
—No sabemos nada de unas joyas ni de un tal Salgado —dijo el hombre de más edad.
Fumero asintió con cierto hastío. Paseaba su mirada con parsimonia por los tres prisioneros, como si pudiera leer sus pensamientos y éstos le aburrieran.
Tras dudar unos instantes, eligió a la mujer y arrimó su silla para quedar apenas a un par de palmos de ella. La mujer estaba temblando.
—Déjala en paz, hijo de puta —escupió el otro hombre, más joven—. Si la tocas te juro que te mataré.
Fumero sonrió melancólicamente.
—Tienes una novia muy guapa.
Navas, el oficial apostado a la puerta de la caseta, notaba el sudor frío empapándole la ropa. Ignoraba los alaridos que provenían del interior y, cuando sus compañeros le dirigieron una mirada soterrada desde el portón de la factoría, Navas negó con la cabeza.
Nadie intercambió una sola palabra. Fumero llevaba dentro de la caseta una media hora cuando finalmente la puerta se abrió a su espalda. Navas se apartó y evitó mirar directamente las manchas húmedas sobre las ropas negras del inspector. Fumero se alejó lentamente hacia la salida y Navas, tras un somero vistazo al interior de la caseta, contuvo las arcadas y cerró la puerta. A una señal de Fumero, dos de los hombres se aproximaron portando dos bidones de gasolina y rociaron el perímetro y los muros de la caseta. No se quedaron a verla arder.
Fumero los esperaba sentado en el asiento del pasajero cuando volvieron al coche. Partieron en silencio mientras una columna de humo y llamas se alzaba entre las ruinas de la vieja fábrica dejando un rastro de cenizas que se esparcía al viento. Fumero abrió la ventanilla y alargó la mano abierta al aire frío y húmedo. Tenía sangre en los dedos. Navas conducía con la vista clavada al frente, aunque sus ojos sólo veían la mirada de súplica que le había lanzado la mujer joven, todavía viva, antes de que cerrase la puerta. Advirtió que Fumero lo estaba observando y apretó las manos al volante para ocultar el temblor.
Desde la acera un grupo de niños harapientos contemplaban el paso del coche. Uno de ellos, esbozando una pistola con los dedos, jugó a dispararles. Fumero sonrió y respondió con el mismo gesto poco antes de que el coche se perdiera en la madeja de calles que rodeaban la jungla de chimeneas y almacenes como si nunca hubiese estado allí.
F
ermín pasó siete días delirando en el interior de la barraca. Ningún paño húmedo conseguía apaciguarle la fiebre; ningún ungüento era capaz de calmar el mal que, decían, lo devoraba por dentro. Las viejas del lugar, que a menudo se turnaban para cuidar de él y administrarle tónicos con la esperanza de mantenerlo con vida, decían que el extraño llevaba un demonio dentro, el demonio de los remordimientos, y que su alma quería huir hacia el final del túnel y descansar en el vacío de la negrura.
Al séptimo día el hombre al que todos llamaban Armando y cuya autoridad en aquel lugar quedaba un par de centímetros por debajo de la de Dios acudió a la barraca y tomó asiento junto al enfermo. Examinó sus heridas, levantó sus párpados con los dedos y leyó los secretos escritos en sus pupilas dilatadas. Las ancianas que cuidaban de él se habían congregado en un corro a su espalda y esperaban en respetuoso silencio. Al rato Armando asintió para sí mismo y abandonó la barraca. Un par de jóvenes que esperaban en la puerta lo siguieron hasta la línea de espuma en la orilla donde rompía la marea y escucharon sus instrucciones con atención. Armando los vio partir y se quedó allí, sentado sobre los restos de una barcaza de pescadores desguazada por el temporal que había quedado varada entre la playa y el purgatorio.