Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Iba a protestar semejante insinuación cuando Fermín entró con el semblante acelerado y jadeando como si acabase de correr la maratón.
—¿Qué? —preguntó Isaac—. ¿Qué le parece?
—Glorioso. Aunque observo que no tiene lavabo. Al menos a la vista.
—Espero que no se haya hecho pipí en algún rincón.
—He resistido lo sobrehumano hasta llegar aquí.
—Esa puerta a la izquierda. Tendrá que tirar dos veces de la cadena, que a la primera nunca funciona.
Mientras Fermín se deshacía en orines, Isaac le sirvió una taza que le esperaba humeante a su regreso.
—Tengo una serie de preguntas que me gustaría plantearle, don Isaac.
—Fermín, no creo que… —intercedí.
—Pregunte, pregunte.
—El primer bloque tiene que ver con la historia del local. El segundo es de orden técnico y arquitectónico. Y el tercero es básicamente bibliográfico…
Isaac rió. No le había visto reírse en toda su vida y no supe si aquello era una señal del cielo o el presagio de un desastre inminente.
—Primero tendrá que elegir el libro que quiere usted salvar —ofreció Isaac.
—Le he echado el ojo a unos cuantos, pero aunque sólo sea por valor sentimental, me he permitido seleccionar éste.
Extrajo del bolsillo un tomo encuadernado en piel roja con el título en letras doradas en relieve y un grabado de una calavera en la portada.
—Hombre,
La Ciudad de los Malditos, episodio trece: Daphne y la escalera imposible
, de David Martín… —leyó Isaac.
—Un viejo amigo —explicó Fermín.
—No me diga. Pues mire, hubo una época en que le veía por aquí a menudo —dijo Isaac.
—Sería antes de la guerra —apunté.
—No, no…, un tiempo después.
Fermín y yo nos miramos. Me pregunté si realmente Isaac tenía razón y empezaba a estar un tanto caduco para el puesto.
—Sin ánimo de contradecirle, jefe, pero eso es imposible —dijo Fermín.
—¿Imposible? Se va a tener que explicar mejor…
—David Martín huyó del país antes de la guerra —expliqué—. A principios de 1939, hacia el final de la contienda, cruzó por los Pirineos de regreso y fue detenido en Puigcerdá a los pocos días. Estuvo en prisión hasta entrado el año 1940, cuando fue asesinado.
Isaac nos miraba con incredulidad.
—Créaselo, jefe —aseguró Fermín—. Nuestras fuentes son fidedignas.
—Les puedo asegurar que David Martín estuvo sentado ahí en la misma silla que usted, Sempere, y estuvimos conversando un rato.
—¿Está usted seguro, Isaac?
—No he estado tan seguro de nada en toda mi vida —replicó el guardián—. Me acuerdo porque hacía años que no lo veía. Estaba maltrecho y parecía enfermo.
—¿Recuerda la fecha en que vino?
—Perfectamente. Era la última noche de 1940. Nochevieja. Es la última vez que le vi.
Fermín y yo andábamos perdidos en cálculos.
—Eso significa que lo que aquel carcelero, Bebo, le contó a Brians era cierto. La noche que Valls ordenó que se lo llevaran al caserón junto al parque Güell y lo mataran… Bebo dijo que luego oyó a los pistoleros decir que algo había pasado allí, que había alguien más en la casa… Alguien que pudo haber evitado que mataran a Martín… —improvisé.
Isaac escuchaba aquellas elucubraciones con consternación.
—¿De qué están ustedes hablando? ¿Quién quería asesinar a Martín?
—Es una larga historia —dijo Fermín—. Con toneladas de apostillas.
—Pues a ver si me la cuentan algún día…
—¿Le pareció que Martín estaba cuerdo, Isaac? —pregunté.
Isaac se encogió de hombros.
—Con Martín uno nunca sabía… Ese hombre tenía el alma atormentada. Cuando se iba le pedí que me dejase acompañarle al tren, pero me dijo que un coche lo esperaba fuera.
—¿Un coche?
—Un Mercedes-Benz nada menos. Propiedad de alguien a quien se refería como el Patrón y que, por lo visto, lo esperaba en la puerta. Pero cuando salí con él, allí no había ni coche, ni patrón, ni nada de nada…
—No se lo tome a mal, jefe, pero siendo Nochevieja, y en el espíritu festivo de la ocasión, ¿no podría ser que se hubiera usted excedido en la ingesta de vinos y espumosos y, aturdido por los villancicos y el alto contenido de azúcares del turrón de Jijona, se hubiera imaginado usted todo esto? —inquirió Fermín.
—En el capítulo espumosos yo sólo bebo gaseosa y lo más peleón que tengo por aquí es una botella de agua oxigenada —precisó Isaac, sin mostrarse ofendido.
—Disculpe la duda. Era mero trámite.
—Me hago cargo. Pero créame cuando le digo que a menos que quien viniera aquella noche fuera un espíritu, y no creo que lo fuera porque le sangraba un oído y le temblaban las manos de fiebre, por no decir que se pulió todos los terrones de azúcar que tenía en mi despensa, Martín estaba tan vivo como ustedes o como yo.
—¿Y no dijo a qué venía después de tanto tiempo?
Isaac asintió.
—Dijo que venía a dejarme algo y que, cuando pudiera, volvería a buscarlo. Él o alguien a quien él enviaría…
—¿Y qué le dejó?
—Un paquete envuelto en papel y cordeles. No sé lo que había dentro.
Tragué saliva.
—¿Y lo tiene todavía? —pregunté.
E
l paquete, rescatado del fondo de un armario, reposaba sobre el escritorio de Isaac. Cuando lo rocé con los dedos, la fina película de polvo que lo cubría se alzó en una nube de partículas encendidas a la lumbre del candil que Isaac sostenía a mi izquierda. A mi derecha, Fermín desenfundó su cortaplumas y me lo tendió. Nos miramos los tres.
—Que sea lo que Dios quiera —dijo Fermín.
Pasé la cuchilla bajo el cordel que aseguraba el papel de estraza que envolvía el paquete y lo corté. Con sumo cuidado fui apartando el envoltorio hasta que el contenido quedó a la vista. Era un manuscrito. Las páginas estaban sucias, impregnadas de cera y de sangre. La primera página mostraba el título trazado en una caligrafía diabólica.
—Es el libro que escribió durante su encierro en la torre —murmuré—. Bebo debió de salvarlo.
—Debajo hay algo, Daniel… —indicó Fermín.
Una esquina de pergamino asomaba bajo las páginas del manuscrito. Tiré de ella y recuperé un sobre. Estaba cerrado por un sello de lacre escarlata con la figura de un ángel. Al frente, una sola palabra en tinta roja:
Sentí que el frío me subía por las manos. Isaac, que presenciaba la escena entre el asombro y la consternación, se retiró con sigilo hacia el umbral de la puerta seguido de Fermín.
—Daniel —llamó Fermín suavemente—. Le dejamos tranquilo para que abra usted el sobre con calma y privacidad…
Escuché sus pasos alejarse despacio y apenas pude oír el inicio de su conversación.
—Oiga, jefe, entre tanta emoción me he olvidado de comentarle que antes, al entrar, no he podido evitar oír que decía usted que tenía ganas de jubilarse y dejar el puesto.
—Así es. Son ya muchos años aquí, Fermín. ¿Por qué?
—Pues mire, ya sé que acabamos de conocernos como aquel que dice, pero a lo mejor estaría yo interesado…
Las voces de Fermín e Isaac se desvanecieron en los ecos del laberinto del Cementerio de los Libros Olvidados. A solas, me senté en la butaca del guardián y desprendí el sello de lacre. El sobre contenía una cuartilla plegada de color ocre. La abrí y empecé a leer.
Barcelona, 31 de diciembre de 1940
Querido Daniel:
Escribo estas palabras en la esperanza y el convencimiento de que algún día descubrirás este lugar, el Cementerio de los Libros Olvidados, un lugar que cambió mi vida como estoy seguro de que cambiará la tuya. Esa misma esperanza me lleva a creer que quizá entonces, cuando yo ya no esté aquí, alguien te hablará de mí y de la amistad que me unió a tu madre. Sé que si llegas a leer estas palabras, serán muchas las preguntas y las dudas que te embarguen. Algunas de las respuestas las encontrarás en este manuscrito en el que he intentado plasmar mi historia como la recuerdo, sabiendo que mi lucidez tiene los días contados y que a menudo sólo soy capaz de evocar lo que nunca sucedió.
Sé también que, cuando recibas esta carta, el tiempo habrá empezado a borrar las huellas de lo que pasó. Sé que albergarás sospechas y que si la verdad acerca de los últimos días de tu madre llega a tu conocimiento compartirás conmigo la ira y la sed de venganza. Dicen que es de sabios y de justos perdonar, pero yo sé que nunca podré hacerlo. Mi alma está ya condenada y no tiene salvación posible. Sé que dedicaré cada gota de aliento que me quede en este mundo a intentar vengar la muerte de Isabella. Es mi destino, pero no el tuyo.
Tu madre no habría querido para ti una vida como la mía, a ningún precio. Tu madre habría querido para ti una vida plena, sin odio ni rencor. Por ella te pido que leas esta historia y que una vez terminada la destruyas, que olvides cuanto hayas podido oír acerca de un pasado que ya no existe, que limpies tu corazón de ira y que vivas la vida que tu madre quiso darte, mirando siempre hacia adelante.
Y si algún día, arrodillado frente a su tumba, sientes que el fuego de la rabia intenta apoderarse de ti, recuerda que en mi historia, como en la tuya, hubo un ángel que tiene todas las respuestas.
Tu amigo,
D
AVID
M
ARTÍN
Releí varias veces las palabras que David Martín me enviaba a través del tiempo, palabras que me parecieron impregnadas de arrepentimiento y de locura, palabras que no acerté a entender completamente. Sostuve la carta en mis manos unos instantes y luego la acerqué a la llama del candil y la contemplé arder.
Encontré a Fermín y a Isaac al pie del laberinto, charlando como viejos amigos. Al verme aparecer sus voces se silenciaron y ambos me miraron expectantes.
—Lo que dijera esa carta sólo le concierne a usted, Daniel. No tiene por qué contarnos nada.
Asentí. El eco de unas campanas se insinuó tras los muros. Isaac nos miró y consultó su reloj.
—Oigan, ¿ustedes no iban hoy a una boda?
L
a novia vestía de blanco y, aunque no lucía grandes alhajas ni adornos, no ha habido en la historia una mujer que fuese más hermosa a los ojos de su prometido que la Bernarda aquel día primerizo de febrero reluciente de sol en la plaza de la iglesia de Santa Ana. Don Gustavo Barceló, que si no había comprado todas las flores de Barcelona para inundar la entrada al templo no había comprado ninguna, lloró como una magdalena, y el cura amigo del novio nos sorprendió a todos con un sermón lúcido que le arrancó lágrimas hasta a Bea, que no era presa fácil.
A mí estuvieron a punto de caérseme los anillos pero todo quedó olvidado cuando el sacerdote, cumplidos los prolegómenos, invitó a Fermín a besar a la novia. Fue entonces cuando me volví un instante y me pareció ver una figura en la última fila de la iglesia, un desconocido que me miraba sonriendo. No podría atinar a decir por qué, pero por un instante tuve la certeza de que aquel extraño no era sino el Prisionero del Cielo. Sin embargo cuando miré de nuevo, ya no estaba allí. A mi lado, Fermín abrazó a la Bernarda con fuerza y, sin miramientos, le plantó un beso en los labios que arrancó una ovación capitaneada por el cura.
Al ver aquel día a mi amigo besar a la mujer que quería se me ocurrió pensar que aquel momento, aquel instante robado al tiempo y a Dios, valía todos los días de miseria que nos habían conducido hasta allí y otros tantos que seguro que nos esperaban al salir de regreso a la vida, y que todo cuanto era decente y limpio y puro en este mundo y todo por lo que merecía la pena seguir respirando estaba en aquellos labios, en aquellas manos y en la mirada de aquellos dos afortunados que, supe, estarían juntos hasta el final de sus vidas.
1960
U
n hombre joven, tocado apenas de algunas canas y una sombra en la mirada, camina al sol del mediodía entre las lápidas del cementerio bajo un cielo prendido en el azul del mar.
Lleva en sus brazos a un niño que apenas puede entender sus palabras pero que sonríe al encontrar sus ojos. Juntos se acercan a una modesta tumba apartada en una balaustrada suspendida sobre el Mediterráneo. El hombre se arrodilla frente a la tumba y, sosteniendo a su hijo, le deja acariciar las letras grabadas sobre la piedra.
ISABELLA SEMPERE
1917–1939
El hombre permanece allí un rato en silencio, los párpados apretados para contener el llanto.