Authors: Brian Lumley
En cuanto a los «servicios locales», estaba enterado de todo. Durante las muchas sesiones dedicadas a interrogatorios, Jazz lo había contado todo.
En los años cincuenta, Kruschev había decidido dispersar una bolsa de campesinos ucranianos judíos que le resultaban políticamente sospechosos, los trasladó de la región próxima a Kiev en la que vivían a las lomas y valles orientales de los Urales. A lo mejor se figuró que el frío ya se encargaría de acabar con ellos. Una vez reinstalados, se les asignaron tierras y trabajo. El trabajo era éste: ocuparse en faenas forestales y poner trampas para cazar durante el invierno, todo lo cual debía realizarse bajo la supervisión e instrucciones de los oficiales de la vieja guardia del Komsomol, con sede en los yacimientos de petróleo y gas natural del oeste de Siberia. Aunque no se trataba de trabajos forzados propiamente dichos, la verdad es que se les parecía mucho.
Pero los disidentes ucranianos eran una gente muy curiosa: cumplieron con su trabajo a pesar de las dificultades, cubrieron los objetivos, pusieron un gran interés y se establecieron en la zona. Su éxito, unido a la rápida expansión de las industrias de petróleo y gas natural del este, que eran mucho más importantes, hizo difícil e incluso innecesario el estricto control de las colinas judías. Sus vigilantes tenían cosas mejores en que ocuparse. Era a todas luces evidente que una región hasta entonces esencialmente rústica se había convenido ahora en una zona productora de madera y de pieles, que aprovechaba los recursos naturales que poseía y ofrecía trabajo a la gente. Estaba claro que la maniobra de Kruschev había dado buen resultado, al lograr transformar un hatajo de gandules y de parias políticos y levantiscos en ciudadanos rusos intachables y conscientes de su condición. ¡Ojalá hubiera acertado también en otras cosas! Sea como fuere, las visitas de los funcionarios encargados del control se fueron espaciando en proporción directa con los buenos resultados del programa.
En realidad, todo lo que los judíos querían era que los dejasen tranquilos para vivir a su antojo y de acuerdo con sus costumbres. Aunque el clima cambiase, ellos seguirían siendo los mismos. Instalados en sus campamentos y ocupados en labores forestales al pie de las montañas, vivían relativamente satisfechos. Por lo menos allí nadie los importunaba y tenían más que suficiente para vivir. Era duro, pero se estaba bien. Tenían toda la madera que querían para construir sus casas en verano y para calentarse en invierno, disponían de carne en abundancia, cultivaban hortalizas e incluso iban acumulando un buen montón de rublos como resultado de comerciar en secreto con las pieles. En los ríos había algo de oro, que ellos buscaban y lavaban de vez en cuando con éxito más que regular, la caza y la pesca eran abundantes, los horarios flexibles de trabajo aseguraban su buena distribución y todos tenían su parte en la «prosperidad» y en las cosas buenas de la vida. Hasta el frío trabajaba en favor suyo, porque alejaba a los entrometidos y reducía a un mínimo las interferencias.
Varios colonos eran de estirpe rumana y estaban unidos con fuertes lazos con su tierra. Sus opiniones políticas no eran acordes con las de la Madre Rusia ni lo serían nunca, mientras no desapareciese la opresión y la gente no pudiera trabajar a su manera y observar su culto y desaparecieran las restricciones que prohibían emigrar a voluntad. Eran judíos y eran ucranianos, pero se sentían rumanos; si les hubieran ofrecido libertad de elección, quizá se considerarían rusos. Sin embargo, lo que eran por encima de todo era ciudadanos del mundo, sin más amo que ellos mismos. Sus hijos habían crecido con las mismas creencias y aspiraciones.
En resumen, mientras hubiera muchas familias trasladadas a la zona que no eran otra cosa que campesinas, sin una confesión política determinada, en los nuevos pueblos y campamentos había que contar con muchos elementos anticomunistas, disidentes e incluso quintacolumnistas rabiosos. Estaban conectados con enlaces rumanos y en Rumania había grupos similares que tenían lazos sólidos con Occidente.
Mijaíl Simonov —su capa de persona exaltada, educada en la ciudad y amiga de armar jaleos, al que se le había brindado la oportunidad de convertirse en un pionero del Komsomol— había ido a parar a casa de la familia Kirescu, en la aldea de Yelizinka, para trabajar como leñador. Sólo el viejo, Kazimir Kirescu, y su hijo mayor, Yuri, sabían cuál era la verdadera finalidad que perseguía Jazz al pie de los Urales, y lo encubrían para que dispusiera de todo el tiempo posible. Jazz se dedicaba a buscar minas, a cazar o a pescar… pero Kazimir y Yuri sabían la verdad: que lo que hacía era espiar. Y sabían, además, qué espiaba, cuál era su misión: descubrir el secreto de la base militar experimental instalada allá abajo, en el corazón del desfiladero de Perchorsk.
—No sólo te juegas el cuello, sino que pierdes el tiempo —le había dicho con rudeza el viejo una noche a Jazz, poco tiempo después de instalarse en casa de los Kirescu.
Jazz se acordaba perfectamente de aquella noche. Anna Kirescu y su hija Tassi habían salido para asistir a una reunión de mujeres que se celebraba en el pueblo, y el hermano pequeño de Yuri, Kaspar, dormía en su cama. Había sido una ocasión que ni pintada para aquella conversación, la primera que sostenían.
—No hace falta bajar allá abajo para ver lo que se llevan entre manos —había continuado Kazimir—. Yuri y yo te lo podemos contar todo, como te lo podría contar cualquiera que viva en esos andurriales si quisiera.
—¡Una arma! —había intervenido Yuri, el hijo leñador, con un corazón como una catedral, pestañeando incesantemente y moviendo su grande y desgreñada cabeza—. Una arma como no se ha visto nunca otra igual, como nadie ha podido imaginar, una arma que convertirá a los soviéticos en el pueblo más fuerte del mundo. La construyeron allá abajo en el barranco e incluso la probaron… pero no salió bien.
El viejo Kazimir había asentido con un gruñido, después de lo cual escupió en el fuego como para subrayar lo dicho y dar más importancia al asunto.
—Hace poco más de dos años… —explicó, con los ojos clavados en las llamas, que rugían en la amplia chimenea de piedra—… pero nosotros ya hacía semanas que sabíamos que se estaba cociendo alguna cosa. Oíamos el ruido de las máquinas, ¿comprendes? Los grandes motores que mueven la cosa.
—¡Eso mismo! —había vuelto a continuar Yuri—. Las grandes turbinas que hay debajo de la presa. Me acuerdo de cuando las instalaron hace más de cuatro años, antes de que pusieran aquel tejado de plomo sobre el trasto ese. Ya entonces habían prohibido cazar y pescar en la parte del paso, pero yo me acercaba lo mismo. Cuando construyeron la presa… los peces bullían en aquel lago artificial.
Ahora, como te cogieran, te las cargabas de lo lindo. En cuanto a las turbinas… fui tan imbécil que me figuré que quizá querían ponernos electricidad. Todavía estamos sin luz eléctrica. ¿Para qué necesitaban toda esa energía?
Y al decir estas palabras se golpeaba la parte lateral de la nariz.
—Lo que sea… —continuó su padre—, lo que pasa es que aquí hay tanta tranquilidad que ciertas noches podrías oír un grito o el ladrido de un perro desde kilómetros de distancia. Pues ya te puedes figurar qué pasó con las turbinas cuando empezaron a hacerlas funcionar. Aunque estuvieran en el fondo del desfiladero, oías sus chirridos y sus zumbidos como si estuvieran aquí en el pueblo. En cuanto a la energía que producían es fácil saber en qué la empleaban: para sus minas y sus túneles, para sus taladros eléctricos y para las herramientas que sirven para abrir la roca, para las luces y para las máquinas de dinamitar. ¡Y claro! También para calentarse y para su comodidad, como es natural, aunque aquí en Yelizinka tengamos que calentarnos quemando troncos. Pero debieron de sacar miles de toneladas de roca de aquel desfiladero, o sea que ya me perdonarás si te digo que sólo Dios sabe para qué han excavado esa madriguera debajo de la montaña.
Después le volvió a tocar el turno a Yuri:
—Pues allí es donde construyeron el arma… ¡debajo de la montaña! Después llegó el momento de probarla. Mi padre y yo habíamos preparado unas cuantas trampas y aquella noche regresábamos tarde a casa. Me acuerdo de todo como si fuese ahora: era una noche como ésta, clara y luminosa. En lo más oscuro del bosque, si mirabas entre las copas de los árboles, veías la aurora boreal refulgiendo como una extraña y pálida cortina que cubriera la parte norte del cielo…
»El zumbido de las turbinas no había sido nunca tan fuerte y parecía que sentías las palpitaciones en el aire. Aunque hay que decir que era como un latido sordo y distante, ¿comprendes?, porque el Projeckt está a diez kilómetros de aquí. Mi padre y yo estábamos más o menos a medio camino, quizás a cuatro o cinco kilómetros de la fuente. De todos modos, eso te dará una idea de la energía que sacaban del río.
—En la cumbre de la cresta de Grigor —dijo Kazimir pegando la hebra—, nos paramos y miramos para atrás. Una estela de luz, igual que la aurora, inundaba el borde del barranco de Perchorsk. Debo decirte que yo fui uno de los primeros que vino a estas tierras, una de las primeras víctimas del programa de Kruschev, para ser más exactos, y en todos los años que he pasado aquí no había visto nunca una cosa parecida. Aquello no era la naturaleza, no, ¡qué va! ¡Aquello era la máquina, el arma! Lo que ocurrió después fue terrible…
Y se quedó un momento moviendo la cabeza como si no encontrara las palabras adecuadas.
Yuri se había excitado y volvió a intervenir:
—Las turbinas chirriaban a tope… hasta que de pronto se oyó como una especie de gemido, algo así como un suspiro. Del fondo del barranco salió un haz de luz…, ¡no!, fue como un tubo de luz, como un gran cilindro que fuera todo luz. Los picos de las montañas quedaron iluminados como si fuese de día, y después saltó al cielo. ¿Quieres saber si se movía? Pues te diré que el rayo, comparado con aquella luz, es lento. Eso es lo que a mí me pareció, por lo menos. Fue como una pulsación de luz, porque no es que la vieras, sino que lo que veías era la imagen que quedaba después en tus pupilas. Al momento ya había desaparecido, igual que un cohete lanzado al espacio. Como un rayo a la inversa. ¿Un láser? ¿Un proyector gigante? No, no tiene nada que ver… algo más sólido.
Ante aquellas palabras Jazz no había podido por menos de sonreír, pero el viejo Kazimir no había sonreído.
—¡Es tal como cuenta Yuri! —había declarado—. Cuando ocurrió era una noche muy clara, pero al cabo de una hora el cielo estaba cubierto de nubes que no sé de dónde salieron y comenzó a caer una lluvia caliente. Después se desató una ventolera cálida que parecía el aliento de una bestia, como si la vomitaran las montañas. Y por la mañana, de los picos y de los pasos más altos bajaron volando los pájaros para venir a morir aquí abajo. ¡Los había a millares! Y también animales. No hay rayo de luz, por potente que sea, que pueda conseguir eso. Y esto no es todo, porque así que hubieron hecho la prueba, una vez proyectaron aquella barra de luz en el cielo, se notó aquel tufillo a quemado, a cosa eléctrica quemada, ¿comprendes? No sé si sería ozono. Pero después sonaron las sirenas.
—¿Las sirenas? —Jazz iba sintiéndose interesado por momentos—. ¿Desde el Projekt?
—¡Claro! ¿Desde dónde, si no? —respondió Kazimir—. Eran sus sirenas de alerta, sus alarmas. Se había producido un accidente y era de consideración. Sí, hubo rumores. Y durante las dos o tres semanas siguientes… hubo helicópteros que entraban y salían, ambulancias que circulaban por la nueva carretera, hombres con la vestimenta contra las radiaciones que descontaminaban las paredes del desfiladero. La consigna ahora era: deshacer lo hecho. El arma había lanzado su descarga al cielo, eso estaba claro, pero también había tenido unos efectos de retroceso en la caverna donde se alojaba. Había actuado igual que un incinerador: había fundido la roca, había hecho saltar el tejado y, por poco, arranca toda la cubierta. Estuvieron más de una semana sacando muertos, y desde entonces no han vuelto a hacer pruebas.
—¿Y qué pasa ahora? —parecía que Yuri había de decir la última palabra.
Después de encoger sus poderosos hombros, dijo:
—Ahora, de cuando en cuando, hacen funcionar las turbinas, quizá sólo para mantenerlas en forma, pero como dice mi padre, ahora el arma está quieta. No ha habido más pruebas. Quizás aquella primera prueba les enseñó algo que todavía no sabían. Lo que yo creo es que ahora se han dado cuenta de que no están en condiciones de controlarla, que la máquina les puede. Aunque esto no explica por qué siguen aquí, por qué no lo han desmantelado y han ahuecado el ala.
Ante aquellas palabras Jazz movió la cabeza y dijo: —Bueno, pues ésta es precisamente una de las cosas que tengo que descubrir. Mirad, en Occidente hay un montón de hombres muy importantes y muy inteligentes que están preocupados por el Perchorsk Projekt. Y cuantas más cosas sé acerca de él, más convencido estoy de que tienen motivos para preocuparse…
Una noche, cuando dieron las pildoras a Jazz, éste no se las tomó. Hizo como que se las tragaba, pero se las dejó a un lado de la boca y bebió el agua sin engullirlas. En parte era un acto de rebeldía —contra lo que equivalía a un encarcelamiento físico, e incluso mental, aunque bien intencionado— y en parte otra cosa. Necesitaba tiempo para pensar. Era algo de lo que nunca tenía bastante: tiempo para pensar. O estaba durmiendo o tomando pildoras para dormir, O sufría dolores o estaba bajo los efectos de la inyección que amortiguaba el dolor y le ayudaba a hablar con el oficial que hacía los interrogatorios, pero nunca lo dejaban en paz para estar tumbado y pensar.
Tal vez no querían que pensara. Entonces no podía por menos de preguntarse: ¿por qué no quieren que piense? Aunque su cuerpo estaba bastante apabullado, a su cerebro no parecía haberle pasado gran cosa.
Cuando se quedó solo (así que oyó que salían de la habitación y cerraban la puerta) volvió un poco la cabeza a un lado y escupió las píldoras. Le habían dejado un poco de mal sabor, pero era soportable. Si volvía el dolor, siempre podía tocar el timbre, que tenía al alcance de la mano derecha, la que tenía libre. Lo único que tenía que hacer era un poco de presión con el índice.
Pero no volvió el dolor ni vino tampoco el sueño, por lo que Jazz tuvo ocasión de quedarse tumbado en la cama pensando. Y lo mejor de todo fue que, al cabo de un ratito, sus pensamientos se hicieron menos confusos. De hecho, en lugar de aquella confusión mental a la que ya se había acostumbrado, sus pensamientos se volvieron diáfanos como el cristal. Y comenzó a preguntarse de nuevo todas aquellas cosas que se había estado preguntando hasta entonces, pero a las que todavía no había tenido tiempo de contestar. Como ésta: ¿dónde demonios estaban sus amigos?