Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Lo miré fríamente.
—Es…, es uno de los socios de la editorial para la que trabajo.
—¿Te pidió él que escribieses esa carta?
Cascos dudó. Me levanté y di un paso hacia él. Le agarré del pelo y tiré con fuerza.
—No me pegues más —suplicó.
—¿Te pidió Valls que escribieras esa carta?
Cascos evitaba mirarme a los ojos.
—No fue él —atinó a decir.
—¿Quién entonces?
—Uno de sus secretarios. Armero.
—¿Quién?
—Paco Armero. Es un empleado de la editorial. Me dijo que retomase el contacto con Beatriz. Que si lo hacía habría algo para mí. Una recompensa.
—¿Para qué tenías que retomar el contacto con Bea?
—No lo sé.
Hice ademán de abofetearle de nuevo.
—No lo sé —gimió Cascos—. Es la verdad.
—¿Y para eso la citaste aquí?
—Yo a Beatriz la sigo queriendo.
—Bonita manera de demostrarlo. ¿Dónde está Valls?
—No lo sé.
—¿Cómo puedes no saber dónde está tu jefe?
—Porque no lo conozco. ¿De acuerdo? No le he visto nunca. No he hablado nunca con él.
—Explícate.
—Entré a trabajar en Ariadna hace año y medio, en la oficina de Madrid. En todo ese tiempo nunca lo he visto. Nadie le ha visto.
Se levantó lentamente y se dirigió hacia el teléfono de la habitación. No le detuve. Asió el auricular y me lanzó una mirada de odio.
—Voy a llamar a la policía…
—No será necesario —llegó la voz desde el corredor de la habitación.
Me volví para descubrir a Fermín ataviado con lo que imaginé que era uno de los trajes de mi padre sosteniendo en alto un documento con aspecto de licencia oficial.
—Inspector Fermín Romero de Torres. Policía. Se ha reportado un alboroto. ¿Quién de ustedes puede sintetizar los hechos aquí acontecidos?
No sé quién de los dos estaba más desconcertado, si Cascos o yo. Fermín aprovechó la ocasión para arrebatar suavemente el auricular de la mano de Cascos.
—Permítame —dijo apartándole—. Aviso a jefatura.
Fingió marcar un número y nos sonrió.
—Con jefatura, por favor. Sí, gracias.
Esperó unos segundos.
—Sí, Mari Pili, soy Romero de Torres. Páseme a Palacios. Sí, espero.
Mientras Fermín fingía esperar y cubría el auricular con la mano, hizo un gesto hacia Cascos.
—¿Y usted se ha dado con la puerta del váter o hay algo que desee declarar?
—Este salvaje me ha agredido y ha intentado matarme. Quiero presentar una denuncia ahora mismo. Se le va a caer el pelo.
Fermín me miró con aire oficial y asintió.
—Efectivamente. Folículo a folículo.
Fingió oír algo en el teléfono y con un gesto le indicó a Cascos que guardase silencio.
—Sí, Palacios. En el Ritz. Sí. Un 424. Un herido. Mayormente en la cara. Depende. Yo diría que como un mapa. De acuerdo. Procedo al arresto sumarísimo del sospechoso.
Colgó el teléfono.
—Todo solucionado.
Fermín se me acercó y, agarrándome del brazo con autoridad, me indicó que me callase.
—Usted no suelte prenda. Todo lo que diga será utilizado para enchironarle como mínimo hasta Todos los Santos. Venga, andando.
Cascos, retorcido de dolor y confundido aún por la aparición de Fermín, contemplaba la escena sin dar crédito.
—¿No lo va a esposar?
—Éste es un hotel fino. Los grilletes se los colocaremos en el coche patrulla.
Cascos, que seguía sangrando y probablemente veía doble, nos vedó el paso poco convencido.
—¿Seguro que es usted policía?
—Brigada secreta. Ahora mismo mando que le envíen un chuletón de ternera crudo para que se lo ponga en la cara a modo de mascarilla. Mano de santo para contusiones en distancias cortas. Mis colegas pasarán más tarde para tomarle el atestado y preparar los cargos procedentes —recitó apartando el brazo de Cascos y empujándome a toda velocidad hacia la salida.
T
omamos un taxi a la puerta del hotel y recorrimos la Gran Vía en silencio.
—¡Jesús, María y José! —estalló Fermín—. ¿Está usted loco? Lo miro y no lo reconozco… ¿Qué quería? ¿Cargarse a ese imbécil?
—Trabaja para Mauricio Valls —dije por toda respuesta.
Fermín puso los ojos en blanco.
—Daniel, esta obsesión suya está empezando a salirse de madre. En mala hora le conté yo nada… ¿Está usted bien? A ver esa mano…
Le mostré el puño.
—Virgen Santa.
—¿Cómo sabía usted…?
—Porque lo conozco como si lo hubiera parido, aunque hay días que casi me arrepiento —dijo colérico.
—No sé qué me ha dado…
—Yo sí lo sé. Y no me gusta. No me gusta nada. Ése no es el Daniel que yo conozco. Ni el Daniel del que quiero ser amigo.
Me dolía la mano, pero más me dolió comprender que había decepcionado a Fermín.
—Fermín, no se enfade usted conmigo.
—No, si encima el niño querrá que le dé una medalla…
Pasamos un rato en silencio, mirando cada uno a su lado de la calle.
—Menos mal que ha venido usted —dije al fin.
—¿Se creía que lo iba a dejar solo?
—No le dirá nada a Bea, ¿verdad?
—Si le parece escribiré una carta al director a
La Vanguardia
para contar su hazaña.
—No sé qué me ha pasado, no lo sé…
Me miró con severidad pero finalmente relajó el gesto y me palmeó la mano. Me tragué el dolor.
—No le demos más vueltas. Supongo que yo habría hecho lo mismo.
Contemplé Barcelona desfilar tras los cristales.
—¿De qué era el carnet?
—¿Cómo dice?
—La identificación de policía que ha enseñado… ¿Qué era?
—El carnet del Barça del párroco.
—Tenía usted razón, Fermín. He sido un imbécil al sospechar de Bea.
—Yo siempre tengo razón. Me viene de nacimiento.
Me rendí a la evidencia y me callé, porque ya había dicho suficientes tonterías por un día. Fermín se había quedado muy callado y tenía el semblante meditabundo. Me inquietó pensar que mi conducta le había producido una decepción tan grande que no sabía qué decirme.
—Fermín, ¿en qué piensa?
Se volvió y me miró con preocupación.
—Pensaba en ese hombre.
—¿Cascos?
—No. En Valls. En lo que ese idiota ha dicho antes. En lo que significa.
—¿A qué se refiere?
Fermín me miró sombríamente.
—A que hasta ahora lo que me preocupaba era que usted quisiera encontrar a Valls.
—¿Y ya no?
—Hay algo que me preocupa aún más, Daniel.
—¿Qué?
—Que él es el que le está buscando a usted.
Nos miramos en silencio.
—¿Se le ocurre a usted por qué? —pregunté.
Fermín, que siempre tenía respuestas para todo, negó lentamente y apartó la mirada.
Hicimos el resto del trayecto en silencio. Al llegar a casa subí directo al piso, me di una ducha y me tragué cuatro aspirinas. Luego bajé las persianas y, abrazando aquella almohada que olía a Bea, me dormí como el idiota que era, preguntándome dónde estaría aquella mujer por la que no me importaba haber protagonizado el ridículo del siglo.
—
P
arezco un puercoespín —sentenció la Bernarda contemplando su imagen multiplicada por cien en la sala de espejos de Modas Santa Eulalia.
Dos modistas arrodilladas a sus pies seguían marcando el vestido de novia con docenas de alfileres bajo la atenta mirada de Bea, que caminaba en círculos alrededor de la Bernarda e inspeccionaba cada pliegue y cada costura como si le fuera la vida en ello. La Bernarda, con los brazos en cruz, casi no se atrevía a respirar, pero su mirada estaba atrapada en la variedad de ángulos que la cámara hexagonal revestida de espejos le devolvía de su silueta en busca de indicios de volumen en el vientre.
—¿Seguro que no se nota nada, señora Bea?
—Nada. Plano como una tabla de planchar. Donde toca, claro.
—Ay, no sé, no sé…
El martirio de la Bernarda y los afanes de las modistas por ajustar y entallar se prolongaron por espacio de media hora más. Cuando ya no parecían quedar alfileres en el mundo con que ensartar a la pobre Bernarda, el modisto estrella de la firma y autor de la pieza hizo acto de presencia descorriendo la cortina y, tras un somero análisis y un par de correcciones en el viso de la falda, dio su aprobación y chasqueó los dedos para indicar a sus asistentes que hicieran mutis por el foro.
—Ni Pertegaz la habría dejado más guapa —dictaminó complacido.
Bea sonrió y asintió.
El modisto, un caballero esbelto de maneras buscadas y posturas encontradas que respondía simplemente al nombre de Evaristo, besó a la Bernarda en la mejilla.
—Es usted la mejor modelo del mundo. La más paciente y la más sufrida. Ha costado, pero ha valido la pena.
—¿Y cree el señorito que podré respirar aquí dentro?
—Mi amor, se casa usted por la Santa Madre Iglesia con un macho ibérico. Respirar se le ha acabado, se lo digo yo. Piense que un traje de novia es como una escafandra de buzo: no es el mejor sitio para respirar, lo divertido empieza cuando se lo quitan.
La Bernarda se santiguó ante las insinuaciones del modisto.
—Ahora lo que le voy a pedir es que se quite el vestido con muchísimo cuidado porque las costuras están sueltas y con tanto alfiler no la quiero ver subir al altar con pinta de colador —dijo Evaristo.
—Yo la ayudo —se ofreció Bea.
Evaristo, lanzando una mirada sugestiva a Bea, la radiografió de pies a cabeza.
—¿Y a usted cuando la voy a poder desvestir y vestir yo, prenda? —inquirió, y se retiró tras la cortina en una salida teatral.
—Menuda mirada le ha echado a la señora el muy granuja —dijo la Bernarda—. Y eso que dicen que es de la acera de enfrente.
—Me parece que Evaristo camina por todas las aceras, Bernarda.
—¿Es eso posible? —preguntó.
—Venga, a ver si te podemos sacar de ahí sin que se caiga un alfiler.
Mientras Bea iba liberando a la Bernarda de su cautiverio, la doncella renegaba por lo bajo.
Desde que se había enterado del precio de aquel vestido, que su patrón, don Gustavo, se había empeñado en costear de su bolsillo, la Bernarda andaba azorada.
—Es que don Gustavo no se tenía que haber gastado esta fortuna. Se empeñó en que tenía que ser aquí, que debe de ser el sitio más caro de toda Barcelona, y en contratar al tal Evaristo, que es medio sobrino suyo o no sé qué y que dice que si los tejidos no son de Casa Gratacós le dan alergia. Ahí es nada.
—A caballo regalado… Además, a don Gustavo le hace ilusión verte casada por todo lo alto. Él es así.
—Yo con el vestido de mi madre y un par de apaños me caso igual y a Fermín le da lo mismo, porque cada vez que le enseño un vestido nuevo lo único que quiere es quitármelo… Y así nos luce el pelo, Dios me perdone —dijo la Bernarda palmeándose el vientre.
—Bernarda, yo también me casé embarazada y estoy segura de que Dios tiene cosas mucho más urgentes de las que ocuparse.
—Eso dice mi Fermín, pero yo no sé…
—Tú haz caso a Fermín y no te preocupes por nada.
La Bernarda, en enaguas y agotada tras dos horas de pie calzando tacones y sosteniendo los brazos en alto, se dejó caer sobre un butacón y suspiró.
—Ay, si el pobre está que ni se le ve con la de kilos que ha perdido. Me tiene preocupadísima.
—Ya verás cómo a partir de ahora remonta. Los hombres son así, como los geranios. Cuando parece que están para tirarlos, reviven.
—No sé, señora Bea, yo a Fermín lo veo muy hundido. Él me dice que se quiere casar, pero a veces tengo dudas.
—Pero si está colado por ti, Bernarda.
La Bernarda se encogió de hombros.
—Mire, yo no soy tan tonta como parezco. Yo lo único que he hecho es limpiar casas desde los trece años y hay muchas cosas que no entenderé, pero sé que mi Fermín ha visto mundo y ha tenido sus líos por ahí. Él nunca me cuenta cosas de su vida antes de conocernos, pero yo sé que ha tenido otras mujeres y que ha dado muchas vueltas.
—Y te ha acabado eligiendo a ti entre todas. Para que veas.
—Si le gustan más las mozas que a un tonto una tiza. Cuando vamos de paseo o a bailar se le van los ojos por ahí que un día se me va a quedar bizco.
—Mientras no se le vayan las manos… Me consta de buena tinta que Fermín te ha sido fiel siempre.
—Ya lo sé. Pero ¿sabe lo que me da miedo, señora Bea? Ser poco para él. Cuando lo veo que me mira embelesado y me dice que quiere que nos hagamos viejos juntos y todas esas zalamerías que suelta él, siempre pienso que un día se despertará por la mañana y se me quedará mirando y dirá: «Y a esta tonta, ¿de dónde la he sacado?»
—Creo que te equivocas, Bernarda. Fermín nunca pensará eso. Te tiene en un pedestal.
—Pues eso tampoco es bueno, mire usted, que mucho señorito he visto yo de esos que ponen a la señora en un pedestal como si fuese una virgen y luego echan a correr detrás de la primera lagarta que pasa como si fuesen perros en celo. No se creería usted la de veces que lo he visto con estos ojitos que Dios me ha dado.
—Pero Fermín no es así, Bernarda. Fermín es uno de los buenos. De los pocos, que los hombres son como las castañas que te venden por la calle: cuando las compras están todas calientes y huelen bien, pero a la que las sacas del cucurucho se enfrían en seguida y te das cuenta de que la mayoría están podridas por dentro.
—No lo dirá por el señor Daniel, ¿verdad?
Bea tardó un segundo en contestar.
—No. Claro que no.
La Bernarda la miró de reojo.
—¿Todo bien en casa, señora Bea?
Bea jugueteó con un pliegue de la enagua que asomaba por el hombro de la Bernarda.
—Sí, Bernarda. Lo que pasa es que creo que las dos hemos ido a buscarnos un par de maridos que tienen sus cosas y sus secretos.
La Bernarda asintió.
—Es que a veces parecen criaturas.
—Hombres. Déjalos correr.
—Pero a mí es que me gustan —dijo la Bernarda—, y ya sé que es pecado.
Bea rió.
—¿Y cómo te gustan? ¿Como Evaristo?
—No, por Dios. Si de tanto mirarse al espejo lo va a gastar. A mí un hombre que tarda en arreglarse más que yo me da no sé qué. A mí me gustan un poco brutos, ¿qué quiere que le diga? Y ya sé que mi Fermín guapo, lo que se dice guapo, pues no es. Pero yo lo veo guapo y bueno. Y muy hombre. Y al final eso es lo que cuenta, que sea bueno y que sea de verdad. Y que te puedas agarrar a él una noche de invierno y te quite el frío del cuerpo.