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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (73 page)

BOOK: El poder del perro
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Examina las fotos. Empezando con una imagen grande de toda la zona de San Felipe, tomada desde un satélite meteorológico, desechan el sector conectado a la red eléctrica y empiezan a avanzar a través de los vectores norte y sur de la ciudad ampliados.

Descartan las zonas del interior. No hay suministro de agua, pocas carreteras transitables, y las escasas carreteras que serpentean a través del desierto rocoso dejarían a los Barrera tan solo una vía de escape, y no es probable que se hayan encerrado en esa ratonera.

Por lo tanto, se concentran en la costa, al este de la cadena de montañas bajas y la carretera principal, que corre paralela a la costa, con carreteras secundarias que van hacia el este, a los campamentos de pesca y otros pequeños pueblos de la playa.

La costa norte de San Felipe es un lugar muy frecuentado por todoterrenos, y suele estar abarrotado de turistas, pescadores y campamentos de todoterrenos, de modo que no da mucho juego. La costa sur de la ciudad es similar, pero la carretera empeora de manera considerable y la civilización casi desaparece, hasta que te acercas a la pequeña aldea pesquera de Puertocitos.

Pero hay una extensión de diez kilómetros entre las dos ciudades (que empieza a unos cuarenta kilómetros al sur de San Felipe) en que no hay campamentos, tan solo algunas casas de playa aisladas. El radio de acción coincide con la potencia de la señal del móvil de Barrera, 4800 bps, de modo que es ahí donde tienen que concentrar sus esfuerzos.

Es un lugar perfecto, piensa Art. Solo hay unas pocas carreteras de acceso (pistas para todoterrenos), y los Barrera deben de tener apostados centinelas en esa carretera, y también en San Felipe y Puertocitos. Pueden divisar cualquier vehículo solitario que se acerque por la carretera, y ya no digamos el convoy armado necesario para el asalto. Para cuando puedan acercarse, los Barrera ya habrán desaparecido (por carretera o por barco).

Pero no puedes pensar en eso ahora. Primero, localiza el objetivo, y después, preocúpate de cómo conquistarlo.

Hay una docena de casas esparcidas por el tramo aislado de costa. Algunas en la misma playa, pero la mayoría en las colinas. Tres no están ocupadas. No hay vehículos ni señales, de neumáticos recientes. Cuesta elegir entre las nueve restantes. Todas parecen normales, desde el espacio, al menos, aunque es difícil para Art decidir cuál sería anormal en este caso. Todas parecen haber sido construidas en parcelas despejadas de rocas y agave. La mayoría son sencillas, edificios rectangulares de techo de paja o compuesto. La mayoría...

Entonces repara en la anomalía.

Casi la pasa por alto, pero algo le llama la atención. Algo que no encaja.

—Haz un zoom sobre eso —dice.

—¿Qué? —pregunta Shag.

Donde Art señala con el dedo solo ve rocas y maleza.

«Eso» es la sombra de unas rocas, que no se distinguen de un millón de otras, pero la sombra... la sombra es una línea recta.

—Eso es un edificio —dice Art.

Descargan la imagen y la amplían. Es granulada, cuesta verlo, pero al examinarla bajo una lupa detectan una profundidad.

—¿Estamos mirando una roca cuadrada? —pregunta Art—. ¿O un edificio cuadrado con un techo de roca?

—¿Quién pone un techo de roca en una casa? —pregunta Shag.

—Alguien que quiere fundirla con el paisaje —contesta Art.

Hacen retroceder el zoom, y ahora empiezan a distinguir otras sombras demasiado regulares, y fragmentos de maleza que contienen líneas rectas. Al principio es difícil, pero luego empieza a emerger una imagen de dos estructuras, una más pequeña que la otra, y formas que podrían disimular vehículos debajo.

Coordinan la imagen sobre el plano grande. La casa se halla junto a una pista que se desvía de la carretera principal, cuarenta y ocho kilómetros al sur de San Felipe.

Cinco horas después, un barco de pesca sube desde Puertocitos, desafiando un fuerte viento de cara. Echa el ancla a doscientos metros de la orilla, lanza sus sedales y espera al ocaso. Después uno de los «pescadores» se tumba sobre la cubierta y apunta con un telescopio de rayos infrarrojos hacia la playa, delante de dos casas de piedra.

Divisa a una mujer con un vestido blanco que camina con paso inseguro hacia el agua.

Tiene el pelo largo y rubio.

Art cuelga el teléfono, hunde la cabeza entre las manos y suspira. Cuando vuelve a levantar la vista, una sonrisa alumbra su cara.

—La tenemos.

—¿No querrás decir «le» tenemos, jefe? —pregunta Shag—. No perdamos de vista el objetivo. Detener a los Barrera es el objetivo, ¿verdad?

Fabián Martínez continúa en su celda, pero se siente un poco más reconciliado con la vida en general.

Ha celebrado una buena reunión con su abogado, quien le ha asegurado que no debe preocuparse por las acusaciones de tráfico de drogas. Los testigos del gobierno no van a hacer acto de presencia, y ciertas personas aportarán información sobre el
soplón
.

La acusación de tráfico de armas sigue planteando problemas, pero el abogado también ha tenido una idea genial al respecto.

—Intentaremos que sea extraditado a México —dijo—. Por el asesinato de Parada.

—¿Bromea?

—En primer lugar —dijo el abogado—, en México no hay pena de muerte. En segundo, tardarán años en llevarle a juicio, y entretanto...

No terminó la frase. Fabián sabía a qué se refería. Entretanto, se arreglarán las cosas. Saldrán a la luz tecnicismos, los fiscales perderán el entusiasmo, los jueces conseguirán
ranchos
de vacaciones.

Fabián se tumba sobre el colchón y piensa que está en muy buena forma. Que te den por el culo, Keller. Sin Nora no tienes nada. Y que te den por el culo, Güera. Espero que estés pasando una velada agradable.

No la dejan dormir.

Cuando llegó, no le dejaban hacer otra cosa que dormir, y ahora no le permiten cerrar los ojos. Puede sentarse, pero si se pone a dormir, la levantan y la obligan a estar de pie.

Está dolorida.

Le duele todo el cuerpo, los pies, las piernas, la espalda, la cabeza.

Los ojos.

Lo peor son los ojos. Los tiene irritados, le duelen, los siente en carne viva. Daría cualquier cosa por tumbarse y cerrar los ojos. O sentarse, incluso estar de pie, pero con los ojos cerrados.

Pero no la dejan.

Y no le dan Tuinol.

Nora no lo quiere. Lo necesita.

Siente hormigueos desagradables en la piel, y sus manos no dejan de temblar. Si a eso añadimos a eso el dolor de cabeza, las náuseas y...

—Solo uno —lloriquea.

—Usted quiere cosas, pero no da nada —contesta el interrogador.

—No tengo nada que dar.

Siente las piernas entumecidas.

—No estoy de acuerdo —dice el interrogador. Entonces empieza a preguntar de nuevo, sobre Arthur Keller, la DEA, el dispositivo de localización, sus viajes a San Diego...

Lo saben, piensa Nora. Ya lo saben, de modo que, ¿por qué no les digo lo que ya saben? Se lo digo, dejo que hagan lo que van a hacer, pero sea lo que sea podré dormir. Adán no va a venir, Keller no viene... Diles algo.

—Si le hablo de San Diego, ¿me dejará dormir? —pregunta.

El interrogador accede.

La guía paso a paso.

Shag Wallace se marcha por fin de la oficina. Sube a su Buick de cinco años de antigüedad y conduce hasta un aparcamiento situado frente al supermercado Ames de National City. Espera unos veinte minutos, hasta que un Lincoln Navigator entra en el aparcamiento, da la vuelta poco a poco y frena a su lado.

Un hombre baja del Lincoln y sube al Buick con Shag.

Deja el maletín sobre su regazo. Lo abre con un chasquido metálico, y después da la vuelta al maletín para que Shag vea los fajos de billetes que contiene.

—¿La pensión de los policías es aquí mejor que en México? —pregunta el hombre.

—No mucho —contesta Shag.

—Trescientos mil dólares —dice el hombre.

Shag vacila.

—Cójalos —dice el hombre—. Al fin y al cabo, no está pasando información a los narcos. Esto es de policía a policía. El general Rebollo necesita saberlo.

Shag exhala un largo suspiro.

Entonces dice al hombre lo que desea saber.

—Necesitamos pruebas —dice el hombre.

Shag saca la prueba del bolsillo de la chaqueta y se la entrega.

Después coge los trescientos mil dólares.

Un viento del sur sopla en la península de Baja, empuja aire más caliente y una capa de nubes sobre el mar de Cortés.

Sin más fotos de satélite, la última información Art la ha recibido hace ya más de dieciocho horas, y podrían haber sucedido muchas cosas durante esas horas. Los Barrera podrían haberse marchado, Nora podría estar muerta. La capa de nubes no muestra señales de ir a disiparse, de modo que la información no hace otra cosa que envejecer.

O sea, lo que hay es lo que hay, y hay que actuar deprisa o no hacer nada.

Pero ¿cómo?

Ramos, el único poli de México en quien podía confiar, ha muerto. El responsable del NCID está en la nómina de los Barrera, y Los Pinos está dando marcha atrás a la campaña de los Barrera a mil por hora.

Art solo tiene una alternativa.

Que detesta.

Se reúne con John Hobbs en Shelter Island, el puerto deportivo que hay en mitad del puerto de San Diego. Se encuentran de noche, enfrente de Humphreys, junto a la bahía, y pasean a lo largo del estrecho parque que flanquea el agua.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —dice Hobbs.

Sí, piensa Art.

De todos modos, Hobbs lo verbaliza.

—Lanzar un ataque ilegal en territorio de un país amigo. Viola todas las leyes internacionales que conozco, además de cientos de leyes nacionales, y podría provocar, y perdona la franqueza, una grave crisis diplomática con un Estado vecino.

—Es nuestra última posibilidad de acabar con los Barrera —arguye Art.

—Detuvimos el cargamento chino.

—Este —contesta Art—. ¿Crees que Adán abandonará? Si no le detenemos ahora, seguirá con el acuerdo de armas a cambio de drogas, y las FARC estarán armadas hasta los dientes dentro de seis meses.

Hobbs guarda silencio. Art camina a su lado, intenta leer sus pensamientos, escucha el sonido del agua mientras lame las rocas. A lo lejos, las luces de Tijuana centellean y parpadean.

Art experimenta la sensación de que no puede respirar. Si Hobbs no pica el anzuelo, Nora Hayden morirá y los Barrera ganarán.

—No podré utilizar nuestros recursos habituales —dice por fin Hobbs—. Tendremos que subcontratar, un experimento inédito hasta el momento.

Gracias a Dios, se dice Art.

—Por cierto, Arthur —añade Hobbs al tiempo que se vuelve hacia él—, esto va a ser una operación clandestina. Jamás podremos explicar a los mexicanos cómo detuvimos a los Barrera. No será una operación de las fuerzas de la ley, sino de la inteligencia. No será una detención, sino una sanción extrema. ¿Estás de acuerdo con todo eso?

Art asiente.

—Necesito oírtelo decir —insiste Hobbs.

—Es una sanción —dice Art—. Eso es lo que quiero.

Hasta el momento, todo va bien, piensa Art. Pero sabe que John Hobbs no se irá sin exigir un precio, que no tarda mucho en llegar.

—Y tengo que saber quién es tu informador.

—Por supuesto.

Art se lo dice.

Callan vuelve de la playa hacia la casa que ha alquilado. El día es frío y neblinoso en la costa de NoCal, y le gusta.

Se siente bien.

Abre la puerta de la casa, saca la 22 y apunta.

—Tranquiiiiiilo —dice Sal—. Estamos bien.

—¿Estamos?

—Te marchaste de la reserva, Sean —dice Sal—. Tendrías que haber hablado conmigo antes.

—¿Me habrías dejado marchar?

—Sí, con las debidas precauciones —dice Sal.

—¿Qué hay del ataque contra los Barrera?

—Ha llovido mucho desde entonces.

—Así que estamos bien —dice Callan sin dejar de apuntar—. Gracias por la información. Ahora lárgate.

—Tengo una oferta de trabajo para ti.

—Paso —dice Callan—. Ya no me dedico a eso.

Estupendo, le dice Scachi, porque esta vez no estamos hablando de quitar vidas. Estamos hablando de salvar una.

Deciden atacar desde el mar.

Art y Sal examinan planos de zona muy detallados y deciden que es la única forma de actuar deprisa. Un barco de pesca subirá desde el sur de noche, y ellos embarcarán en Zodiacs y tomarán tierra en la playa.

Ahora es una cuestión de tiempo y marea.

El mar de Cortés tiene mareas extremas. La marea baja puede retirarse cientos de metros, y esa distancia frustraría por completo el ataque. No pueden cruzar cientos de metros de playa. Incluso de noche, serían detectados y abatidos antes de poder acercarse a las casas.

Por lo tanto, las posibilidades de que el ataque se salde con éxito son escasas. Tiene que ser de noche y con marea alta.

—Tenemos que atacar entre las nueve y las nueve y veinte —dice Sal—. Esta noche.

Demasiado pronto, piensa Art.

O quizá demasiado tarde.

Nora habla de su última visita a San Diego.

Cuenta que fue de compras, lo que compró, dónde se alojó, su comida con Haley, la siesta, el rato que fue a correr, la cena.

—¿Qué hizo aquella noche?

—Me quedé en la habitación, pedí la cena al servicio de habitaciones, vi la tele.

—¿Estaba en La Jolla y solo vio la tele? ¿Por qué?

—Porque me apetecía. Estar sola, haraganear, atontarme delante de la caja tonta.

—¿Qué vio?

Sabe que está descendiendo por una pendiente resbaladiza. Lo sabe, pero no puede remediarlo. Así es la naturaleza de las pendientes resbaladizas, ¿verdad?, piensa. Lo que hice en realidad aquella noche fue ir a la Casa Blanca y reunirme con Keller, pero no puedo decirlo, ¿verdad? Así que...

—No lo sé. No me acuerdo.

—No ha pasado tanto tiempo.

—Tonterías. Una película tonta. Tal vez me quedé dormida.

—¿PPV? ¿HBO?

No recuerda si el Valencia tiene películas de PPV, HBO o lo que sea. Ni siquiera está segura de haber encendido la tele. Pero si digo que vi una película de pago, eso aparecería en mi cuenta, ¿verdad?, piensa.

—Creo que fue HBO o Showtime, una de esas.

El interrogador intuye que se está acercando a su meta. La mujer es una aficionada. Una mentirosa profesional siempre es vaga en todo. («No me acuerdo. Podría ser esto, podría ser aquello.») Pero esta mujer había explicado con seguridad y detalle todo lo que había hecho. Hasta su descripción de aquella noche, cuando empezó a mostrarse vacilante y evasiva.

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