—¡Sólo faltaba eso! —exclamó Anna furiosa—. No, tú te quedas. Una invitación es una invitación. ¡Ven, Rüdiger, tenemos que despertar a Lumpi!
—¿Despertar a Lumpi?
Rüdiger la miró aterrado.
—¡Ya sabes cómo se pone si le molestan cuando está durmiendo!
—¡Ya estoy despierto! —gruñó entonces una voz ronca, y el rostro ceniciento de Lumpi asomó del ataúd—. Con el jaleo que estáis armando…
Sus ojos, que estaban en el interior de dos profundos huecos, estaban medio cerrados.
—Vosotros seguramente no habéis oído hablar nunca de lo que es tener consideración —bufó.
Rüdiger se apresuró a ayudarle a salir del ataúd.
—Es sólo por el aniversario como vampiro de Anna —dijo intentando tranquilizarle—, y por Anton.
—¿¡Cómo he podido olvidarlo!? —exclamó Lumpi, y de repente su voz sonó absolutamente amigable—. ¡Nuestra visita!
Se dirigió hacia Anton con una amplia sonrisa, le abrazó y graznó:
—¡Cordialmente bienvenido!
Anton se había puesto pálido como un muerto. Cordialmente…, eso sólo podía significar una cosa: ¡sangre!
Pero no se podía pensar en huir: Lumpi era mucho más grande y más fuerte que él, y sus manos le sujetaban como si fueran tornillos de banco.
Anton vio muy próxima su tez blanca, los rojos granos en la barbilla y en la punta de la nariz, los ojos peligrosamente brillantes con oscuras sombras, por debajo y la ancha boca con los colmillos inmaculadamente blancos y salientes. Y olió el aliento sepulcral de Lumpi… ¡Peor que el «Muftí Super»!
Se iba a desmayar en seguida, lo presentía. Pero entonces Anna se colocó junto a Lumpi, le tiró de la capa y dijo:
—Si tanto te alegras de que Anton esté aquí también podrías demostrárselo arreglando rápidamente la cripta para él.
—¿Arreglar la cripta? —opinó desabrido Lumpi—. Eso cuesta trabajo.
Al decir esto miró fijamente a Anton.
—Holgazán —contestó Anna, pero tan bajo que Lumpi no lo oyó.
—Tienes un bonito jersey —le dijo a Anton—. Pura lana virgen, ¿no?
—No… no sé —tartamudeó Anton, dando un paso hacia atrás.
Lumpi le tenía sujeto del jersey, haciendo como si examinara la tela.
—¿O es de fibra artificial? Déjame adivinarlo: ¡cuarenta por ciento de lana virgen y sesenta por ciento de fibra artificial! ¿Tengo razón?
De un fuerte tirón atrajo hacia sí a Anton y echó para abajo el cerrado cuello del jersey dejando al descubierto el de Anton. Éste vio, como entre niebla, acercarse la cabeza de Lumpi… inclinándose sobre su cuello…
Gritó aterrorizado.
Lumpi dejó caer las manos en seguida.
—¿Por qué te excitas? —gruñó—. Sólo quería leer la etiqueta que hay cosida por detrás en el jersey.
Volvió a su ataúd con pasos mesurados y se sentó en el borde.
—Además, tenía razón —dijo—. Cuarenta por ciento de lana virgen y sesenta por ciento de fibra artificial.
Dicho esto, sacó de debajo de su almohada una lima de uñas y empezó a limarse las largas y arqueadas uñas de su mano izquierda. Al ver aquellas garras de depredador a Anton se le erizó el pelo.
Lumpi parecía completamente sumido en su trabajo. En sus labios había una sonrisa arrobada, y una y otra vez se detenía para observar sus uñas, que se iban afilando cada vez más.
—Vosotros podéis empezar —dijo con una voz suave.
Su tarea le tenía tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza.
—¿Empezar a qué? —exclamó Anna.
—A arreglar la cripta.
—Pero… —iba a protestar Anna, pero Rüdiger le dirigió una mirada suplicante agitando la cabeza con vehemencia.
Él fue rápidamente hacia los cinco ataúdes que estaban de pie apoyados en la pared de la izquierda y se dispuso a juntarlos para utilizarlos como asientos. Anna le ayudó a cogerlos haciendo rechinar los dientes.
—¿Os a… ayudo? —preguntó Anton.
—Tú no —dijo Anna—, pero…
—¿Sí? —dijo Lumpi aguzando el oído—. ¿Quién?
—Yo, naturalmente —dijo Anton con serenidad.
«¡No hay que irritar a Lumpi!», pensó. Se colocó a los pies del último ataúd, que debía pesar mucho, porque Anna y Rüdiger sólo podían moverlo hacia delante con gran esfuerzo. Reconoció con terror que aquél era el ataúd de Tía Dorothee… ¿Acaso estaría ella aún dentro?
Anna se había dado cuenta de su turbación, pues dijo en voz baja:
—Dentro están las joyas de la familia. Tía Dorothee las protege como a las niñas de sus ojos. Antes de salir volando ella mete siempre las joyas en su ataúd.
—¿Y pesan tanto las joyas?
—¿Qué te crees? ¡Todo es de oro!
—¿Es que los vampiros llevan joyas?
—Si quieren gustarle a alguien… Además, nosotros utilizamos las joyas como reserva. En momentos de necesidad cambiamos a veces alguna joya por dinero en efectivo. Al fin y al cabo los vampiros no podemos abrir una cuenta bancaria.
—¡Eh! ¿Qué estáis cuchicheando?
Esa era la voz áspera de Lumpi.
—Estabais hablando de mí, ¿verdad?
—No, no —dijo rápidamente Anna—. Hablábamos de la disposición de los asientos. Dos ataúdes los hemos puesto de mesa y los otros tres de bancos. ¿Está bien así?
—¿Has dicho tres bancos? ¡Pero si somos cuatro!
Lumpi reflexionó. Después exclamó contento:
—¡Naturalmente! ¡Anton y yo nos sentaremos en un ataúd!
—¡Oh, no! —se le escapó a Anton.
—¿Por qué no? —preguntó Lumpi.
Había vuelto a dejar la lima de uñas en el ataúd y se había levantado.
—Quizá juguemos a las adivinanzas. Así te podría apuntar.
—Pre… preferiría sentarme al lado de Anna —tartamudeó Anton—. Al… al fin y al cabo es su aniversario como vampiro.
—Como quieras —dijo enfadado Lumpi, se dio la vuelta y se metió en su ataúd—. Yo, de todas maneras, no había terminado de arreglarme las uñas.
Volvió a resonar el ruido de la lima de uñas al rascar.
—Tanto mejor —dijo Anna mordaz—. Así al menos habrá un ataúd para cada uno. ¡Ven, Anton!
Anna le puso la mano en el hombro y le condujo hasta el rincón donde iban a sentarse.
—¡Ahora vamos a ponernos a gusto! —dijo ella contenta.
¡Como si allí, a cuatro metros bajo tierra y en compañía del imprevisible Lumpi, pudiera uno sentirse a gusto!
Anton se sentó angustiado en el ataúd que estaba más próximo a la salida de la cripta, mientras que Anna tomó asiento en el ataúd que había a su lado.
—Seguramente tendrás sed —dijo ella—. Creo que en las fiestas de cumpleaños hay muchas cosas de beber y de comer, ¿no?
—Humm, humm —dijo Anton asintiendo.
—¿¡Lo ves!? —le dijo a Rüdiger, que estaba apoyado en la pared leyendo su libro.
Lo dejó caer sorprendido.
—¡Qué bien que tenga aún las bebidas! —suspiró ella—. Por favor, Rüdiger, tráenoslas.
—¿Be… bebidas? —tartamudeó Anton.
¿Qué es lo que podría haber de bebida en una fiesta de vampiros? Pensó, estremeciéndose, en botellas de cristal transparente llenas de sangre hasta el borde…
Pero lo que Rüdiger colocó delante de él en los ataúdes convertidos en mesa eran cajitas de leche y cacao: veinte cajitas, o más. Estaban en los pies del ataúd de Anna, metidas en tres bolsas ya bastante cubiertas de polvo.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó orgullosa Anna.
Anton miró fijamente y sin hablar el montón de cajitas, que hubieran podido llenar una pequeña lechería.
—Yo… —murmuró.
«No tengo sed», hubiera querido añadir, pero prefirió no decir nada para no enfadar a Anna.
Ella sacó de una de las bolsas una paja partida y la metió en el agujero, previamente punzonado, de una cajita de cacao.
Satisfecha, le tendió la caja a Anton.
—¡Pruébalo!
—Gra… gracias.
Cogió de mala gana la cajita, que, a pesar de que ponía «Bebida de Cacao. Siempre Fresca y Rica», no tenía una pinta muy apetitosa; al contrario: el paquete tenía una delgada capa de polvo y sus esquinas estaban hundidas.
—¿Y vosotros? —preguntó—. ¿No tomáis nada?
Anna y Rüdiger cambiaron una mirada, riéndose entre dientes.
—Anna ya no toma leche —aclaró Rüdiger.
—¿No toma leche? —dijo Anton—. Pero…
—Ni cacao tampoco —completó Rüdiger.
—Entonces, ¿para quién son tantas cajitas?
—Para ti —contestó Anna.
—¿Todas?
—Bueno… —dijo Anna sonriendo vergonzosa—. En principio eran para mí, pero ahora…
No siguió hablando, sino que volvió rápidamente la cabeza. A Anton aún le había dado tiempo de ver cómo ella se había ido poniendo cada vez más colorada.
Entonces volvió a acordarse del asunto del chupete que ella debía llevar para que le salieran unos colmillos bien largos. O sea, que ella… ¡se había convertido en vampiro!
Notó cómo le temblaba en la mano la cajita de cacao. Y los vampiros también lo vieron. Pe pronto, le pareció que todos le miraban fijamente. Incluso Lumpi había dejado de limarse las uñas.
—¿Por qué no lo pruebas? —exclamó, y su voz sonó amenazadora.
—Ya… ya lo pruebo —tartamudeó Anton, y dio una fuerte chupada con la paja.
¡A punto estuvo de escupir el cacao por lo nauseabundo que era su fuerte y picante olor a jabón! Pero entonces su mirada cayó en los vampiros, que le observaban expectantes.
—Muy ri… rico —tartamudeó.
—¡Hombre! —gruñó Lumpi—. ¡Faltaría más!
Y Rüdiger añadió:
—¡Al fin y al cabo, Anna ha guardado desde hace mucho tiempo las cajitas sólo para él!
Anna sonrió halagada.
—En definitiva, ya no las necesito.
Y a Anton le dijo:
—Cuando te la termines de beber avisas, ¿vale? Entonces te daré otra cajita.
Anton asintió débilmente.
Se ponía malo ante la idea de tener que tragar más de aquel brebaje podrido. Pero ya sabía lo que iba a hacer: ¡Haría como si bebiera para así poder tirarse toda la noche con una cajita!
Anna se levantó, alisó su capa y se retiró el pelo de la cara.
—¡Y ahora —dijo—, una vez que hemos solucionado la comida y la bebida, empieza la parte alegre de la fiesta!
Pero no se podía pensar en huir: Lumpi era mucho más grande y más fuerte que él, y sus manos le sujetaban como si fueran tornillos de banco.
—¡Oh, sí! —dijo presuroso Lumpi, saliendo de su ataúd—. ¿Con qué empezamos?
—Sí. ¿Con qué empezamos?
Anna se volvió hacia Anton y le miró interrogante.
—¿A qué jugáis vosotros en las fiestas de cumpleaños?
Anton titubeó. ¡Un inofensivo juego de grupo podría ser, dadas las circunstancias, mortalmente peligroso si se jugaba con vampiros en una cripta!
No podía ser de ninguna manera un juego en el que se tuvieran que apagar las velas. ¡Habría que ver lo que haría Lumpi en la oscuridad!
Ni al escondite… ¡Había el peligro de que Anton tuviera que meterse en un ataúd!
—Carreras de sacos —dijo finalmente.
—¿Carreras de sacos?
Anna arrugó la nariz.
—Eso suena aburrido.
—A mí también me lo parece —corroboró Rüdiger—. Además, no tenemos sacos.
—Un momento —exclamó Lumpi—. Eso me da una idea. Carreras de sacos, carreras de sacos… Ya lo tengo: ¡Carreras de ataúdes!
—¿Carreras de ataúdes?
La voz de Anna siguió sin sonar especialmente entusiasmada.
—¡Sí! Colocaremos varios ataúdes uno detrás de otro, con intervalos de diferente longitud, y entonces tendremos que saltar de ataúd en ataúd sin caernos. ¡Quien lo consiga habrá ganado!
—¿Eso es todo? —dijo de mal humor Anna.
—¡Ya veréis!
Lumpi puso las tapas a su ataúd y al de Rüdiger. Después empezó a preparar la pista de obstáculos. En primer lugar puso su propio ataúd, cuyo único adorno era una «L» rodeada por un dragón con dos cabezas.
Luego le siguieron el ataúd de Rüdiger y el de Anna, ambos sin ningún adorno y mucho más pequeños que el de Lumpi.
Al final del recorrido puso un gran ataúd con asas doradas en los lados. Ese era —creía recordar Anton— el ataúd de Hildegard la Sedienta, la madre de Lumpi, Rüdiger y Anna.
Los dos primeros ataúdes estaban bastante juntos el uno del otro, según le pareció a Anton. Pero la distancia entre el segundo y el tercer ataúd ya era mayor. El espacio que había entre el ataúd de Anna y el de Hildegard, sin embargo, le pareció enorme.
—Yo eso no lo conseguiré nunca —murmuró.
—Tampoco tienes por qué ganar siempre —dijo cáustico Lumpi.
Sacó una caja de cerillas de debajo de su capa, cogió tres cerillas e hizo con ellas trozos de diferente tamaño. Luego colocó las cerillas entre los dedos de su mano izquierda, de tal manera que todos parecían igual de largos.
—Saca tú primero —dijo, señalando a Anton con una inclinación de cabeza.
Una vez que todos, excepto Lumpi, habían sacado una cerilla, compararon la longitud de sus trozos. Rüdiger tenía el más corto y le tocaba empezar.
Consiguió fácilmente saltar desde el primer ataúd al segundo. Pero al dar el segundo salto se enredó con su capa y se cayó al suelo.
Se levantó lentamente y se preparó para dar el último salto. Esta vez tampoco lo consiguió. Chocó contra la pared del ataúd de Hildegard la Sedienta. Volvió cojeando, arrastrando su pierna derecha y más pálido aún de lo habitual.