—¿Por qué? Si está todo claro.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó sorprendido Anton.
—Eso quiere decir que me he decidido a ir.
Anton se quedó sin habla durante unos segundos.
Luego exclamó:
—¿De verdad que te vienes? ¡Oh, Rüdiger!
Con gran entusiasmo extendió los brazos y corrió hacia el vampiro.
—¡Eres un amigo de verdad!
—¿No es cierto? —sonrió el vampiro satisfecho consigo mismo—. Al contrario que Lumpi, que ha invitado a Jórg a nuestra cripta.
—¿A qué Jórg?
—Jórg el Colérico. Aquel que ganó en la fiesta de los vampiros el premio al aroma.
—¡Ah, ése!
Anton se acordaba muy bien del calvo y hercúleo vampiro que se había paseado fatuo y arrogante por el escenario dejándose olisquear por los miembros del jurado.
—¿No había ganado una manta guateada para el ataúd? —preguntó.
—¡Efectivamente! —dijo el pequeño vampiro, haciendo rechinar los dientes.
Fue al ataúd de Lumpi y sacó un paño de lana negro.
—Pero ahora se lo ha regalado a Lumpi. Porque parece ser que Lumpi tiene siempre los pies muy fríos.
—¿Cómo que regalado? —se rió irónicamente Anton—. ¡Será prestado! En el caso de los vampiros…
Pero Rüdiger no prestó atención a su observación. Con un gesto furioso sacó también del ataúd de Lumpi una cadena de reloj, una pitillera, un alfiler de corbata que tenía una perla y un peine de bolsillo.
—¡Mira! ¡Todo es de Jórg el Colérico! Y Lumpi, en señal de agradecimiento, le ha invitado a la cripta. Una semana entera, a partir del sábado por la noche… ¡Y yo le había contado que de ningún modo puedo encontrarme con Jórg el Colérico!
—¿Y por qué no? —preguntó Anton.
—Porque podría reconocerme.
Anton sacudió la cabeza sin entender nada.
—¿Y por qué no debe reconocerte?
—Fue hace seis semanas —empezó el vampiro—. Yo volaba ya de vuelta al cementerio cuando vi por la calle a un hombre joven y aparentemente repleto de sangre. Aún no había comido mucho y mi estómago empezó a hacer un ruido terrible. Entonces aterricé un par de pasos detrás de él y me deslicé a su lado. Entonces, de repente, salió del matorral que tenía al lado un fuerte gruñido. Era Jórg el Colérico, que estaba allí acechando y ahora pensaba que yo le iba a birlar la presa. Vino hacia mí rojo de ira. Yo eché a correr y Jórg me siguió. Antes de que pudiera alcanzarme, sin embargo, se resbaló con una mierda de perro y se cayó todo lo largo que era. Me escapé rápidamente por un agujero que había en el seto mientras oía gruñir a Jórg detrás de mí: «¡Ya te atraparé una noche de éstas! ¡Te voy a hacer cenizas!»
El vampiro se interrumpió y se quedó mirando sombrío fijamente hacia delante.
Anton, por el contrario, tuvo que morderse los labios para que su alegría no se notara demasiado. Había esperado muchas cosas…: la habitual indiferencia del vampiro, sus eternos suspiros y quejas, cientos de excusas…, pero no que estuviera dispuesto a irse con él tan fácilmente. Y no sólo eso: el miedo a Jórg el Colérico haría que no volviera a echarse atrás, pues ahora él mismo se veía obligado a esconderse en algún sitio. Ahora sólo quedaba un problema: ¿cómo iba a llegar el pequeño vampiro con su ataúd a Pequeño-Oldenbüttel?
Pero el vampiro parecía haber pensado también en eso.
—Lo mejor es que vayamos en tren —opinó—. Tú me traes alguna ropa tuya y entonces viajaremos como dos personas completamente normales. Yo siempre he querido ir en tren, y no ir sólo volando a todos sitios.
—¿Y tu a… ataúd?
—Lo envolveremos. En papel de regalo.
El vampiro se rió entre dientes.
—¿Acaso sabes tú si hay algún tren que vaya a Pequeño-Oldenbüttel? —preguntó Anton.
—¿Es que no lo hay? —exclamó el vampiro.
—Lo mismo en ese pueblucho no tienen ni raíles —dijo Anton.
El vampiro puso una cara de desconcierto.
—En eso no había pensado en absoluto —murmuró.
Pero sus ojos volvieron a iluminarse en seguida y exclamó:
—Entonces nos apearemos en el pueblo de al lado. ¡En todo caso tendrás que informarte con exactitud de la comunicación de trenes que hay!
—¿Yo? —dijo Anton—. ¡Querrás decir nosotros! Tú también vas a ir a Pequeño-Oldenbüttel, ¿no?
—Sí. Pero a un vampiro no le informa nadie —contestó apocado Rüdiger.
—¡Entonces iremos volando los dos a la estación! —dijo Anton.
Media hora después, Anton y el pequeño vampiro aterrizaban en la frondosa copa del castaño que había delante de la casa de Anton.
—Tu ventana está abierta —susurró el vampiro, que veía mejor en la oscuridad.
—Espero que mis padres no hayan llegado aún —murmuró Anton.
En ese momento abrieron el portal de la casa. Anton reconoció a la señora Puvogel, que llevaba de la correa a Susi, su gordo perro-salchicha. Susi se quedó parada, levantó el hocico y olfateó. Luego empezó a ladrar.
—¡Pssst! —hizo la señora Puvogel.
Pero Susi siguió ladrando y tiró de la correa: ¡quería ir hacia el castaño!
El pequeño vampiro se deslizó intranquilo de un lado a otro encima de su rama.
—Creo que mejor me voy volando —gruñó.
Enérgicamente añadió:
—No lo olvides: ¡El sábado en el viejo muro del cementerio! ¡Y tráete un par de prendas tuyas!
—¡Y tú, tu ataúd! —contestó Anton.
El pequeño vampiro extendió su capa y salió volando de allí.
La señora Puvogel echó una mirada temerosa a las ventanas de las viviendas de alrededor; luego arrastró a Susi hacia los matorrales del parque de correo. Cuando ella había desaparecido, Anton fue volando hasta su habitación y cerró tras sí la ventana.
Bajo la puerta vio que había luz. ¿Habrían regresado ya sus padres? ¿O es que se había olvidado de apagar la luz?
Se quitó apresuradamente la capa por encima de la cabeza y la escondió en el armario debajo de sus viejos pantalones de media pierna de cuero, que nunca se ponía, y la chaqueta típica a juego que le había hecho su abuela. Mientras tanto escuchó con atención.
¿No era ésa la voz de su madre, allí, en la cocina? Dejó abierta una rendija de su puerta y entonces pudo entender lo que estaba diciendo:
—¡Te digo que en su cama no está!
La voz de su madre sonó preocupada.
—Entonces estará en el baño —repuso su padre.
—¡No! Allí ya he mirado.
—Entonces seguro que se ha metido en tu cama.
—¡No! En la alcoba tampoco está.
—Entonces será que no has mirado bien.
—¡¿Cómo que no he mirado bien?! —exclamó indignada la madre—. Convéncete por ti mismo!
—¡Está bien!
Anton oyó cómo su padre echaba hacia detrás la silla y se ponía de pie. Anton se metió en su cama de un salto y se subió la manta hasta la barbilla.
Inmediatamente oyó abrirse la puerta.
—¡¿Lo ves?!
Esa fue la voz susurrante de su padre.
—¡Está durmiendo!
La madre avanzó un par de pasos dentro de la habitación y se puso junto a la cama. Aunque Anton mantenía los ojos fuertemente cerrados sintió que ella le pasaba revista a fondo de arriba abajo. ¡Pero sus zapatos, los vaqueros y el jersey estaban bien tapados!
—¡Qué extraño…! —vaciló ella—. Hubiera podido jurar que la cama estaba vacía.
—¡Se equivoca uno tan fácilmente…!
—Pero la ventana…, antes estaba abierta…
—Eso son sólo figuraciones tuyas.
Anton tuvo que morderse la lengua para no reírse. ¡Su madre era mucho más desconfiada que su padre! Afortunadamente, su padre conseguía casi siempre anonadarla con su supuesta experiencia del mundo y su conocimiento del ser humano, de modo que ella no había conseguido hasta ahora descubrir sus secretos, es decir, los de Anton. También esta vez pareció tener éxito, pues ella se volvió a la puerta y la cerró suavemente tras de sí.
Pero en el pasillo dijo de repente:
—¡Su ropa no estaba allí!
A Anton casi se le paró el corazón. No podía siquiera imaginarse qué podría pasar si volvían otra vez y le descubrían en la cama completamente vestido…
Pero su padre solamente se rió.
—Tú estás sobrecargada de trabajo, Helga. Ves fantasmas.
—Si tú lo dices… —dijo ella ofendida.
Los pasos se alejaron. Luego encendieron la televisión.
Anton se levantó aliviado, encendió la lámpara de su escritorio y se desnudó. Colocó los zapatos juntos delante de la cama y colgó en la silla el jersey y los pantalones. Normalmente no era tan ordenado. Pero pensó que quizá su madre volviera a mirar y se rió irónicamente.
Se puso el pijama, apagó la luz y volvió a echarse cómodamente sobre la almohada.
Ahora podía pensar otra vez con calma en lo que le había contado el empleado del ferrocarril.
Mientras el pequeño vampiro se quedaba fuera, escondido bajo un abeto, Anton atravesó el patio de la estación, que, afortunadamente, estaba vacío, dirigiéndose a la ventanilla de los billetes.
—¿Qué quieres, pequeño? —dijo el hombre que estaba detrás de la ventanilla.
—Quisiera que me informara —declaró Anton en voz alta, tragándose su enfado por lo de «pequeño».
—¿Y qué querrías saber?
—¿A qué hora sale el próximo sábado un tren para Pequeño-Oldenbüttel?
—Eso tengo que mirarlo. ¿Por la mañana o por la tarde?
—Por la noche. Sobre las nueve.
El hombre abrió un libro y lo hojeó.
—¿Cómo se llama el sitio?
—Pequeño-Oldenbüttel.
Finalmente sacudió la cabeza.
—Allí no para ningún tren.
—¿No?
Anton se puso completamente pálido.
—¡Pero yo tengo que ir allí!
—Quizá puedas bajarte en el pueblo de al lado. ¿Sabes cómo se llama?
—Gran-Oldenbüttel.
El hombre volvió a buscar en su libro. Finalmente lo cerró sonriendo satisfecho y dijo:
—¡Ya está! Gran-Oldenbüttel: salida 20.42, llegada 21.35. Dime, ¿no es esto un poco tarde para ti?
—¿Tarde? Nnn, no. Mi hermano viene conmigo.
—Ah, bueno. Será mayor que tú, ¿no?
—Mucho mayor —se rió Anton entre dientes.
—Entonces nada puede salir mal —opinó el hombre.
Anton dio las gracias y se fue hacia la salida, repitiéndose en voz baja las horas de salida y llegada. Poco antes de llegar, sin embargo, se quedó parado. ¿Qué habría querido decir el hombre con «entonces nada puede salir mal»? ¿Habrían pasado algo por alto el pequeño vampiro y él al hacer sus preparativos de viaje?… ¿Algún peligro que pudiera amenazarles en el tren nocturno?
Pensó que lo mejor era preguntar al hombre mismo, y así volvió caminando lentamente a la ventanilla de los billetes.
—Me apuesto algo a que se te han olvidado las horas de salida y llegada —dijo
amablemente el hombre—. Mira, te las he apuntado aquí.
—Gracias —murmuró Anton, guardándose sorprendido la hoja—. Quería preguntarle algo más.
—¿Sí?
—¿Qué ha querido decir usted antes con «entonces nada puede salir mal»?
—Sólo me había imaginado qué es lo que pasaría si dos hombrecillos como tú viajarais solos por la noche en el tren.
—¿Pu… pues qué? —balbució Anton.
—El revisor seguro que tendría sospechas.
—¿Por qué?
—Los dos podríais haberos fugado de casa.
Anton se calló confundido. ¡En eso no habían pensado en absoluto Rüdiger y él!
—¡Pero eso a ti no tiene por qué preocuparte! —dijo el hombre.
—¿Por qué?
—Tu hermano el más grande va contigo, ¿no?
—Grande no es… —contestó sombrío Anton—. Sólo mayor.
—¿Tiene más de dieciocho años?
—Humm.
—¡¿Lo ves?! Entonces realmente nada puede salir mal. ¡Tu hermano sólo tiene que llevar su carnet!
—¿Ca… carnet? —tartamudeó Anton.
—¡Para poder identificarse!
—¡Ah, sí…, claro!
Anton llegó bastante confundido fuera, al abeto.
—¿Está todo en orden? —preguntó el pequeño vampiro.
—Si tienes un carnet…
—¿Qué es un carnet?
—Un documento en donde pone que tú eres Rüdiger von Schlotterstein, nacido…
—¡Lo tengo! —le interrumpió el vampiro.
—¿De verdad?
—¡Naturalmente!
A Anton se le quitó un peso de encima.
—¡Entonces el sábado tráete sin falta tu carnet! ¿Me oyes?
—Claro —dijo el vampiro—. De todas maneras está en el ataúd…
Anton volvió a suspirar profundamente, luego se le cerraron los ojos y se durmió.
Ya no se enteró de que su madre entraba en la habitación y, perpleja, miraba fijamente sus prendas de ropa.
—¡Tú ya estás completamente nervioso! —dijo la madre de Anton el sábado siguiente durante el desayuno.
—¡Ah! ¿Sí? —gruñó Anton.
Se encontraba realmente extraño…, pero no por las maletas que tenían que hacer en seguida, ni tampoco por la granja a la que sus padres iban a viajar con él al día siguiente temprano. Lo que tanto le preocupaba era el viaje en tren que harían el pequeño vampiro y él al anochecer.
Ni siquiera le sabían bien los panecillos que había traído su padre de la panadería.
—¡Tienes que comer en condiciones, Anton!
—¡Sí!
Desganado, untó un panecillo con mantequilla. Mordió un trozo pequeño y lo estuvo masticando un buen rato.