Authors: Brian Lumley
»Después llegó la puesta del sol y me desperté al oír los pasos de Karen. ¡Parecía tener mucha prisa!
»"¡Ven!", me dijo cogiéndome de la mano. Había una fuerza poco natural en sus dedos, al tirar de mí para que saliera de la cama. "¡Vístete aprisa! Ya llega el primero."
Viajeros vampirizados (esclavos, desangrados hasta la muerte y sacados de aquella situación debido al cambio experimentado por su fisiología y por la alteración de sus órganos y funciones) habían preparado la gran sala. La mesa estaba puesta y en un extremo se había colocado el poderoso trono de hueso de Dramal Doombody. Sobre una pequeña plataforma, parecía abrir desmesuradamente la boca en un bostezo como si quisiera tragarse toda la longitud de la mesa.
»"¡Aquí!", dijo Karen, "éste será tu escondrijo: métete en el trono de Dramal."
»Yo podía haber protestado, pero ella se me adelantó y acalló mis palabras antes de que tuviera tiempo de pronunciarlas.
»"¡Tienes que hacerlo! Nadie se sentará en el trono de Dramal. Yo lo hago para honrar al señor leproso, mi padre y mi dueño, cuyo huevo está dentro de mí. Esto es lo que ellos supondrán por lo menos. Yo ocuparé la gran silla situada al otro extremo de la mesa. ¡Ellos quedarán aprisionados entre las dos! O en todo caso, lo estarán sus pensamientos. Ya es demasiado tarde para efectuar cambios. ¡No quiero discusiones! Procede a llevar a cabo la parte del plan que te corresponde o lárgate. Y cuando digo que te largues quiero decir que te largues. Si no estás conmigo estás contra mí. Búscate nuevos aposentos en el nido o huye de él si es que puedes. Yo no pienso impedírtelo… aunque no puedo asegurarte qué harán los demás."
»Sabía que no me podía negar; dentro de ella se removía el vampiro que llevaba en su interior, despertado por la excitación que sentía. Era inútil, e incluso peligroso, tratar de disuadirla encontrándose en aquel estado. Me dirigí, pues, hacia el trono de hueso.
»¡Dios mío, qué silla tan monstruosa aquélla!
»Como ya he dicho, era la quijada inferior de una criatura cartilaginosa. Tenía alrededor de un metro y medio de largo y el colmillo formaba en la parte delantera un agarradero para la mano, por lo que los brazos del usuario descansaban a lo largo de las aristas blancas y brillantes de la materia cartilaginosa que en nuestras mandíbulas constituye el lugar de implantación de los dientes laterales o traseros. La mandíbula, por la parte de atrás, se eleva marcadamente para formar la articulación aunque, en este caso, faltaba la mandíbula superior. La inclinación plana y acusada de la parte de atrás de la mandíbula formaba el respaldo del asiento, sobre el cual se apoyaba normalmente un gran cojín rojo adornado con borlas. En la parte delantera y trasera y en cada uno de los cuatro ángulos había unas protuberancias cartilaginosas dirigidas hacia abajo que hacían las veces de pies perfectamente simétricos. La pieza estaba minuciosamente tallada y cubierta de arabescos, igual que un enorme objeto de marfil. Y, al igual que el marfil, también en otro tiempo había conocido un tipo de vida. La silla estaba colocada sobre una pequeña peana, debajo de la cual se hallaba mi escondrijo. Para meterme en él tenía que arrastrarme desde atrás, donde en otro tiempo había estado la tráquea, y acomodarme en su interior. Allí encontré un gran almohadón en el que me podía sentar como si estuviera en una canoa, perfectamente erguida y con la cabeza y los hombros metidos en la cavidad situada debajo de la mandíbula, y atisbar a través de aquellos arabescos tan diestramente tallados en el hueso. El gran cojín rojo no me impedía la visión, puesto que Karen lo había retirado, lo que me permitía observar todos los rostros en torno a la mesa. Es mucho más fácil saber qué piensa una persona cuando es posible verle la cara.
»Así pues, comenzaron a llegar.
»A medida que iban apareciendo, yo iba leyendo sus nombres en los pensamientos de Karen. Se comunicaban de manera muy escueta, mentalmente, a la manera de los wamphyri, intereambiando nombres y desafíos. El primero fue Grigis, el menos importante de los wamphyri. Se dio cuenta de que se trataba de una cuestión de prioridades; era evidente que había sido enviado para tantear el camino.
»"¡Ha llegado Grigis!" anunció al aparecer en la escalera. "Como puedes ver, señora, los wamphyri me hacen un gran honor. Mi rango es tal que he sido elegido para ser el primero en penetrar en tu nido de águilas. Sin embargo, veo guerreros en la sala. ¿Qué clase de recibimiento es éste?"
»"Es para protegerte, Grigis", le dijo ella, "y también para protegerme yo. Cuando cabezas tan grandes como la tuya y la mía se encuentran pueden pegarse un topetazo. Pero considera de momento a los guerreros como un adorno, un símbolo del poder de los wamphyri. No tienen instrucciones de ninguna clase. Si nosotros y los demás señores estamos tranquilos, también ellos se mantendrán tranquilos. Y ahora, bienvenido a mi mansión. Tú has entrado por propia voluntad y yo te doy la bienvenida. Siéntate, que los demás no tardarán."
»Grigis se acercó a grandes pasos a una ventana, se asomó e hizo una señal. Estaba oscuro, por supuesto, pero esto no cuenta para los wamphyri. Leí en la mente de Karen que un segundo visitante, volando en círculo cautelosamente, giraba hacia adentro y se apresuraba a alcanzar los niveles adecuados para aterrizar. A continuación Grigis tomó asiento a un lado de la mesa, muy alejado del trono de hueso. Grigis era, por supuesto, un auténtico vampiro de aspecto terrible, si bien no destacaba especialmente entre los wamphyri, por lo que no vale la pena perder más tiempo describiéndolo.
»Así es que siguieron llegando todos: abundaban los personajes menores, pero de vez en cuando refulgía entre ellos alguno especialmente destacado. Menor Maimbite era uno de ellos. Su blasón consistía en un cráneo fracturado colocado entre un par de mandíbulas sumamente agudas. Menor, de quien se decía que era inmune al
kneblasch
y a la plata, parece que en ocasiones como ésta llevaba una cajita con estos venenos, con los cuales se aliñaba los alimentos. Tanto su cabeza como las dimensiones de su boca eran enormes, incluso tratándose de un señor de los wamphyri.
»Cuando ya habían llegado una docena de ellos y una vez que se les dio la bienvenida, se sentaron y, no sin una cierta agitación, hablaron entre ellos en voz baja; fue entonces cuando apareció el más poderoso de todos ellos. Era Fess Perene, que medía dos metros y medio de estatura y no tenía necesidad de guantelete, porque en lugar de manos tenía garras. También estaba Belath, cuyos ojos formaban una simple ranura, implantados en un rostro descarnado en el que nunca asomaba una sonrisa, y cuya mente era nebulosa y secreta, totalmente inaccesible. Otro era Volse Pinescu, que deliberadamente se enconaba las heridas, costurones y granos que le cubrían el rostro a fin de que su aspecto fuera mucho más monstruoso. Y estaba también Lesk el Glotón que, según contaba la leyenda, en un ataque de locura ordenó a uno de sus guerreros que luchara con él hasta darle muerte. La historia contaba que se había escondido debajo de las escamas de la cosa, donde no podía darle alcance, y que lo había ido devorando y abriéndose camino hacia su cerebro hasta dejarlo absolutamente inútil. Pero cuando Lesk salía del interior de su cráneo a través de uno de los agujeros de la nariz, la bestia experimentaba una convulsión y trataba de morderlo. Esto le había acarreado la pérdida de un ojo y medio, que ahora usaba tapados con un enorme parche de cuero cosido a la mandíbula y a la sien. Sin embargo, para sustituir el ojo que le faltaba, había dejado que le creciera uno en el hombro izquierdo, que llevaba desnudo, y por eso llevaba la capa colgada del derecho. Lesk tomó asiento a la izquierda, muy cerca de mi escondrijo en el interior del trono, lo que desencadenó en mi cuerpo un violento temblor. Pese a todo, conseguí dominarme.
»El penúltimo fue Lascula Longtooth, que había perfeccionado y concentrado sus facultades metamórficas hasta tal punto que era capaz de alargar sus mandíbulas y sus dientes a voluntad y de la manera más inopinada, cosa que hacía muy a menudo, con el simple gesto de rascarse la barbilla. Y en último lugar estaba Shaithis, cuya columna era una fortaleza impenetrable, rodeado de leyendas tales que no necesitaban revestirse de adornos de ningún tipo. Entre todos era uno de los menos impresionantes, pero tenía una mente de hielo y calculaba al centímetro todos los movimientos que hacía, había hecho o pensaba hacer. Es posible que los wamphyri no se respetasen mucho entre sí, pero era indiscutible que todos respetaban a Shaithis…
»Yo me había preguntado qué ropas llevaría Karen… en el supuesto de que las llevara. De haber estado en su sitio, anfitriona a contrapelo de todos los monstruos, seguro que me habría arrebujado de ropa hasta las cejas, quizá me habría cubierto incluso con una armadura. Ella llevaba un vestido ceñido al cuerpo que la cubría hasta los pies, de una tela blanca tan fina y tan ajustado que a través de él se apreciaba su carne como si fuera desnuda. Llevaba el pecho izquierdo al aire y hay que decir que tenía unos pechos muy hermosos. La nalga derecha también la llevaba desnuda o prácticamente desnuda y, como no llevaba ropa interior, el efecto era realmente impresionante. Sin embargo, así que hubieron llegado todos los señores, quedó claro cuál era el propósito de Karen. En lugar de dejar vagar sus ojos y sus pensamientos sin rumbo fijo, los wamphyri los centraron inmediatamente en Karen.
»Hay que recordar que antes de ser wamphyri habían sido hombres y que sus apetencias, por muy exageradas que fueran, eran las apetencias de los hombres. Todos deseaban a Karen, cosa que impedía que sus pensamientos se desviaran hacia otros derroteros. No diré qué leí en sus mentes de vampiros y, en lo que se refiere a Lesk el Glotón en particular, no quiero ni siquiera recordar qué leí en la suya.
»Así es que, una vez todos reunidos y después de un breve preámbulo, habiendo catado los manjares que Karen les había preparado, se iniciaron las conversaciones…
El final de la historia de Zek - Disturbios en el refugio de la roca - Acontecimientos en Perchorsk
La bóveda de roca que coronaba el refugio se elevaba a sesenta metros de altura o más. Tenía una tonalidad ocre clara con manchas; de hecho era una enorme piedra de arenisca que descansaba de costado y que sobresalía en una colina entre pinos, robles, zarzas y endrinos. Arriba, el cinturón formado por los árboles era estrecho y oscuro y subía por las laderas escarpadas hasta las peñas y laderas de las montañas; abajo se extendía el bosque, envuelto en una fina neblina que ahora estaba levantándose, se dispersaba en el punto donde el pie de las colinas encontraba la llanura y se perdía en un horizonte lechoso. Por la parte sur llegaba una luz débil que era como una falsa aurora, puesto que no era la aurora, sino la puesta del sol.
Mientras contemplaba la roca siguiendo los perfiles de sus flancos, Jazz preguntó a Zek:
—¿Habías estado ya aquí?
—No, pero me habían hablado de este sitio —respondió ella—. Está tan lleno de galerías como un trozo de queso azul olvidado en un estante. Hay túneles y cuevas por todas partes y tiene espacio suficiente para toda la tribu de Lardis al completo e incluso para el doble de Viajeros. Aquí se podría esconder todo un ejército.
Pararon a cincuenta metros de la base de la peña, donde la ladera de la montaña comenzaba a derivar hacia abajo y se abría la boca de una gran cueva. Contemplaron toda una hilera de Viajeros que iban introduciéndose hacia el interior, llevando a rastras las narrias y los carromatos, seguidos de los lobos. Al cabo de un rato se hizo visible la oscilación de luces anaranjadas, inmediatamente veladas, a través de los huecos de las «ventanas» situadas en la parte de arriba, donde habían comenzado a encenderse luces y antorchas. Jazz y Zek seguían en el mismo sitio, envueltos en la oscuridad.
Lardis, que los estaba buscando, se acercó y dijo:
—Dejad que se tomen el tiempo necesario para instalarse y escoger sus puestos, después os encontraré aquí —e indicó el sitio con el dedo—, en la entrada principal que llamamos el vestíbulo. Pero si queréis tomar el aire, mejor que sea ahora, porque después tendréis que respirar mucho humo. Hasta que volváis a ver el sol, daríais los ojos a cambio de una bocanada de aire puro de montaña.
Y cogiendo las asas de la narria de Jazz, dijo:
—Mira, lo llevaré durante el resto del camino.
—¡Espera! —dijo Jazz hurgando en uno de los fardos y sacando de él dos cargadores completos para el arma—. Por si acaso…
Lardis no hizo ningún comentario y se dirigió a la entrada de la caverna, dentro de la cual ahora se veían multitud de luces que oscilaban en la sombra.
—Lardis tiene razón —dijo Zek—. Tardarán un tiempo en instalarse y fortificar la plaza. Trepemos por detrás de la roca. Es posible que desde allí todavía se divise algo de sol. No estoy nada a gusto cuando el sol se pone.
—¿Estás segura de que no estás posponiendo alguna cosa? —dijo Jazz—. Zek, no quisiera obligarte a hacer ninguna promesa. Quiero decir que sé que tienes razón, que sé que éste no es nuestro mundo y que por esto nos sentimos mutuamente atraídos.
Ella lo abrazó y, echándose el cabello para atrás, dijo:
—En realidad, me parece que me sentiría atraída hacia ti en cualquier mundo. No, se trata simplemente de una sensación extraña. ¡Me gustan tan poco estas cuevas! Fíjate, hasta Lobo prefiere quedarse aquí fuera con nosotros.
El lobo los siguió mientras trepaban por la escarpada roca, entre los árboles. Estuvieron subiendo por espacio de quince minutos hasta que Jazz dijo:
—Ya basta, me parece. Después nos llevará el mismo tiempo volver a bajar. Esta roca es más grande que lo que aparenta. Cuando salga el sol podemos tratar de subir hasta la cumbre.
Se sentaron uno al lado de otro en un saliente de la roca y Jazz la rodeó con el brazo. Zek se apoyó en la áspera roca y, volviéndose hacia él, le preguntó con un suspiro de cansancio:
—¿Por qué te llaman Jazz?
—Porque mi segundo nombre es Jason —dijo— y es un nombre que detesto. ¡Pocas bromas con el vellocino de oro!
—Jasón es un héroe de mi patria —dijo ella—, y no me atrevería a hacer ninguna broma con su nombre.
Lobo, echándose a los pies de los dos, lanzó un gañido y los miró con fijeza. Zek se acercó un poco más a Jazz.
Consciente del calor de su cuerpo y de la presión que ejercía contra él, Jazz dijo: