Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Encendió un cigarro corto y lo saboreó a la brisa del amanecer. Mientras fumaba y meditaba sobre qué debía hacer, Armando extrajo un pedazo de página de
La Vanguardia
que llevaba en el bolsillo desde hacía días. Allí, enterrada entre anuncios de fajas y breves sobre la actualidad de espectáculos en el Paralelo, asomaba una escueta noticia en la que se informaba de la fuga de un prisionero de la cárcel de Montjuic. El texto tenía aquel regusto estéril de las historias que reproducen palabra por palabra el comunicado oficial. La única licencia que se había permitido el redactor era una coletilla donde se afirmaba que nunca antes alguien había conseguido huir de aquella inexpugnable fortaleza.
Armando alzó la mirada y contempló la montaña de Montjuic, que se alzaba al sur. El castillo, un apunte de torres serradas entre la bruma, sobrevolaba Barcelona. Armando sonrió con amargura y, con la brasa de su cigarro, prendió aquel recorte de prensa y lo vio deshacerse en cenizas en la brisa. Los diarios, como siempre, eludían la verdad como si en ello les fuera la vida, y quizá con razón. Todo en aquella noticia apestaba a medias verdades y a detalles dejados de lado. Entre ellos, la circunstancia de que nadie había conseguido fugarse de la prisión de Montjuic. Aunque tal vez, pensó, en este caso era verdad porque él, el hombre al que llamaban Armando, sólo era alguien en el mundo invisible de la ciudad de los pobres y los intocables. Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien.
L
os días se arrastraban con parsimonia. Armando pasaba una vez al día por la barraca a interesarse por el estado del moribundo. La fiebre daba tímidas muestras de ir amainando y la madeja de golpes, cortes y heridas que cubrían su cuerpo parecían empezar a sanar lentamente bajo los ungüentos. El moribundo pasaba la mayor parte del día durmiendo o murmurando palabras incomprensibles entre la vigilia y el sueño.
—¿Vivirá? —preguntaba Armando a veces.
—Aún no lo ha decidido —le contestaba aquella mujerona desdibujada por los años a quien aquel infeliz había tomado por su madre.
Los días cristalizaron en semanas y pronto pareció evidente que nadie vendría a preguntar por el extraño, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Normalmente la policía y la Guardia Civil no entraban en el Somorrostro. Una ley de silencio delineaba con claridad que la ciudad y el mundo acababan a las puertas del poblado de chabolas y a ambas partes les interesaba mantener aquella frontera invisible. Armando sabía que, al otro lado, eran muchos los que secreta o abiertamente rezaban para que un día la tormenta se llevase para siempre la ciudad de los pobres, pero hasta que llegase ese día, todos preferían mirar hacia otro lugar, dar la espalda al mar y a las gentes que malvivían entre la orilla y la jungla de fábricas del Pueblo Nuevo. Aun así, Armando tenía sus dudas. La historia que intuía detrás de aquel extraño inquilino que habían acogido bien podía llevar a que la ley del silencio se quebrase.
A las pocas semanas, un par de policías novatos se acercaron a preguntar si alguien había visto a un hombre que se parecía al extraño. Armando se mantuvo alerta durante días, pero cuando nadie más acudió en su busca acabó por comprender que a aquel hombre no lo quería encontrar nadie. Tal vez había muerto y ni siquiera lo sabía.
Al mes y medio de llegar allí, las heridas de su cuerpo empezaron a sanar. Cuando el hombre abrió los ojos y preguntó dónde estaba, lo ayudaron a incorporarse y a sorber un caldo, pero no le dijeron nada.
—Tiene usted que descansar.
—¿Estoy vivo? —preguntó.
Nadie le confirmó si lo estaba o no. Sus días pasaban entre el sueño y una fatiga que no le abandonaba. Cada vez que cerraba los ojos y se entregaba al cansancio, viajaba al mismo lugar. En su sueño, que se repetía noche tras noche, escalaba las paredes de una fosa infinita sembrada de cadáveres. Cuando llegaba a la cima y se volvía a mirar atrás veía que aquella marea de cuerpos espectrales se removía como un remolino de anguilas. Los muertos abrían los ojos y escalaban los muros, siguiendo sus pasos. Lo seguían a través de la montaña y se adentraban en las calles de Barcelona, buscando los que habían sido sus hogares, llamando a las puertas de quienes habían amado. Algunos iban en busca de sus asesinos y recorrían la ciudad sedientos de venganza, pero la mayoría sólo quería regresar a sus casas, a sus camas, a sostener en sus brazos a los hijos, esposas y amantes que habían dejado atrás. Sin embargo nadie les abría las puertas, nadie les sostenía la mano y nadie quería besar sus labios, y el moribundo, cubierto de sudor, se despertaba en la oscuridad con el estruendo ensordecedor del llanto de los muertos en el alma.
Un extraño solía visitarle a menudo. Olía a tabaco y a colonia, dos sustancias de poca circulación en aquella época. Se sentaba en una silla a su lado y le miraba con ojos impenetrables. Tenía el pelo negro como el alquitrán y los rasgos afilados. Cuando se daba cuenta de que el paciente estaba despierto le sonreía.
—¿Es usted Dios o el diablo? —le preguntó en una ocasión el moribundo.
El extraño se encogió de hombros y consideró la pregunta.
—Un poco de ambos —respondió al fin.
—Yo en principio soy ateo —informó el paciente—. Aunque en realidad tengo mucha fe.
—Como mucha gente. Descanse ahora, amigo mío. Que el cielo puede esperar. Y el infierno le viene pequeño.
E
ntre las visitas del extraño caballero del pelo azabache, el convaleciente se dejaba alimentar, lavar y vestir con ropas limpias que le iban grandes. Cuando fue capaz de sostenerse en pie y dar unos pasos, lo acompañaron hasta la orilla del mar y allí pudo mojarse los pies y dejarse acariciar por la luz del Mediterráneo. Un día pasó la mañana viendo cómo unos niños vestidos de harapos y con la cara sucia jugaban en la arena, y pensó que le apetecía vivir, al menos un poco más. Con el tiempo los recuerdos y la rabia empezaron a aflorar y, con ellos, el deseo y a su vez el temor de regresar a la ciudad.
Piernas, brazos y demás engranajes empezaron a funcionar más o menos con normalidad. Recuperó el raro placer de orinar al viento sin ardores ni sucesos vergonzantes y se dijo que un hombre que podía mear de pie y sin ayuda era un hombre en condiciones de afrontar sus responsabilidades. Aquella misma noche, de madrugada, se levantó con sigilo y se alejó por los angostos callejones de la ciudadela hasta el límite que marcaban las vías del tren. Al otro lado se alzaba el bosque de chimeneas y la cresta de ángeles y mausoleos del cementerio. Más allá, en un lienzo de luces que ascendía por las colinas, yacía Barcelona. Oyó unos pasos a su espalda y al volverse se encontró con la mirada serena del hombre del pelo azabache.
—Ha vuelto usted a nacer —dijo.
—Pues a ver si esta vez me sale mejor que la primera, porque llevo una carrera…
El hombre del pelo azabache sonrió.
—Permítame que me presente. Yo soy Armando, el gitano.
Fermín le estrechó la mano.
—Fermín Romero de Torres, payo, pero relativamente de ley.
—Amigo Fermín, me ha parecido que andaba usted pensando en volver con ésos.
—La cabra tira al monte —sentenció Fermín—. He dejado algunas cosas a medio hacer.
Armando asintió.
—Lo entiendo, pero todavía no, amigo mío —le dijo—. Tenga paciencia. Quédese con nosotros una temporada.
El miedo a lo que le aguardaba a su regreso y la generosidad de aquellas gentes le retuvieron allí hasta que una mañana de domingo tomó prestado un diario a uno de los chavales, que lo había encontrado en la basura de un chiringuito en la playa de la Barceloneta. Era difícil determinar cuánto tiempo llevaba el periódico entre los escombros, pero estaba fechado tres meses después de la noche de su fuga. Peinó las páginas en busca de un indicio, de una señal o de una mención, pero no había nada. Aquella tarde, cuando ya había decidido que al anochecer regresaría a Barcelona, Armando se le acercó y le informó de que uno de sus hombres había pasado por la pensión en la que vivía.
—Fermín, es mejor que no vaya usted por allí a buscar sus cosas.
—¿Cómo sabe usted mi domicilio?
Armando sonrió, obviando la pregunta.
—La policía les ha dicho que usted falleció. Una nota sobre su muerte apareció hace semanas en los diarios. No le quise decir nada porque entiendo que leer sobre el propio fallecimiento cuando uno está convaleciente no ayuda.
—¿De qué fallecí?
—Causas naturales. Se cayó usted por un barranco cuando pretendía huir de la justicia.
—Entonces, ¿estoy muerto?
—Como la polka.
Fermín sopesó las implicaciones de su nuevo estatus.
—¿Y ahora qué hago? ¿Adónde voy? No puedo quedarme aquí para siempre, abusando de su bondad y poniéndolos en peligro.
Armando se sentó a su lado y encendió uno de los cigarrillos que se liaba él mismo y que olían a eucalipto.
—Fermín, puede hacer lo que quiera, porque usted no existe. Yo casi le diría que se quedase con nosotros, porque ahora es usted uno de los nuestros, gente que no tiene ni nombre ni figura en ningún lugar. Somos fantasmas. Invisibles. Pero sé que tiene usted que volver y resolver lo que sea que ha dejado allí. Lamentablemente, una vez que se vaya de aquí yo no puedo ofrecerle protección.
—Ya ha hecho usted suficiente por mí.
Armando le palmeó el hombro y le tendió una hoja de papel doblada que llevaba en el bolsillo.
—Márchese de la ciudad un tiempo. Deje pasar un año y, cuando vuelva, empiece por aquí —dijo al alejarse.
Fermín desdobló la página y leyó:
FERNANDO BRIANS
Abogado
Calle de Caspe, 12
Sobreático 1.ª
Barcelona. Teléfono 564375
—¿Cómo puedo pagarles lo que han hecho ustedes por mí?
—Cuando haya resuelto sus asuntos pásese un día por aquí y pregunte por mí. Nos iremos a ver bailar a Carmen Amaya y luego me cuenta usted cómo consiguió escapar de ahí arriba. Tengo curiosidad —dijo Armando.
Fermín miró aquellos ojos negros y asintió lentamente.
—¿En qué celda estuvo usted, Armando?
—La trece.
—¿Eran suyas las marcas de cruces en la pared?
—A diferencia de usted, Fermín, yo sí soy creyente, pero ya no tengo fe.
Aquel atardecer nadie le impidió que se fuera ni se despidió de él. Partió, uno más entre los invisibles, hacia las calles de una Barcelona que olía a electricidad. Vio a lo lejos las torres de la Sagrada Familia encalladas en un manto de nubes rojas que amenazaban con una tormenta bíblica y siguió caminando. Sus pasos lo llevaron hasta la estación de autobuses de la calle Trafalgar. En los bolsillos del abrigo que Armando le había regalado encontró dinero. Compró el billete con el trayecto más largo que encontró y pasó la noche en el autobús recorriendo carreteras desiertas bajo la lluvia. Al día siguiente hizo lo mismo y así, tras jornadas de trenes, caminatas y autobuses de medianoche llegó hasta donde las calles no tenían nombre y las casas no tenían número y donde nada ni nadie lo recordaba.
Tuvo cien oficios y ningún amigo. Hizo dinero que gastó. Leyó libros que hablaban de un mundo en el que ya no creía. Empezó a escribir cartas que nunca supo cómo terminar. Vivió contra el recuerdo y el remordimiento. Más de una vez se adentró en un puente o un barranco y contempló el abismo con serenidad. En el último momento siempre volvía la memoria de aquella promesa y la mirada del Prisionero del Cielo. Al año dejó la habitación que tenía alquilada sobre un bar y sin más equipaje que un ejemplar de
La Ciudad de los Malditos
que había encontrado en un mercadillo, posiblemente el único de los libros de Martín que no había sido quemado y que había leído una docena de veces, caminó dos kilómetros hasta la estación de tren y compró el billete que le había estado esperando todos aquellos meses.
—Uno para Barcelona, por favor.
El taquillero expidió el billete y se lo entregó con una mirada de desdén:
—Menudas ganas —dijo—. Con los polacos de mierda.
Barcelona, 1941
A
nochecía cuando Fermín descendió del tren en la estación de Francia. La máquina había escupido una nube de vapor y hollín que reptaba por el andén y velaba los pasos de los pasajeros que descendían tras el largo trayecto. Fermín se unió a la marcha silenciosa hacia la salida entre gentes enfundadas en ropas deshilachadas que arrastraban maletas sujetas con correas, ancianos prematuros que portaban todas sus pertenencias en un fardo y niños con la mirada y los bolsillos vacíos.
Una pareja de la Guardia Civil custodiaba la entrada al andén y Fermín pudo ver que sus ojos se paseaban entre los pasajeros y que detenían a algunos al azar para pedirles la documentación. Fermín siguió caminando en línea recta hacia uno de ellos. Cuando apenas los separaban una docena de metros, advirtió que el guardia civil lo estaba observando. En la novela de Martín que le había servido de compañía todos aquellos meses, uno de los personajes afirmaba que el mejor modo de desarmar a la autoridad es dirigirse a ella antes de que la autoridad se dirija a uno. Antes de que el agente pudiera señalarle, Fermín se encaminó directamente hacia él y le habló con voz serena.
—Buenas noches, jefe. ¿Sería tan amable de indicarme dónde queda el hotel Porvenir? Tengo entendido que está en la plaza Palacio, pero casi no conozco la ciudad.
El guardia civil lo examinó en silencio, un tanto descolocado. Su compañero se había acercado y le cubrió el flanco derecho.
—Eso lo va tener que preguntar en la salida —dijo en un tono poco amigable.
Fermín asintió cortésmente.
—Disculpe la molestia. Así lo haré.
Se disponía a continuar hacia el vestíbulo de la estación cuando el otro agente le retuvo del brazo.
—La plaza Palacio queda a la izquierda al salir. Frente a Capitanía.
—Muy agradecido. Que tengan ustedes una buena noche.
El guardia civil lo soltó y Fermín se alejó lentamente, midiendo sus pasos hasta que llegó al vestíbulo y de allí a la calle.
Un cielo escarlata cubría una Barcelona negra y tramada de siluetas oscuras y afiladas. Un tranvía semivacío se arrastraba proyectando una luz mortecina sobre los adoquines. Fermín esperó a que hubiera pasado para cruzar al otro lado. Mientras sorteaba los raíles espejados contempló la fuga que dibujaba el paseo Colón y, al fondo, la montaña de Montjuic y el castillo, que se alzaba sobre la ciudad. Bajó la mirada y enfiló la calle Comercio en dirección al mercado del Borne. Las calles estaban desiertas y una brisa fría soplaba entre los callejones. No tenía adónde ir.