El origen del mal (13 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
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En seguida comenzaron a formársele ampollas, mientras el hombre no dejaba ni un momento de traducir en gritos sus sufrimientos e iba golpeando las llamas con la mano izquierda. Súbitamente arrebató al soldado el escudo de amianto que sostenía y lo arrojó contra el escuadrón. Antes de que los soldados tuvieran tiempo de recuperarse del golpe, ardiendo, se volvió a la esfera blanca para encaminarse a ella.

«¡Detenedlo!», gritó Khuv. «Disparad contra él… pero a las piernas. No dejéis que se meta dentro…»

Al ponerse a disparar, vio que el cuerpo del hombre se estremecía y se tambaleaba, mientras las balas se incrustaban en la parte trasera de sus muslos desnudos y en la parte inferior de las piernas. Había alcanzado ya su objetivo cuando un disparo afortunado le dio detrás de la rodilla derecha y consiguió derribarlo en tierra. Ya estaba lo bastante cerca de la esfera para tratar de colarse en ella, salvo que…

«¡Lo ha tumbado para atrás! Es como si hubiera tratado de introducirse por una pared de ladrillo.»

En aquel instante, mientras contemplaba la película, Jazz comprendió —como lo habían comprendido los que se encontraban presentes y cuantos la habían visto— que la Puerta era una celada. Como el ascidio, dejaba penetrar en ella a sus víctimas, pero les negaba la salida. Una vez atravesada, las criaturas pertenecientes al mundo que había al otro lado de la misma debían quedarse en éste, por lo que Jazz no pudo evitar preguntarse si le ocurriría lo mismo a una persona que quisiera atravesarla desde este lado. Aunque difícilmente llegaría nadie a descubrirlo.

«Ahora tendrá que volver y sin armar alboroto», dijo Khuv, que no cabía en sí de gozo.

Así que cesó el tiroteo, Khuv bajó por la pasarela y se dirigió al escuadrón de los lanzadores de llamas y se quedó detrás de ellos observando las lastimosas payasadas que hacía el hombre que había aparecido por la Puerta. En aquel momento Jazz sintió piedad de él, pero la verdad es que fue sólo un momento.

El hombre se sentó, se estremeció, perplejo, y extendió una mano hacia la deslumbrante esfera de luz. La mano chocó con algo resistente y no pudo seguir adelante. Se puso entonces de rodillas y volvió la cara a sus torturadores. Sus ojos escarlata se abrieron de par en par y en ellos se reflejó su odio, lanzó un bufido y escupió todo su desprecio a los de la pasarela. Pese a tener el cuerpo cubierto de ampollas amarillas, que se reventaban y dejaban rezumar un líquido que le resbalaba por el costado derecho, pese a estar herido y quizás indefenso, seguía desafiándolos.

Khuv se adelantó y señaló el guantelete que llevaba el guerrero en la mano derecha.

«¡Quítatelo!», dijo acompañándose de gestos lo suficientemente gráficos para que lo entendiera. «Quítatelo ahora mismo.»

El hombre se miró el guantelete y, por increíble que parezca, se puso de pie. Khuv se hizo atrás y lo apuntó con el arma.

«¡Quítate eso de la mano!», le ordenó.

Pero el hombre de la esfera se limitó a sonreír. Contempló el arma de Khuv, el lanzallamas cuya boca apuntaba directamente contra él, y sonrió torciendo la boca. Era una expresión extraña, mezcla de triunfo, de ironía y hasta de tristeza o de melancolía sardónica, pero no un signo de miedo.

«Wamphyri», dijo el hombre señalándose el pecho con el dedo y levantando la cabeza con orgullo, después de lo cual, echándola para atrás, ululó nuevamente la palabrita: «¡Wamphyri!»

Mientras los ecos de sus palabras se desvanecían lentamente, avanzó la cara y volvió a clavar la mirada en los hombres que se encontraban en la pasarela, al tiempo que con la expresión de su cara parecía decir: «¡Hacéis lo peor! No sois nada ni sabéis nada.»

«¡El guantelete!», volvió a gritarle Khuv, indicándoselo con el dedo.

Y como para impresionarlo, disparó al aire, después de lo cual apuntó el arma al corazón del guerrero. Sin embargo, éste aspiró una profunda y audible bocanada de aire, después de lo cual lo soltó como en un jadeo.

De pie en la pasarela, balanceándose ligeramente de un lado a otro, el hombre de la esfera abrió las mandíbulas desencajándolas hasta lo imposible. Tenía una lengua hendida, escarlata, que asomaba por la caverna de su boca. Sus fauces inmensas seguían abriéndose todavía más, se distendían visiblemente, emitiendo un ruido como el que haría la vela de una barca al ser rasgada. Y como todo lo demás estaba en el más absoluto silencio y el resto de la escena parecía haber quedado congelado, la imagen y los sonidos que procedían de aquella metamorfosis todavía resultaban más vividos.

Jazz retenía el aliento mientras observaba y, ahora, en su celda, volvía a retenerlo recordando todo lo que había visto.

Los labios carnosos del guerrero se habían retraído hacia adentro, poniendo la carne tan tirante que habían acabado por partirla, haciendo manar sangre por la herida y poniendo al descubierto unas encías de color carmesí y unos dientes puntiagudos como dientes de sierra, salpicados de sangre. No había nada que pudiera parecerse tanto a las profundas fauces de un lobo como aquella boca… y el resto de la cara era igualmente amedrentador, por no decir más. La nariz ancha y aplastada todavía se había ensanchado más y en ella habían aparecido toda una serie de crestas que la recorrían y que le daban la apariencia de la trompa chupadora de un murciélago, con fosas nasales ovaladas y de un negro tan resplandeciente que parecían pozos recubiertos de cuero negro. Las orejas, antes planas y pegadas a la cabeza, se habían cubierto de manchas de pelo y habían crecido apuntando hacia arriba y hacia fuera, formando una especie de conchas carnosas cubiertas de venillas escarlata, que se movían nerviosamente. Su aspecto recordaba cada vez más el de un murciélago. O quizás el de un demonio.

En aquella cara parecía escrita la palabra «infierno», reflejada en su espeluznante expresión. Aquel rostro era en parte un murciélago, en parte un lobo, pero evidentemente causaba horror. Con todo, el cambio todavía no se había producido del todo.

Los ojos, antes pequeños y profundamente hundidos en la cara, habían aumentado de tamaño hasta convertirse en sanguijuelas hartas de sangre. Aparecían rojos y abultados en sus cuencas. En cuanto a los dientes…, parecían dar un nuevo significado a la pesadilla, puesto que habían crecido y se habían curvado sobre las laceradas encías de aquel ser extraño, transformándose en dagas de hueso que habían herido su propia boca para alimentarse con su propia sangre. Los dientes asomaban entre la sangre como los espantosos colmillos de algún carnívoro primitivo.

En cuanto al resto del cuerpo, afortunadamente se había mantenido antropomórfico, si bien la metamorfosis había hecho que su maltrecho tronco y sus atropelladas piernas adquiriesen el brillo apagado del plomo, mientras todo su cuerpo parecía vibrar como acometido por una increíble parálisis. Pero finalmente…

Finalmente había terminado. Sabiendo muy bien lo que se hacía, el hombre, o la cosa aquella que había salido de la esfera, dio otro paso vacilante hacia adelante. Y al mismo tiempo que daba un paso en dirección a Khuv, exclamó con voz confusa: «¡Wamphyri!»

Khuv se había figurado que aquel ser era humano y apenas había tenido tiempo de recuperarse de la sorpresa que le había producido su error. Los nervios, las piernas, la voz… todo parecía fallarle. Habría sido fatal que en aquel momento se sintiese mal, pero se recuperó para dar un paso atrás, fuera del alcance de aquel ser, y gritar: «¡Asadlo vivo! ¡Acabad de una vez con ese monstruo hijo de puta!»

El hombre que sostenía la manguera no esperó a que dijera más; sin necesidad de hacérselo repetir, se limitó a apretar el índice que tenía apoyado en el gatillo. Un lengüetazo amarillo de fuego en el que anidaba una veta blanca y cauterizadora salió por la boca y envolvió a aquel horror que había surgido de la Puerta. Pasaron unos segundos que se hicieron larguísimos, el escuadrón cubrió aquella cosa de fuego químico, aunque la cosa seguía de pie. Al fin se desplomó, rendida ante el vómito de fuego, y pareció fundirse. Aquel ser había caído sentado.

«¡Alto!»

Khuv se había cubierto la cara con un pañuelo. Aquel río rugiente de fuego todavía continuó durante uno o dos segundos, emitió un silbido antes de consumirse y quedó apagado en su fuente. Pero el guerrero seguía ardiendo. Estaba cubierto de llamas, que alcanzaban casi los dos metros por encima de su cabeza, convertida ahora en una masa ovalada que iba derritiéndose lentamente y que emitía un espantoso hedor. Jazz no había tenido ocasión de olerlo, pero estaba convencido de que el olor que despedía debía ser repugnante.

Mientras las llamas iban ardiendo cada vez más bajas, crepitando, la forma se hundía y se encogía al mismo tiempo que los jugos de su cuerpo burbujeaban al hervir. Algo que podía ser un brazo largo y delgado se elevó de aquellos rescoldos alquitranados, onduló como una cobra enferma entre nubes de humo, e inició unos violentos temblores que no cesaron hasta que volvió a caer en la masa carbonizada formada por los tablones de la pasarela.

«Otro chorro más», ordenó Khuv, provocando con ello una satisfacción al escuadrón.

En breve espacio de tiempo se consiguió que no quedara nada.

La película había terminado y en la pantalla destellaban unas luces blancas, pero Khuv y Jazz habían seguido sentados, mirando aquellas escenas que se habían marcado con fuego en su memoria. Hasta después de oír el chasquido del rollo vacío de película Khuv no se movió, pero a continuación se dirigió a apagar el proyector y las luces.

Después… fueron a tomar otro trago. Pocas veces en la vida había tenido Jazz ocasión de paladearlo más a gusto…

Mientras Michael J. Simmons estaba sentado en su litera pensando en todo lo que había visto y oído, el latido del complejo fue reduciendo su ritmo paulatinamente hasta adquirir una especial regularidad. Era de noche y hora de dormir. Pero no todo el personal del Projekt ni las unidades complementarias se disponían a dormir (por ejemplo, los que debían guardar la Puerta estaban muy despiertos) y también aquella criatura que vivía en el complejo, un ser que ni era humano ni pertenecía al mundo de los hombres y que seguramente tampoco debía de dormir.

Eso era lo que pensaba su guardián, Vasily Agursky, sentado con la barbilla y las hundidas mejillas en las palmas de sus manazas, observando al Encuentro Tres a través de la gruesa pared de cristal del recipiente donde se encontraba. Agursky era un hombre bajo que no superaba el metro sesenta, delgado, con los hombros caídos y una cabeza de coronilla resplandeciente y puntiaguda que asomaba entre los escasos cabellos grises y sucios que la cubrían como una especie de plumón. Sus ojos, detrás de las gruesas lentes de sus gafas, parecían grandes y de un color castaño claro que destacaba sobre la palidez de su rostro. Los tenía ribeteados de rojo y se movían bajo unas cejas finas pero expresivas. Tenía labios finos y unas orejas grandes que le daban un curioso aspecto de gnomo si bien, por paradójico que parezca, no tenían nada de cómico.

La luz roja de la sala donde estaba la cosa estaba muy atenuada para no asustarla ni obligarla a que se refugiara debajo de la arena. La cosa conocía a Agursky y rara vez se excitaba en su presencia. Mientras él permanecía sentado observándola, con sus delgadas piernas a horcajadas sobre una silla de acero y los codos apoyados en el respaldo, la cosa se extendió en el suelo del recipiente como si también lo estuviera observando. En aquel momento tenía el aspecto de un sanguijuela y cara de roedor. Un seudópodo que hubiera brotado de algún lugar situado a la izquierda. Se movía lentamente como una estrella de mar, examinando con sus patas, cada una por su cuenta, los guijarros y los granos de arena y descartándolos después de examinados. El único y rudimentario ojo del seudópodo estaba abierto y miraba sin parpadear.

Estaba hambriento, y Agursky, incapaz de dormir pese a la media botella de vodka de la que había dado buena cuenta, decidió bajar para darle de comer. Lo que encontró extraño (una cosa extraña más entre tantas cosas extrañas), últimamente había podido darse cuenta, era que las costumbres de aquel ser comenzaban a afectarlo. Si lo veía inquieto, también él lo estaba. Y lo mismo le ocurría cuando lo veía hambriento. Esta noche, y eso que había comido bien durante el día, notaba que tenía hambre, cosa que le hizo pensar que también a aquella criatura debía de pasarle lo mismo. En realidad no le tocaba comer, ni parecía necesitarlo, pero sabía que le apetecería. Restos de la cocina, sangre de animales, pellejos, pezuñas, ojos, sesos, tripas…, esas cosas que los hombres desechan. Todo era aprovechable. Una vez picado, todo pasaba por aquel tubo que utilizaba para darle de comer, y la cosa lo devoraba todo sin dejar nada.

—¿Qué clase de cosa eres? —preguntó Agursky a la criatura, probablemente por milésima vez desde que estaba bajo su cuidado.

Era realmente decepcionante no saberlo, aunque si había alguien que pudiera dar una respuesta, éste tendría que ser el propio Agursky. La zoología y la psicología eran los campos que constituían su especialidad. Lo habían mandado llamar especialmente para estudiar a aquella cosa y descubrir su naturaleza. Después de permanecer un mes aproximadamente trabajando en el caso, habían acudido otros científicos, supuestamente más cualificados que él, para ayudarlo en sus investigaciones. Daba la impresión de que Agursky había fracasado. Sin embargo, tras considerar las circunstancias y estudiar sus notas, se habían tenido que marchar moviendo la cabeza desengañados. Y él se había quedado solo para ver de seguir adelante. Pero ¿qué era lo que había de seguir? Conocía a aquella criatura tan bien como pudiera conocerla cualquiera, pero a pesar de ello no sabía cómo clasificarla.

Su sangre era parecida a la de todas las miríadas de animales que pueblan la Tierra, aunque se diferenciaba lo suficiente de ella para poder afirmar que no era igual. En la escala de la inteligencia, no podía considerársele un animal superior —no podía compararse con el hombre, el delfín, los cánidos o las abejas— y sin embargo tenía como una especie de astucia inteligente. Sus ojos, por ejemplo, hipnotizaban con la mirada. De vez en cuando tenía que dejar de mirar a aquel ser y desviar la vista a otro lado, porque sentía como que se quedaba dormido. De hecho, ya se había dormido en varias ocasiones, e invariablemente, en estos casos, las pesadillas lo despertaban y se encontraba pronunciando palabras inconexas.

Podía aprender, pero se resistía. Sabía, por ejemplo, que cuando su guardián le mostraba una tarjeta blanca, a continuación le daba de comer. Y también que una tarjeta negra significaba que corría peligro de recibir una descarga eléctrica. Le había costado aprender que una tarjeta negra y otra blanca significaban, cuando estaban juntas, que no debía tocar la comida hasta que fuera retirada la tarjeta negra. Sin embargo, la aparición de las dos tarjetas juntas le volvía furioso. Cuando había comida, no le gustaba que se la negasen ni que lo amenazaran. Éstas eran unas cuantas de las pocas cosas que Agursky había aprendido sobre la criatura, si bien, al mirarla, tenía la desagradable sensación de que aquella cosa sabía mucho más acerca de él. Conocía su espantosa capacidad de odio… y sabía a quién odiaba.

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