—Un punto —anunció Lumpi.
Ahora le tocaba a Anton.
Saltó sin dificultad del ataúd de Lumpi al de Rüdiger. La distancia que había hasta el siguiente ataúd, el de Anna, era ya mayor. Pero lo consiguió.
—¡Bravo, Anton! —exclamó Anna.
—¡Psst! —dijo lúgubre Lumpi—. ¡No vale decir nada!
Ya sólo quedaba un ataúd… Anton respiró profundamente y saltó. Sus rodillas golpearon contra la madera.
—¡Ay! —gritó.
Regresó a la salida con la cara contraída por el dolor.
—Dos puntos —dijo Lumpi.
Ahora le tocaba a Anna. Parecía pequeña y quebradiza con su amplia y demasiado larga capa que le llegaba casi hasta los tobillos. Anton notó cómo su corazón latía más de prisa… ¡Por ella!
Entonces saltó ligera como una pluma. Ya había superado los dos primeros obstáculos. «¡Ten cuidado!», iba a exclamar Anton cuando ella pasó silbando por el aire; aterrizó en el último ataúd…, y se resbaló.
—Mala suerte —dijo Lumpi solamente—. Dos puntos, como Anton.
—¡Pero yo soy la más pequeña! —dijo con arrogancia.
Mientras tanto, Lumpi se había subido a su ataúd y hacía flexiones con las rodillas para relajarse. Comparado con Anna era tremendamente grande, tenía hombros anchos y pantorrillas musculosas.
No era ningún milagro que saltara fácilmente de ataúd en ataúd. Cuando llegó al último levantó los brazos y exclamó con júbilo:
—¡Lumpi, el mejor saltador de ataúdes de todos los tiempos!
—¡Ya podrás! —gruñó Anna.
—¿Decías algo? —dijo Lumpi, fingiendo ser campechano.
Sus ojos, sin embargo, miraban tan funestos como siempre.
—No, no —dijo rápidamente Anna.
—Anna sólo quería decir que sabes saltar muy bien —aseguró Rüdiger—. ¿No es cierto?
Lumpi se estiró y respiró profundamente.
—Con mi alimentación y modo de vida…
Al decir esto miró fijamente el cuello de Anton, y sin darse cuenta dejó al descubierto sus terribles dientes.
—¡Eh! —exclamó Anna—. ¡Ahora estamos jugando, Lumpi!
Lumpi se encogió de hombros. Retiró la vista de mala gana.
—¿A qué? —preguntó de mal humor.
—Yo sé un juego —dijo el pequeño vampiro.
—¿Tú? —dijo incrédulo Lumpi.
—Sí.
—¿Y cómo se llama?
—«Ratoncito, Di pip.»
—iPip, pip!
Lumpi se dio golpecitos en la frente.
—Ese juego te lo has inventado.
—No —dijo Anton—. Ese juego existe realmente.
—¿Y de qué lo conoces? —le increpó Lumpi a Rüdiger.
—Bueno…
Rüdiger puso gesto de darse importancia y carraspeó.
—Los niños estaban sentados en círculo…
—¿Qué niños?
—Los niños que estaban en aquella habitación que parecía tan cálida y confortable. Yo estaba agazapado en el poyete de la ventana, mirándoles muerto de frío y hambre. En medio del círculo había un niño con los ojos tapados. Dio un par de vueltas sobre sí mismo y luego se sentó en las rodillas de otro. «¡Ratoncito, di pip!», dijo. El niño contestó con voz alta y clara: «pip». Y entonces el niño de los ojos tapados tenía que acertar en las rodillas de quién estaba sentado.
A Lumpi pareció gustarle el juego, pues en su cara se extendió una sonrisa.
—No está mal tu «Ratoncito, pip, pip» —opinó—. ¡Pero me pido ponerme en el centro!
Echó mano bajo su capa y sacó un pañuelo negro. Estaba lleno de agujeros de polillas.
—Pe… pero se puede ver a través de él —murmuró Anton.
—¿Y qué? —siseó Lumpi—. ¿Es que quieres que me caiga?
—Nnn…, no. Sólo que las reglas del juego…
—¡Bah, reglas! —dijo Lumpi, rechazando con un ademán cualquier otra objeción—. Más vale que me pongáis el pañuelo.
—En seguida —dijo Rüdiger.
Se subió a un ataúd y anudó el pañuelo en el cogote de Lumpi.
—¿Empezamos? —gruñó Lumpi.
—Ahora mismo.
Rüdiger empujó con esfuerzo los dos ataúdes que habían servido de mesa hasta la pared. Anna se quedó de pie riéndose burlonamente.
—Tú sí que te dejas mangonear bien —dijo ella.
—¿Por qué? —contestó Lumpi—. ¿No ha propuesto él el juego?
A través del pañuelo su voz sonaba apagada y lúgubre. Rüdiger hacía señas ostensibles con las manos a Anna de que no discutiera con Lumpi. Pero Anna hacía como si no le entendiera.
—Hubieras podido arrastrar los ataúdes tranquilamente —le dijo a Lumpi—. Al fin y al cabo tú eres el más fuerte.
—¡En efecto! —dijo Lumpi con orgullo—. Pero no por eso tenéis que cargarme con todo el trabajo. Además…, si me sigues provocando le contaré a Tía Dorothee que Anton ha estado aquí.
—¿Qué? —se le escapó a Anton.
Miró aterrorizado a Anna, pero ella sacudió casi imperceptiblemente la cabeza.
—No son más que palabrerías —susurró ella.
Contento con el efecto de sus palabras, Lumpi dio un par de pasos cautelosos.
—¿Estáis preparados? —preguntó.
Anna y Anton se sentaron rápidamente en el ataúd de Tía Dorothee. Rüdiger tomó asiento en el ataúd del centro.
—Ahora —exclamó.
Lumpi se acercó lentamente. Ofrecía un aspecto terrible: bajo la peluda melena estaba, en lugar de la cara, el pañuelo comido por las polillas y sus fuertes y peludos antebrazos asomaban de la ancha capa. Mantenía las manos extendidas hacia delante y movía sus largos y huesudos dedos buscando aquí y allá…, como si tuviera dificultades para tantear su camino. ¡Anna, Rüdiger y Anton sabían perfectamente que podía ver todo a través de los agujeros del pañuelo!
Al principio, pareció que iba a sentarse en las rodillas de Rüdiger. Anton respiraba ya cuando Lumpi, dando unos pasos vacilantes, dejó de lado a Rüdiger y se quedó delante de él. Luego se dio la vuelta y se sentó en las rodillas de Anton.
Anton tuvo la sensación de que iba a asfixiarse…, ¡por lo mucho que pesaba Lumpi y por lo penetrante que era el olor a moho que despedía!
—¡Ratoncito, di pip!
—¡Pip!
—¡Más alto!
—¡Piiip!
—¡Eres Anton! —exclamó Lumpi, se quitó el pañuelo de la cara y miró triunfante alrededor suyo—. ¿He ganado algo ahora?
—No. Pero puedes atarle el pañuelo a Anton —dijo Rüdiger.
Rodeó colérico con el pañuelo la cabeza de Anton y se puso a atarlo.
De repente pegó un grito. Fue un grito tan desgarrador que a Anton le entraron escalofríos por todo el cuerpo.
—¡Mi uña! —chilló—. ¡Se ha partido!
Se quedó mirando fuera de sí su dedo índice izquierdo.
—¡Mi hermosísima, mi larguísima uña! ¡La he protegido y cuidado semana tras semana! ¡Qué orgulloso estaba! Y ahora… —sollozó.
Entonces miró a Anton con ojos encendidos.
—¡Y todo por tu culpa!
—¿Po… por mi culpa?
—¡Tu cabeza tiene la culpa, sí señor! —aulló el vampiro—. ¡Tu melón, tu cabeza cuadrada, tu cabeza hueca, tu estúpida y más que estúpida mollera!
Corrió hacia su ataúd, sacó la lima de uñas y empezó a limarse salvajemente su uña.
—Tú mismo tienes la culpa —dijo Anna—. Si no sabes hacer un nudo…
—¿Cómo dices? —estalló Lumpi—. ¿Así me agradeces el haberme quedado tanto tiempo en la cripta? ¡Y sólo para que tuvieras un hermoso aniversario como vampiro! ¡Pero ahora se ha terminado!
Bufando de rabia volvió a tirar la lima de uñas al ataúd y se fue esparrancado hacia la salida de la cripta.
—¡Los hermanos mayores tenían que estar prohibidos! —le gritó Anna.
Pero Lumpi no contestó. Oyeron crujir la piedra…, luego todo se quedó en silencio.
—¡Ahora ha echado a perder todo el ambiente! —se quejó Anna.
—i¿Por qué has tenido que discutir con él?! —dijo el pequeño vampiro.
—¿Por qué? —exclamó Anna—. ¡Porque no puedo soportar a los tiranos caseros!
—Podríamos seguir celebrándolo los tres —propuso tímidamente Anton para reconciliarlos.
Y quizá ahora, sin Lumpi, podía ser aún mucho mejor…
Pero Anna sacudió fuertemente la cabeza.
—¡No!
Se quitó los pasadores del pelo y los metió colérica bajo su capa.
—Lo que más me gustaría es ir al cine.
—¿Al cine? —dijo sorprendido Anton—. Pero el cine ya ha empezado hace mucho, y, además, a los niños no les dejan entrar.
Anna, testaruda, adelantó el labio inferior.
—Entonces iremos a una discoteca.
—Pero allí… —empezó Anton.
«Tampoco nos dejan entrar», iba a decir, pero con eso sólo hubiera conseguido irritar más a Anna.
—No tengo dinero —dijo por eso rápidamente.
—¿Dinero? ¡No hay problema!
Fue hacia el ataúd de Tía Dorothee y quitó la tapa. Apareció una vieja arca carcomida. Anna la abrió y sacó un par de monedas de oro. A la luz de las velas brillaban y relucían tanto, que Anton casi pierde la respiración.
—¿Hay suficiente con esto? —preguntó ella.
Antes de que Anton pudiera responder, Rüdiger se había interpuesto y le había sustraído a Anna todas las monedas de oro.
—¡Eso va contra los preceptos! —tronó él—. Las monedas de oro deben ser únicamente para casos de necesidad.
—¿Es que éste no es un caso de necesidad? —gritó Anna—. ¡Primero me arruináis la fiesta de aniversario como vampiro y luego, cuando quiero ir a una discoteca para sacarle al menos algún partido al aniversario, vas tú y no me dejas coger las malditas monedas de oro!
—El precepto es el precepto —repuso Rüdiger, volvió a dejar las monedas de oro en el arca y la cerró cuidadosamente.
Luego volvió a ponerle la tapa al ataúd de Tía Dorothee.
Anna agitó los puños airada.
—¡Tú, tú…, camello!
Rüdiger se rió burlonamente.
—¡Camello…, qué bonito!
—¡Zoquete relamido, grosero!
Las lágrimas salieron precipitadamente de sus ojos.
Inmediatamente se dio la vuelta y salió corriendo hacia la salida.
—Ya tengo bastante —exclamó—. ¡Me voy!
—Anna —dijo asustado Anton.
—Rüdiger te llevará a casa —sollozó ella; luego desapareció.
Una fría ráfaga de aire recorrió la cripta, haciendo flamear las velas. Anton tiritó. Se acordó de que sus padres sólo querían dar un paseo. ¿No habrían regresado hacía ya mucho tiempo y notado que su cama estaba vacía?
—Me… me vas a llevar, ¿verdad? —preguntó temeroso.
—Si te esperas… —dijo el pequeño vampiro.
Se fue a su ataúd, quitó la tapa y se echó en él.
—Después de esta agotadora fiesta necesito antes un descanso.
—¡Pero yo tengo que irme a casa ahora! —protestó Anton.
El vampiro bostezó.
—No correrá tanta prisa.
Cogió su libro y lo hojeó hasta encontrar la página correcta.
—¡Ah! ¡La historia de Mrs. Lunt es tan emocionante!… —dijo entusiasmado—. Ahora voy justo por el pasaje en donde el marido está sentado en el sillón y aparece ese olor…
Se rió entre dientes.
—¿Sabes qué era lo que olía así?
Anton, naturalmente, conocía aquella historia de las Vampir-Stories, de Hugh Walpole. El olor procedía de Mrs. Lunt, que llevaba un año muerta. A pesar de ello negó con la cabeza.
—Lo he olvidado.
—Yo nunca olvido lo que he leído —afirmó el vampiro.
—Tú, en lugar de eso, olvidas devolver los libros.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles?
—
Mordiscos Sangrientos
. ¡Incluso se lo has regalado a Anna a pesar de que es mío!
—Sólo se lo he prestado.
—Anna, sin embargo, me ha dicho que tú se lo habías regalado por su aniversario como vampiro.
—¿Y qué? Mañana ya ha pasado su aniversario como vampiro y entonces lo volveré a recuperar.
—Pero si le has regalado el libro…
—Es que en el caso de los vampiros es diferente.
—¡Eso es una guarrada enorme!
Aunque con ello le hiciera ponerse furioso a Rüdiger…, ¡él no podía callarse ante tales injusticias!
Pero el vampiro acarició aburrido la cubierta del libro.
—¿Podrías ahora dejarme que continúe leyendo? —refunfuñó.
—U… un momento —exclamó Anton con voz excitada.
¡Ahora se vería si el vampiro era un amigo de verdad o no!
—Tenemos que hablar de las vacaciones.
La expresión del rostro del vampiro se transformó repentinamente. Desapareció su mueca hosca y empezó a reírse irónicamente. Tranquilamente preguntó: