Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Bea sonreía asintiendo.
—Amén. Aunque a mí un pajarito me dijo que el que te gustaba era Cary Grant.
La Bernarda se sonrojó.
—¿Y a usted no? No para casarse, ¿eh?, que a mí me da que ése se enamoró el día que se vio por primera vez en el espejo, pero, entre usted y yo, y que Dios me perdone, para un buen apretón tampoco le iba yo a hacer ascos…
—¿Qué diría Fermín si te oyese, Bernarda?
—Lo que dice siempre: «Total, lo que se han de comer los gusanos…»
EL NOMBRE DEL HÉROE
Barcelona, 1958
M
uchos años después, los veintitrés invitados allí reunidos para celebrar la ocasión habrían de volver la vista atrás y recordar aquella víspera histórica del día en que Fermín Romero de Torres abandonó la soltería.
—Es el fin de una era —proclamó el profesor Alburquerque alzando su copa de champán en un brindis y sintetizando mejor que nadie lo que todos sentíamos.
La fiesta de despedida de soltero de Fermín, un evento cuyos efectos en la población femenina del orbe don Gustavo Barceló comparó con la muerte de Rodolfo Valentino, tuvo lugar una noche clara de febrero de 1958 en la gran sala de baile de La Paloma, escenario en el que el novio había protagonizado tangos de infarto y momentos que ahora pasarían a formar parte del sumario secreto de una larga carrera al servicio del eterno femenino.
Mi padre, a quien habíamos conseguido sacar de casa por una vez en la vida, había contratado los servicios de la orquesta de baile semiprofesional La Habana del Baix Llobregat, que se avino a tocar a un precio de ganga y nos deleitó con una selección de mambos, guarachas y sones montunos que transportaron al novio a sus días lejanos en el mundo de la intriga y el
glamour
internacional en los grandes casinos de la Cuba olvidada. Quién más, quién menos, los asistentes a la fiesta abandonaron el pudor y se lanzaron a la pista a mover el esqueleto a mayor gloria de Fermín.
Barceló había convencido a mi padre de que los vasos de vodka que le iba administrando eran agua mineral con un par de gotas de aromas de Montserrat y al rato todos pudimos asistir al inédito espectáculo de ver a mi padre bailar apretado con una de las fámulas que la Rociíto, verdadera alma de la fiesta, había traído para amenizar el evento.
—Santo Dios —murmuré al contemplar a mi padre menear las caderas y sincronizar encontronazos de trasero al primer tiempo de compás con aquella veterana de la noche.
Barceló circulaba entre los invitados repartiendo puros y unas estampitas conmemorativas que había hecho imprimir en un taller especializado en recordatorios de comuniones, bautizos y entierros. En papel de fino gramaje, se podía ver una caricatura de Fermín ataviado de angelito con las manos en amago de oración y la leyenda:
Fermín, por primera vez en mucho tiempo, estaba feliz y sereno. Media hora antes de empezar la jarana lo había acompañado a Can Lluís, donde el profesor Alburquerque nos dio fe de que aquella misma mañana había estado en el Registro Civil armado con todo el dossier de documentos y papeles confeccionados con mano maestra por Oswaldo Darío de Mortenssen y su asistente Luisito.
—Amigo Fermín —proclamó el profesor—. Le doy la bienvenida oficial al mundo de los vivos y le hago entrega, con don Daniel Sempere y aquí los amigos de Can Lluís como testigos, de su nueva y legítima cédula de identidad.
Fermín, emocionado, examinó su nueva documentación.
—¿Cómo han logrado ustedes este milagro?
—La parte técnica mejor se la ahorramos. Lo que cuenta es que cuando se tiene un amigo de verdad, dispuesto a jugársela y a remover cielo y tierra para que se pueda usted casar en toda regla y empezar a traer criaturas al mundo con que continuar la dinastía Romero de Torres, casi todo es posible, Fermín —dijo el profesor.
Fermín me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó con tanta fuerza que creí que me iba a asfixiar. No me avergüenza admitir que aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida.
H
abía pasado una hora y media de música, copas y bailoteo procaz cuando me tomé un respiro y me acerqué a la barra a buscar algo de beber que no contuviese alcohol porque no creía que pudiera ingerir una gota más de ron con limón, bebida oficial de la noche. El camarero me sirvió un agua fría y me apoyé de espaldas a la barra a contemplar la juerga. No había reparado en que, al otro extremo de la barra, estaba la Rociíto. Sostenía una copa de champán en las manos y observaba la fiesta que ella había organizado con aire de melancolía. Por lo que me había contado Fermín, calculé que la Rociíto debía de estar a punto de cumplir los treinta y cinco, pero casi veinte años en el oficio habían dejado muchas huellas e incluso en aquella media luz de colores la reina de la calle Escudellers parecía mayor.
Me acerqué hasta ella y le sonreí.
—Rociíto, está usted más guapa que nunca —mentí.
Se había enfundado sus mejores galas y se reconocía el trabajo de la mejor peluquería de la calle Conde del Asalto, pero me pareció que aquella noche la Rociíto lo que estaba era más triste que nunca.
—¿Está usted bien, Rociíto?
—Mírelo, pobrecico, en los huesos está y aún tiene ganas de bailar.
Sus ojos estaban prendidos en Fermín y supe que ella siempre vería en él a aquel campeón que la había salvado de un macarra de poca monta y que, probablemente, tras veinte años en la calle, era el único hombre que había conocido que valía la pena.
—Don Daniel, no se lo he querido decir a Fermín, pero mañana no voy a ir a la boda.
—¿Qué dices, Rociíto? Pero si Fermín te tenía reservado sitio de honor…
La Rociíto bajó la mirada.
—Ya lo sé, pero no puedo ir.
—¿Por qué? —pregunté, aunque imaginaba la respuesta.
—Porque me daría mucha pena y yo quiero que el señorito Fermín sea feliz con su señora.
La Rociíto había empezado a llorar. No supe qué decir, así que la abracé.
—Yo siempre lo he querido, ¿sabe usted? Desde que lo conocí. Yo ya sé que no soy la mujer para él, que él me ve como…, bueno, pues la Rociíto.
—Fermín te quiere mucho, eso no se te tiene que olvidar nunca.
La mujer se apartó y se secó las lágrimas avergonzada. Me sonrió y se encogió de hombros.
—Perdone usted, es que soy una tonta y cuando bebo dos gotas no sé ni lo que me digo.
—No pasa nada.
Le ofrecí mi vaso de agua y lo aceptó.
—Un día te das cuenta de que se te ha pasado la juventud y que el tren se ha ido ya, ¿sabe usted?
—Siempre hay trenes. Siempre.
La Rociíto asintió.
—Por eso no iré a la boda, don Daniel. Hace ya meses que conocí a un señor de Reus. Es un buen hombre. Viudo. Un buen padre. Tiene una chatarrería y siempre que pasa por Barcelona viene a verme. Me ha pedido que me case con él. Ninguno de los dos vamos engañados, ¿sabe usted? Hacerse viejo solo es muy duro, y yo ya sé que no tengo el cuerpo para seguir en la calle. Jaumet, el señor de Reus, me ha pedido que me vaya de viaje con él. Los hijos ya se le han ido de casa y él ha estado trabajando toda la vida. Dice que quiere ver mundo antes de irse y me ha pedido que le acompañe. Como su esposa, no como una fulana de usar y tirar. El barco sale mañana por la mañana temprano. Jaumet dice que un capitán de barco tiene autoridad para casar en alta mar y, si no, buscaremos un cura en cualquier puerto de por ahí.
—¿Lo sabe Fermín?
Como si nos hubiese oído desde lejos, Fermín detuvo sus pasos en la pista de baile y se nos quedó mirando. Alargó los brazos hacia la Rociíto y puso aquella cara de remolón necesitado de arrumacos que tanto resultado le había dado. La Rociíto se rió, negando por lo bajo, y antes de reunirse con el amor de su vida en la pista de baile para su último bolero, se volvió y me dijo:
—Cuídemelo bien, Daniel. Que Fermín sólo hay uno.
La orquesta había dejado de tocar y la pista se abrió para recibir a la Rociíto. Fermín la tomó de las manos. Los faroles de La Paloma se extinguieron lentamente y de entre las sombras emergió el haz de un foco que dibujó un círculo de luz vaporosa a los pies de la pareja. Los demás se hicieron a un lado y la orquesta, lentamente, atacó los compases del bolero más triste jamás compuesto. Fermín rodeó el talle de la Rociíto. Mirándose a los ojos, lejos del mundo, los amantes de aquella Barcelona que ya nunca volvería bailaron agarrados por última vez. Cuando la música se desvaneció, Fermín la besó en los labios y la Rociíto, bañada en lágrimas, le acarició la mejilla y se alejó lentamente hacia la salida sin despedirse.
L
a orquesta acudió al rescate de aquel momento con una guaracha y Oswaldo Darío de Mortenssen, que de tanto escribir cartas de amor se había convertido en un enciclopedista de melancolías, animó a los asistentes a regresar a la pista y a fingir que nadie había visto nada. Fermín, un tanto abatido, se acercó a la barra y se sentó en un taburete a mi lado.
—¿Está bien, Fermín?
Asintió débilmente.
—Creo que me iría bien algo de aire fresco, Daniel.
—Espéreme aquí, que recojo los abrigos.
Caminábamos por la calle Tallers rumbo a las Ramblas cuando, a una cincuentena de metros por delante, vislumbramos una silueta de aspecto familiar que caminaba lentamente.
—Oiga, Daniel, ¿ése no es su padre?
—El mismo. Borracho como una cuba.
—Lo último que esperaba ver en este mundo —dijo Fermín.
—Pues imagínese yo.
Apretamos el paso hasta alcanzarle y, al vernos, mi padre nos sonrió con ojos vidriosos.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Muy tarde.
—Ya me parecía. Oiga, Fermín, una fiesta fabulosa. Y qué chavalas. Había culos ahí que daban como para empezar una guerra.
Puse los ojos en blanco. Fermín asió a mi padre del brazo y guió sus pasos.
—Señor Sempere, nunca pensé que le diría esto, pero está usted en estado de intoxicación etílica y es mejor que no diga nada de lo que después vaya a arrepentirse.
Mi padre asintió, súbitamente avergonzado.
—Es ese demonio de Barceló, que no sé qué me ha dado y yo no estoy acostumbrado a beber…
—Nada. Ahora se toma un bicarbonato y luego duerme la mona. Mañana como una rosa y aquí no ha pasado nada.
—Creo que voy a vomitar.
Entre Fermín y yo lo mantuvimos en pie mientras el pobre devolvía todo lo que había bebido. Le sostuve la frente empapada de sudor frío con la mano y, cuando estuvo claro que ya no le quedaba dentro ni la primera papilla, lo acomodamos un momento en los escalones de un portal.
—Respire hondo y despacio, señor Sempere.
Mi padre asintió con los ojos cerrados. Fermín y yo intercambiamos una mirada.
—Oiga, ¿usted no se casaba pronto?
—Mañana por la tarde.
—Hombre, pues felicidades.
—Gracias, señor Sempere. Qué me dice, ¿se ve con valor de que nos acerquemos a casa poco a poco?
Mi padre asintió.
—Venga, valiente, que no queda nada.
Corría un aire fresco y seco que consiguió despejar a mi padre. Para cuando enfilamos la calle Santa Ana diez minutos después, ya había recuperado la composición de lugar y el pobre estaba mortificado de vergüenza. Probablemente no se había emborrachado en toda su vida.
—De esto, por favor, ni palabra a nadie —nos suplicó.
Estábamos a unos veinte metros de la librería cuando advertí que había alguien sentado en el portal del edificio. El gran farol de Casa Jorba en la esquina de la Puerta del Ángel perfilaba la silueta de una muchacha joven que sostenía una maleta sobre las rodillas. Al vernos se levantó.
—Tenemos compañía —murmuró Fermín.
Mi padre la vio primero. Advertí algo extraño en su rostro, una calma tensa que le asaltó como si hubiera recuperado la sobriedad de golpe. Avanzó hacia la muchacha pero de repente se detuvo petrificado.
—¿Isabella? —le oí decir.
Temiendo que la bebida todavía le nublara el juicio y que fuera a desplomarse allí en plena calle, me adelanté unos pasos. Fue entonces cuando la vi.
N
o debía de tener más de diecisiete años. Emergió a la claridad del farol que pendía de la fachada del edificio y nos sonrió con timidez, alzando la mano en un amago de saludo.
—Yo soy Sofía —dijo, con un acento tenue en la voz.