Authors: Brian Lumley
Zek se estremeció.
Aunque Jazz no sabía nada de ESP, estaba en condiciones de leer muy bien lo que pensaba la gente.
—Eres una mujer estupenda —le dijo, aunque no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquella frase, ya que no era una persona muy dada a decir cumplidos y no le salían muy bien.
Aun así, sabía que había hablado con sinceridad, como también lo sabía ella, pese a no estar de acuerdo con él.
—No, no tengo nada de estupenda —dijo Zek, muy seria—. Quizá lo fui en otro tiempo, pero me he vuelto muy cobarde. Pronto descubrirás por qué.
—Pero antes tendrías que informarme sobre los azares inmediatos —dijo Jazz—, en el supuesto de que sean inmediatos. Has dicho algo de los habitantes de la Tierra del Sol y de que estaban persiguiéndote. Y también de los wamphyri… que andaban persiguiéndote como locos. Anda, dame más detalles.
—¡Los habitantes de la Tierra del Sol! —dijo ella con un suspiro, aunque sin pretender darle una respuesta.
Calló de pronto, quedó tensa, mirando a su alrededor alarmada, especialmente la zona de sombras proyectadas por los acantilados del este. Después se llevó la mano a la frente y se la acarició con dedos temblorosos. A Lobo se le erizaron los pelos del cuello, echó para atrás las orejas y profirió un gruñido bajo y gutural.
Jazz quitó el seguro de la metralleta, la amartilló y comprobó que el cargador estuviera colocado en su sitio.
—¡Zek! —la interpeló con voz ronca.
—¡Arlek! —dijo ella en un murmullo—. Esto es lo que ocurre por frenar mis dotes telepáticas en consideración a ti. Jazz, yo…
Pero ya no tuvo tiempo de nada más, porque ya estaban metidos en el problema.
Castillos - Viajeros - ¡El Projekt!
Una hora antes, poco más o menos, ocurría lo siguiente: Procurando guardarse de los murciélagos, Karl Vyotsky condujo su motocicleta por la llanura cubierta de piedras en dirección a aquella especie de tubos, fantásticamente tallados, que se erguían como espectrales centinelas en la parte este. Su primer impulso consistió en dirigirse al desfiladero, hacia la fina rendija de sol que había visto en el horizonte, en la parte más amplia de aquella «V» que formaba el cañón. Pero el sol ya se había puesto a medio camino de la boca del desfiladero, y de sus rayos sólo quedaba un abanico de haces de luz rosada por la parte sur del firmamento.
La cordillera montañosa que se extendía al este y al oeste hasta donde alcanzaba la vista formaba una silueta negra, realzada con manchas y rayas de un color dorado resplandeciente allí donde la luz de la luna reflejaba sus fulgores. Sin embargo, el cielo por encima de las montañas era de un color azul intenso, recorrido por haces de luz de un amarillo desvaído y, como era evidente que en aquel mundo estaba empezando a caer la noche, Vyotsky prefirió pasar por el campo abierto que se extendía bajo la luna que moverse por la negrura del desfiladero, que más parecía tinta que otra cosa. No sabía que al otro lado de la cordillera la luz del día duraría un tiempo equivalente a dos de los días que él conocía.
Así es que, con el faro encendido, dio la vuelta y se dirigió a aquellos tubos excavados en la piedra y, mientras sus ojos iban acostumbrándose a la luz de la luna y sus ruedas ligeramente excéntricas iban tragándose velozmente los kilómetros, observó los enigmáticos nidos de águila situados a catorce o quince kilómetros en dirección este con un sentimiento en el que había algo más que mera curiosidad. ¿Eran luces realmente lo que veía en las torres más altas? Y si lo eran realmente y en ellas había gente, ¿qué clase de gente sería? Mientras iba reflexionando sobre estas cosas, se fijó en los murciélagos, que no eran precisamente las pequeñas criaturas, semejantes a ratones voladores, que poblaban la Tierra.
Tres de los murciélagos, con unas alas que medían un metro de punta a punta, se abalanzaron sobre él y lo obligaron a desviarse y casi a caer de la moto. El batir de sus alas membranosas emitía un ruido leve pero rápido, que agitaba el aire con su latido. Parecían pertenecer a la misma especie del animal aparecido en el Encuentro Cuatro:
Desmodus
el vampiro. Vyotsky no sabía qué podía haberlos atraído hacia él, quizás el rugido del motor, que sonaba muy fuerte y extraño en el silencio pavoroso de aquel lugar. Pero cuando uno de los murciélagos pasó por delante de la luz del faro…
El vuelo de aquella criatura se hizo errabundo, casi frenético. Vyotsky disparó hacia arriba y el grito estridente de alarma resonó salvajemente en la cabeza de Vyotsky y fue contestado con nerviosos alaridos de sus compañeros de viaje. Esto hizo que el ruso comprendiera que aquélla era una manera de librarse de ellos. Es posible que fueran completamente inofensivos y que sólo se movieran por simple curiosidad; vampiros o no, no era probable que atacaran a un hombre, por lo menos mientras se mostrara activo y se moviera. Pero Vyotsky tenía trabajo para dominar su motocicleta por aquel terreno tan accidentado. En la tierra seca y polvorienta de la llanura había fisuras, rocas y piedras diseminadas por doquier. Tenía que concentrarse para poder seguir su camino y para ello debía desentenderse de los tres murciélagos gigantescos que iban persiguiéndolo.
Decidió pararse, sacó una potente linterna de uno de los macutos que llevaba y esperó a que los murciélagos se acercasen de nuevo. Uno, al parecer cegado, se mantenía a distancia y patrullaba desde lo alto, pero al cabo de un momento los demás se acercaron. Mientras iban volando en círculo a su alrededor, Vyotsky seguía quieto pero, al precipitarse sobre él con la cabeza baja, Vyotsky dirigió la linterna sobre ellos y, pulsando el botón, los inundó de luz. ¡Hubo una gran confusión! Los dos murciélagos chocaron y cayeron con las alas enredadas. Ya en el suelo, se separaron, se escabulleron, se movieron torpemente y profirieron vibrantes gritos de alarma. Uno de ellos se las arregló para echar a volar hacia arriba, pero su compañero no fue tan afortunado.
La metralleta de Vyotsky lo partió casi por la mitad y salpicó de sangre las rocas circundantes. Cuando se desvanecieron los ecos retumbantes del arma, los dos supervivientes ya habían desaparecido. Vyotsky dio unos cuantos bocinazos para contribuir a alejar todavía más a aquellos pajarracos…
Esto había ocurrido hacía veinte minutos y desde entonces no había vuelto a ser molestado. Se había dado cuenta de que había unas pequeñas sombras que revoloteaban sobre su cabeza, pero en realidad no se divisaba nada en concreto. Estaba contento de que así fuera ya que, si de algo estaba seguro, es de que no podía gastar municiones dedicándose a matar murciélagos. Igual que el inglés, Michael Simmons, sabía que en este mundo había cosas mucho peores que los murciélagos.
Pero ahora también estaba seguro de una cosa: no se había equivocado con respecto a las luces que se veían en los nidos de águila, ahora ya no tan distantes como antes. El más próximo estaba a unos siete kilómetros de distancia, mientras que los otros se encontraban diseminados irregularmente por la llanura que se extendía detrás, perdiéndose en la distancia y haciéndose más y más pequeños, más y más brumosos, a pesar incluso de la intensa luz de la luna. Las bases parecían afianzadas con guijarros y reforzadas con muros y terraplenes. En el fuste estriado y pétreo más próximo parpadeaban las luces de forma intermitente; y a través de varias chimeneas echaba un humo que oscurecía el azul intenso del cielo y la palidez de las estrellas; otras estructuras menores estaban adosadas a laderas escarpadas, donde los salientes habían permitido una construcción extremadamente precaria. Sin embargo, las edificaciones de piedra que coronaban los fustes macizos sólo habrían podido describirse adecuadamente con una palabra: ¡castillos!
¿Quién los había construido? ¿Cómo? ¿Por qué? Eran detalles que quedaban por descubrir, si bien Vyotsky tenía la seguridad de que se trataba de obras realizadas por hombres. Sí, debía de tratarse de guerreros. Unos hombres, suponía, capaces de entenderse con los rusos. Tenían que ser hombres fuertes, sin duda alguna, y al pensarlo su mirada volvió a levantarse hacia la torre que tenía más próxima, la estructura enorme de aspecto desolado y siniestro que parecía otear las tierras que tenía a su alrededor como un enfurruñado centinela.
Al instante, volviendo a dirigir la mirada hacia el intrincado camino que tenía delante, Vyotsky se vio obligado a accionar los frenos. Parecía como si en aquella accidentada superficie hubiera crecido de pronto una pared baja de piedras amontonadas unas sobre otras que se extendía a lo lejos hasta la llanura y de allí hasta el mismo pie de las montañas. La pared tendría unos dos metros de altura y un grosor aproximadamente igual en la base. Era evidente que estaba hecha por mano humana y parecía ser un lindero. El ruso volvió la moto hacia el sur y, dirigiéndola hacia el pie de la montaña, buscó una abertura en la pared. Pero, enfrente, la pared se elevaba para ir a parar a un saliente muy inclinado de roca lisa que Vyotsky sabía perfectamente que su moto era incapaz de subir. Y aunque hubiera podido, él tampoco estaba dispuesto a subir por ella. Sintiéndose contrariado, se dio la vuelta y se quedó un momento mirando pensativo el tubo que tenía más cerca.
Desde aquel punto alto en el que ahora se había situado tenía una vista más precisa de todo lo que le rodeaba. Seguía sentado en la moto y, sin darse cuenta, se puso a calcular las dimensiones de las poderosas columnas.
Ésta tendría unos doscientos metros de diámetro en la base e iba afinándose a medida que ascendía hasta llegar aproximadamente a la mitad del diámetro citado en la torre que la coronaba, situada a un kilómetro y medio de altura. Básicamente la torre era una columna de piedra. Aun pudiendo parecer tan natural como muchos afloramientos grotescos del Gran Cañón, lo que más impresionaba en ella eran sus dimensiones y las estructuras que tenía encima. Pero mientras sus ojos recorrían la tremenda altura de aquel rascacielos, se dio cuenta de qué en una enorme caverna situada cerca del punto más alto había una cierta actividad.
Entornó los ojos para ver de distinguir de qué se trataba. ¿Qué podía ser?
Vyotsky sabía que en el fondo de su macuto más grande, llenado deprisa y corriendo, cuando todavía no tenía las ideas muy claras, había unos prismáticos. Eran unos prismáticos de buena calidad, pero no quería perder el tiempo en sacarlos del macuto. Sin embargo, mientras estaba contemplando la inmensa columna con todas sus estructuras que desafiaban las leyes de la gravedad, su torre de vigía y la actividad que ahora había observado en…
¡En ese momento algo se precipitó al exterior desde lo alto de la cueva!
Vyotsky sintió que un estremecimiento le recorría la espina dorsal y que sus labios carnosos dejaban al descubierto sus dientes, doloridos todavía por el codazo que le había propinado Simmons. Aspiró una profunda bocanada de aire, al tiempo que forzaba los ojos tratando de averiguar qué era lo que flotaba en el aire como una nube negra y que parecía un aparato volador que iba describiendo lentos círculos alrededor de la altísima columna al tiempo que iba perdiendo altura.
Al cabo de un rato la cara del ruso se quedó lívida al darse cuenta de que aquel objeto volador era el hermano gemelo del personaje del Encuentro Uno: un dragón extraño en el cielo de un país extraño. Vyotsky se quedó horrorizado, aunque sólo fue un momento. No era conveniente dejarse vencer por el pánico. Paró el motor de la moto y, manteniéndose junto a la pared, dejó que las ruedas giraran libremente y lo llevaran desde el pie de las montañas hasta la llanura. Ya allí, localizó un macizo saliente de roca y aparcó la moto a la sombra del mismo. La luna, que parecía moverse a través del cielo con gran presteza, estaba situada ahora directamente sobre su cabeza, lo que dificultaba enormemente que pudiera esconderse. Amparándose en la poca sombra que había, el ruso porfió para descargar los macutos que llevaba colgados, cargó la metralleta con un cargador nuevo y se guardó uno de repuesto en el bolsillo del mono. Preparó luego un pequeño lanzallamas y, pese a que era un hombre descreído, pensó: «¡Santo Dios! ¡Espero que esto me ayude a defenderme de esa cosa!»
Entretanto «la cosa» se movía en círculo sobre la titánica columna por segunda o tercera vez y ya parecía encontrarse a menos de trescientos metros de altura. De pronto viró bruscamente en dirección a la llanura y pareció agrandarse extraordinariamente al bajar en picado haciendo una serie de movimientos de deslizamiento directamente hacia el lugar donde se escondía Vyotsky.
Se dio cuenta entonces de que no servía de nada fingir, que era inútil pensar que su vuelo era una mera coincidencia con el hecho de que él permaneciera allí escondido. Aquel ser extraño sabía que él estaba allí y venía a buscarlo.
Pasó por encima de su cabeza desviándose hacia el norte y proyectando una inmensa sombra en la llanura que era como una gran mancha de tinta que se desplazaba velozmente. Vyotsky, con la cabeza levantada, trató de medir su tamaño. Con un cierto alivio vio que no era ni tan enorme ni terrible, ni mucho menos tan cruel como la «cosa» que estuvo a punto de destruir Perchorsk. Tenía unos quince metros de longitud y unas alas que cubrían una distancia todavía mayor; su forma era similar a la de una gran manta sobre la tierra, pero tenía una larga cola que le servía para mantener el equilibrio. Sin embargo, a diferencia de la manta, tenía en la parte inferior del cuerpo unos ojos enormes desprovistos de párpados que utilizaba para mirar en todas las direcciones imaginables.
Después la cosa se ladeó hacia la izquierda y volvió a lanzarse en picado, se dejó caer un poco más bajo con un movimiento controlado y finalmente se posó en tierra, desplegando las alas cubiertas de plumas, que levantaron tal nube de polvo que incluso cubrió unos momentos su figura. Se había situado a unos treinta o cuarenta metros de distancia y, así que el polvo se depositó nuevamente en el suelo, Vyotsky vio que el animal se quedaba recostado y que volvía la cabeza hacia él, pero de una manera que sólo habría podido calificarse de ausente o, como mucho, de gesto no premeditado.
Sí, un gesto ausente e impremeditado, pues ahora el ruso se fijó en los arneses que llevaba el animal: sobre el lomo, una silla de montar de cuero ricamente repujado. Pero en quien se fijó sobre todo fue en el hombre que estaba de pie al lado y que tenía los ojos clavados en su escondrijo. De todos modos, vio lo bastante de él para darse cuenta de que no era un hombre o de que no lo era totalmente, puesto que un «hombre» como aquél era el que había ardido hasta morir en la pasarela del corazón de Perchorsk: ¡era un guerrero wamphyri!