Anton se sobresaltó.
—¿Cómo que yo?
—Porque así lo habíamos acordado —gruñó el vampiro—. Tú tenías que traer algo de vestir …y el papel de regalo.
Anton sacudió fuertemente la cabeza.
—¡Eso no es cierto! Nosotros sólo habíamos hablado de las cosas de vestir.
—¿No dije yo acaso que íbamos a envolver el ataúd en papel de regalo?
—Sí. Pero no que yo tenía que conseguir el papel.
—¡Bah! —dijo colérico el vampiro—. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Quizá podáis comprar el papel de regalo en la estación —opinó Anna.
—No —dijo Anton—, allí no hay.
—¡Si no se empaqueta el ataúd yo me quedo aquí! —amenazó el pequeño vampiro.
—¿Con Jórg el Colérico? —repuso Anton riéndose irónicamente.
¡Esta vez no se dejaría amedrentar, pues sabía muy bien lo mucho que le iba al pequeño vampiro en ir con él!
—No, no —cambió rápidamente de actitud el vampiro—. Naturalmente que voy… ¡Pero mi ataúd! —añadió con voz llorosa—. ¡Si alguien lo encuentra, estoy perdido!
Anna, entre tanto, había estado dando vueltas alrededor del ataúd y lo había examinado por todas partes.
—Yo creo que no parece en absoluto un ataúd —opinó ella—. Más bien parece una caja.
—Los marineros llevan cajas así —dijo Anton.
—Pero yo no soy ningún marinero —dijo quejumbroso el vampiro.
—Realmente no tienes pinta de marinero —se rió Anna entre dientes, mirando su traje típico y el sombrero tirolés.
—A pesar de ello puede tener una caja así —dijo Anton—. ¡Y ahora deberíamos seguir de una vez para no perder el tren!
Llevó el ataúd junto a Anna hasta el patio de la estación, que estaba claramente iluminado.
—¡Si todo fuera bien! —se lamentó el pequeño vampiro, que les seguía con las piernas temblorosas.
Por puro miedo, ni siquiera se había dado cuenta de que llevaba el sombrero completamente torcido en la cabeza.
—¿No podrías preguntar por lo menos? —le dijo a Anton suplicante después de que ellos hubieran dejado el ataúd en el suelo detrás de un arbusto.
—¿Qué voy a preguntar?
—Si no tendrían papel de regalo. En las estaciones siempre hay qui…, qui…, quioscos.
Anton miró el gran reloj de la estación. Faltaban dos minutos para las ocho y media.
—Está bien. Pero no te hagas muchas ilusiones.
De mal humor por haberse dejado convencer fue hacia el patio de la estación. ¿Por qué iba a haber precisamente hoy un quiosco abierto? El domingo pasado estaban todas las tiendas cerradas.
En el patio de la estación lo primero que vio fue a dos mujeres que estaban en la ventanilla de los billetes. Llevaban unos loden verdes, sombreros típicos y zapatos de excursionista. Tuvo que reírse irónicamente: ¡pegaban tan bien con el traje de Rüdiger! ¡Si fueran en el mismo compartimento se podría tomar a los tres por un grupo típico!
Luego vio que la tienda de enfrente estaba iluminada. Había un hombre sentado detrás del cristal abierto.
—¿Tiene papel de regalo? —preguntón Anton.
—He tenido algo —dijo el hombre—, pero no sé si queda aún…
Abrió un cajón, miró dentro y sacudió la cabeza.
—Lo he debido vender.
—Pero allí, en la estantería… —exclamó Anton, que había descubierto un rollo de papel de colorines.
El hombre se dio la vuelta.
—Eso es papel para armarios —dijo.
—¿No podría llevármelo?
—Con eso iba a forrar mis estantes.
—¡Por favor!
El hombre titubeó. Cogió el rollo y lo observó.
—Por mí… —dijo luego—. El modelo, al fin y al cabo, me parecía demasiado chillón.
—¡Bien! —se alegró Anton—. ¿Y cuánto cuesta?
¡Menos mal que se había llevado dinero!
—Nada —dijo el hombre—. Te lo regalo… Y el cordel también.
Sacó del cajón un cartoncillo con cordel verde.
—Gracias —dijo sorprendido Anton—. ¡Si vuelvo a necesitar papel de regalo seguro que volveré aquí!
—Mejor no —dijo el hombre—. ¡El próximo papel para armarios lo pondré en los estantes!
—¿Tienes el papel de regalo? —resplandeció el pequeño vampiro cuando vio regresar a Anton con el rollo de papel y el cordel.
—Humm —gruñó solamente Anton.
Ahora no tenía ninguna gana de explicar la diferencia entre papel de regalo y papel para armarios. En lugar de ello le puso el rollo en la mano y dijo:
—¡Toma!
—¿Qué? ¿Yo? —exclamó el vampiro.
—¿Tú no querías que se empaquetara tu ataúd?
—Pero… —miró a Anna buscando ayuda— … yo soy demasiado torpe. Seguro que rompo el papel.
—Entonces tendrás que esforzarte —dijo Anton riéndose irónicamente saboreando la sensación de superioridad que tenía de repente.
—Te ayudaremos —dijo Anna.
Levantó un extremo del ataúd.
—Tienes que enrollar el papel siempre dando vueltas —aclaró—, como si quisieras poner una venda.
—Sí, sí —refunfuñó el vampiro.
Empezó a desenrollar el papel con un gesto ofendido. Al hacerlo, el sombrero se le escurrió hasta la cara. Tenía una pinta tan graciosa que Anna y Anton tuvieron que reírse. Colérico, el vampiro lanzó el sombrero a la hierba.
—¡Reíros sí que podéis! —exclamó—. ¡Pero ayudarme a empaquetarlo no!
—¿Cómo que no? —dijo indignada Anna—. ¿Acaso no te mantengo en alto el ataúd?
—¡Pero Anton sólo está ahí riéndose burlonamente!
—Sin mí no hubieras tenido papel de envolver —repuso impasible Anton.
¡¿Cuántas veces se había quedado mirando sin hacer nada el vampiro cuando Anton tenía que afanarse mucho?! ¡Aquella vez, por ejemplo, cuando se instaló en el sótano de la casa de Anton y el padre de éste iba a sacar de allí las tablas que ocultaban su ataúd! ¡Con su cansancio y su indiferencia, el vampiro le había puesto al borde de la desesperación! Ahora Anton estaba a la altura de la situación…, pero a pesar de este triunfo no quería aprovecharse.
—Ya te ayudo —dijo conciliador—. ¡Colócate allí!
El vampiro se fue obedientemente al otro lado del ataúd y esperó hasta que Anton le desenrolló el papel. Mientras Anna mantenía el ataúd en alto, el pequeño vampiro recogía el rollo y desenredaba el papel suficiente como para que a Anton le alcanzara y poder pasarlo por debajo del ataúd. Anton desenredaba otra tira y le volvía a dar el rollo a Rüdiger por encima del ataúd. Así empaquetaron el ataúd en poco tiempo.
Anna ató el cordel alrededor del centro del ataúd e hizo un gran lazo.
—¿No tiene una pinta estupenda?
—Como un paquete de cumpleaños —opinó Anton.
El pequeño vampiro suspiró profundamente.
—¡Nadie podría imaginarse que aquí hay un ataúd!
Con una sonrisa de satisfacción se inclinó hacia su sombrero y volvió a ponérselo.
—¿Nos vamos? —preguntó.
—Yo no —dijo Anna.
Anton se volvió hacia ella sorprendido.
—¿No vienes con nosotros hasta el andén?
Ella sacudió la cabeza en silencio. Sus ojos eran muy grandes y brillaban húmedos.
—Que te vaya bien, Anton —dijo en voz baja—. ¡Hasta pronto!
Dicho esto, extendió su capa, y antes de que Anton se hubiera recuperado de su sorpresa ella ya se había marchado volando.
—A mí no me desea nada —gruñó el vampiro—. Y por lo visto es que tampoco voy a volver.
Anton tuvo que reírse. Rüdiger von Schlotterstein estaba… ¡celoso!
—¡Todo me lo deja a mí! —siguió protestando el vampiro—. ¡Por lo menos podía haber llevado el ataúd hasta el tren!
—Eso seguro que no lo ha hecho solamente por ti —contestó Anton.
—¿Cómo que por mí?
—Para que no cayeran sobre ella todas las miradas. En definitiva, ella no lleva un disfraz como tú.
—Ah, sí —se acordó él vampiro—. Casi se me había olvidado.
Lleno de orgullo se miró hacia abajo.
—Ahora ya no soy ningún vampiro. Ahora soy…
Hizo una pausa y luego dijo con presunción:
—¡El fino Rüdiger von Schlotterstein el Hermoso!
Anton reprimió con dificultad la risa.
—Tenemos que darnos prisa —dijo—. El tren sale dentro de dos minutos.
El vampiro se asustó.
—¡Por todos los diablos! —exclamó corriendo hacia uno de los extremos del ataúd—. ¡Vamos, Anton!
Anton se quedó parado sin inmutarse.
—¡Se dice «por favor»! —adoctrinó al pequeño vampiro.
—Bueno: ¡por favor! —dijo el vampiro rechinando los dientes—. ¿Vienes ahora?
—Está bien —dijo condescendiente Anton, y levantó el otro extremo del ataúd.
Cuando atravesaron el patio de la estación, el hombre del quiosco estaba ocupado en ordenar las botellas encima de la estantería y les daba la espalda.
La mujer de la ventanilla de los billetes estaba sentada inclinada sobre un libro en el que escribía algo, y les miró sólo brevemente sin ningún signo de extrañeza o de susto. El extraño aspecto exterior del pequeño vampiro no pareció chocarla en absoluto. Aparte de esto, no se veía a nadie.
Anton suspiró aliviado. La marcha por el patio de la estación se la había imaginado como si tuvieran que pasar por las baquetas siendo observados con desconfianza desde todas partes.
También el andén desde el que iba a salir su tren demostraba que, a todas luces, se había preocupado sin fundamento. Además de las dos mujeres de los loden, que iban lentamente de aquí para allá y no les prestaban atención en absoluto, ellos eran los únicos que estaban esperando el tren.
—¡Esas tienen sombreros preciosos! —dijo el pequeño vampiro señalando a las mujeres.
—¡No debes quedarte así mirando! —contexto Anton—. Si no, sospecharán.
—Es que sus sombreros son mucho más bonitos que el mío —dijo enojado el vampiro—. No llevan una pluma, sino flecos.
—¿Llevan… qué?
—Flecos. Parece un pincel.
Ahora Anton también miró con curiosidad. Los sombreros iban adornados con un grueso y corto mechón de pelo.
—Eso es pelo de gamuza —aclaró—. Una especie de cabra.
—¡Iiiih! ¡Cabra! —exclamó—. ¡A los vampiros no nos gustan las cabras.
Acarició delicadamente la pluma de su sombrero.
—¡Pero los pájaros sí que nos gustan! Están emparentados con nosotros.
Su grito, al parecer, había asustado a las dos mujeres. Se habían quedado paradas y miraban hacia ellos con caras preocupadas.
Anton se colocó rápidamente delante del pequeño vampiro y empezó a silbar una canción: «Ya están aquí todos los pájaros…»
Por el rabillo del ojo vio cómo las mujeres cambiaban una mirada. Luego sacudieron la cabeza sin comprender y reiniciaron sus paseos.
En ese momento llegó el tren. Tronaba y retumbaba, chirriaron los frenos. El vampiro, fascinado, miraba fijamente los largos vagones.
—¡Un tren, un auténtico tren! —murmuró arrobado.
—Si sigues mirando mucho tiempo va a marcharse sin ti —observó mordaz Anton.
Había visto que las dos mujeres ya se habían subido en el primer vagón. El siempre pálido rostro del vampiro se puso más pálido aún.
—¡Eso sí que no! —exclamó, cogió el ataúd por el centro y lo subió al tren.
Anton sólo tuvo que correr detrás y mantener abierta la puerta del vagón.
—¡Conseguido! —jadeó el vampiro después de subir al antepenúltimo vagón y haber dejado el ataúd junto a la puerta de entrada.
—¡Todavía no! —repuso Anton.
—¿Por qué?
—Aquí, en el pasillo, no nos podemos quedar.
El vampiro puso cara de perplejidad.
—¿Por qué no?
—Porque por aquí pasa mucha gente. Tenemos que sentarnos en un compartimento. Voy a ver si hay alguno libre.
—¿Y yo? —exclamó el vampiro con voz quejumbrosa.
—Tú espérate aquí —determinó Anton.
—¿Y si viene alguien?
—Entonces desapareces en los lavabos.
Anton señaló la puerta con el cartel de W.C.
—Cierras simplemente por dentro. Llamaré tres veces cuando vuelva.
—¿Y mi ataúd?
—¿Ataúd? ¡Yo no veo ningún ataúd! —se rió irónicamente Anton—. ¿O es que estás pensando en este largo paquete-sorpresa envuelto en hermosísimo papel de regalo?
Pero el pequeño vampiro no estaba para bromas. Muy digno declaró:
—Yo no dejo sin vigilancia mi ataúd. Ni siquiera en un…
Seguramente iba a decir «tren», pero entonces el tren arrancó dando un tirón. El vampiro se tambaleó un par de pasos y después se sentó de espaldas en su ataúd involuntariamente.