Authors: Brian Lumley
Mijaíl Simonov disipó sus fantasías y volvió al momento presente, atraído por el grave rugido de unos transportes propulsados por motores diesel que retumbaban desde el desfiladero y apagaban el débil plañido del viento. En el momento en que la luna volvía a ocultarse detrás de unas nubes, los faros de un convoy de camiones que avanzaban pesadamente proyectaron sus haces de luz blanca en la oscuridad, en la que se movían, al salir de lo más profundo de la abertura que formaba la depresión occidental. Los enormes y cuadrados camiones estaban a menos de kilómetro y medio de distancia al otro lado del desfiladero y a unos ciento cincuenta metros de profundidad desde la posición ventajosa en la que se encontraba Simonov, a pesar de lo cual se pegó materialmente al suelo, arrellanado en el escondrijo que le brindaban las piedras desnudas. Era una reacción controlada, automática, casi instintiva, frente a un posible peligro, no una retirada dictada por el pánico. Simonov había sido concienzudamente entrenado y en su preparación no se había reparado en gastos.
Cuando el convoy atravesaba el paso y se dirigía por la empinada rampa descendente de una carretera abierta en el mismo costado del desfiladero, toda una batería de faros cobró vida, proyectando su luz desde la abrupta pared e iluminando perfectamente la bien pavimentada carretera. Fascinado, Simonov prestó oído a los potentes motores y contempló la rutina de una recepción perfectamente organizada.
Sin apartar los prismáticos de sus ojos, hurgó en el bolsillo y sacó de él una minúscula cámara fotográfica, que encajó en la parte inferior de los prismáticos. Después pulsó un botón de la cámara y siguió observando. Lo que mirara quedaría impresionado automáticamente, una fotografía cada seis segundos durante cuatro minutos y medio, cuarenta y cinco diminutas fotos fijas de claridad cristalina. No es que esperase ver nada realmente importante, puesto que ya sabía qué contenían los camiones, y las fotografías de la cámara eran simplemente para certificar que aquél era su destino y para satisfacer a gente de Occidente.
Cuatro camiones: uno con los elementos de una valla electrificada de tres metros, otros dos con los componentes y municiones de tres cañones Katushev de 13 mm, especialmente aptos contra blancos blindados, y el cuarto y último cargado con una batería de generadores propulsados con motores diesel. No, la carga no tenía ninguna importancia. La pregunta era ésta: si los rusos pensaban defender el Perchorsk Projekt, ¿contra quién pensaban hacerlo?
¿Contra quién o… contra qué?
La cámara de Simonov chasqueaba de manera casi inaudible y sus ojos observaban todo lo que ocurría allí abajo. Sabía perfectamente que sólo podía permanecer allí diez o quince minutos como máximo, debido a la gran cantidad de radiaciones, pero sus pensamientos ya estaban volando por otros sitios. Volvía a encontrarse en Londres, donde pasó un par de meses hacía dos años. El fotografiar la llegada de los camiones tenía la culpa de todo, porque era lo que había hecho que Simonov se pusiera a pensar en las otras fotografías que el MI6 y los norteamericanos le habían mostrado en Londres. Pero entonces se trataba de una película corta, no de fotos fijas. Se relajó durante unos instantes. Estaba haciendo lo que se esperaba de él, por lo que bien podía concederse alguna divagación. De hecho, después de haber contemplado la película, lo difícil era no seguir recordándola.
La película hacía referencia a algo que había ocurrido siete semanas después del incidente de Perchorsk (al que se aludía con la palabra «pi», Perchorsk Incident) y que había sido bautizado con las siglas «pi II» o «Pill». Sí, menuda pildora la que había tenido él que tragar.
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Había sucedido lo siguiente:
Una mañana temprano de un día radiante de mediados de octubre en la costa oriental de los Estados Unidos. A lo largo del DEW-line
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canadiense el ambiente estuvo agitado por espacio de unas tres horas. ¿Causa? Un par de aparatos espías con radares superpuestos, situados sobre los mares de Barents y de Kara volando desde Arkángel a Igarka a través de los Urales, enviaban informes secretos mediante destellos por encima del polo a receptores del Canadá y de las bases USAF
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de Maine y de New Hampshire. Washington fue informada del hecho y se envió una notificación de alerta moderada a las bases de misiles de Groenlandia y a la base de la península de Foxe en la isla de Baffin. También recibieron notificaciones otros adheridos al DEW-line, pero Gran Bretaña mostró poco interés y pidió ampliación de noticias, Dinamarca se mostró nerviosa, como era lógico esperar (debido a Groenlandia), Islandia no exteriorizó ningún tipo de interés por el asunto y Francia se hizo la desentendida.
Pero las cosas ahora empezaban a coger un poco más de ritmo. Los espías del espacio habían perdido al intruso (un «intruso» es cualquier objeto aéreo que circule de este a oeste a través del océano Glacial Ártico) y ya no lo detectaban en sus radares, pero al mismo tiempo aquél había sido detectado por el DEW-line cruzando el Círculo Polar Ártico siguiendo un curso un tanto irregular; pero, en líneas generales, aproximándose a la isla Queen Elizabeth. Y lo que es más, los rusos habían puesto un par de interceptores Mig procedentes de sus aeropuertos militares de Kirovsk al sur de Murmansk. Noruega y Suecia se habían unido a Dinamarca en su nerviosismo. Los Estados Unidos, por su parte, se mostraban extremadamente curiosos, pero de momento no se sentían preocupados (el objeto se movía muy lentamente para constituir una verdadera amenaza). No obstante se había desviado de su vuelo rutinario a un avión de reconocimiento AWACS
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hasta una línea de intercepción y habían salido dos aviones de combate de una franja situada cerca de Fort Fairfield, Maine.
Hace cuatro horas que el posible OVNI fue avistado por primera vez sobre Novaya Zemlya y hasta ahora ha cubierto poco más de mil cuatrocientos kilómetros, ha pasado por la parte oeste de la Tierra de Francisco José siguiendo lo que ahora parece una línea recta en dirección a la isla de Ellesmere, el lugar donde los Migs le dan alcance, aun cuando no aparece totalmente en la imagen. Desde el punto de vista geográfico le han dado alcance, pero pese a que se encuentran a la altura máxima, el OVNI todavía está tres kilómetros más alto que ellos. Es evidente, sin embargo, que ellos lo ven… y que él también los ve a ellos.
Lo que ocurre después no está comprobado, la base de Kirovsk ha ordenado silencio radiofónico, pero teniendo en cuenta lo que va a ocurrir más tarde, podemos adivinar lo sucedido. El objeto baja, coge velocidad, ¡y ataca! Es probable que los Migs abrieran fuego durante los segundos que precedieron al momento en que quedaron reducidos a confetti. Los restos de los aparatos se pierden en la nieve y el hielo a unos mil kilómetros del polo y a distancia parecida de Ellesmere.
¡Y ahora sí que el intruso actúa como verdadero intruso! Acelera su velocidad a unos quinientos cincuenta kilómetros por hora y se lanza recto como una flecha. El AWACS ha informado que los Migs han desaparecido de sus pantallas, presumiblemente por haberse precipitado en picado, pero una llamada superurgente desde Washington a Moscú no consigue otra cosa que las ambigüedades de costumbre:
—¿Qué Migs? ¿Qué intruso?
Los Estados Unidos se muestran un poco irritados.
—Este avión ha salido de su espacio aéreo y ha entrado en el nuestro. No tiene ningún derecho a permanecer en él. Si continúa llevando el mismo rumbo será interceptado y obligado a aterrizar. En caso de que no obedezca o de que dé muestras de hostilidad, es probable que sea atacado y destruido…
Y de pronto la inesperada respuesta de los rusos.
—¡Perfecto! Sea lo que sea lo que vean en sus pantallas, no tiene nada que ver con nosotros y renunciamos totalmente a responsabilizarnos del hecho. ¡Hagan lo que quieran con el aparato en cuestión!
Ahora ya están llegando informes noruegos mucho más detallados desde la estación receptora de Hammerfest. Se cree que el objeto procede de una región de los Urales próxima a Labytnangi, en el mismo Círculo Polar Ártico, aproximadamente a unos ciento sesenta kilómetros. De haberse situado unos cuatrocientos cincuenta kilómetros más al sur, los informes habrían sido más exactos, puesto que el paso de Perchorsk se encontraba a esa distancia de la fuente que ellos citaban. Desgraciadamente, en la otra dirección, al norte de Labytnangi, estaba Vorkuta, el emplazamiento de misiles más septentrional de la URSS, aprovisionado por ferrocarril desde Ujta. Ahora los americanos habían pasado de estar levemente irritados a sentirse profundamente recelosos. ¿Qué demonios querrán los rojos? ¿No se les habrá escapado algún proyectil experimental de Vorkuta y ahora resulta que lo han perdido? Y de ser así, ¿tendrá la ojiva explosiva?
¿Cuántas ojivas explosivas puede tener?
La inquietud va en aumento, mientras Moscú es objeto de la máxima atención y se producen contactos que reflejan una gran alarma. Pese a todo, los soviéticos continúan negando, aunque se nota que están nerviosos.
Las cosas empiezan a ponerse mejor y ahora van a llegar mensajes más claros. Tenemos el objeto localizado por satélite, por radar terrestre y por el AWACS. Todavía no se ha detectado ningún ser humano, ni se sabe qué puede ser físicamente, pero sí que está allí. Los aparatos espías aventuran la idea de que se trate de una densa bandada de pájaros, pero ¿qué pájaros vuelan a más de quinientos kilómetros por hora a una altura de ocho kilómetros a través del Círculo Polar Ártico? La colisión con los pájaros podría haber desviado a los Migs, por supuesto, pero… Las instalaciones del radar secreto y altamente tecnificado situado en el DEW-line declara que se trata de un gran avión o… de una plataforma espacial caída de la órbita que seguía. Pero esta clase de artilugios tienen un contenido en metal muy bajo, mejor dicho, un contenido nulo. Sin embargo, los servicios secretos no admitirían la existencia de una nave aérea (y menos aún de una estación espacial) de sesenta y pico de metros de longitud y hecha de lona. El AWACS informa que el objeto volador lo hace a base de unos movimientos rápidos y bruscos, como si fuera un inmenso pulpo aéreo. El AWACS está más o menos en lo cierto.
Hace una hora que los interceptores norteamericanos se han entrometido. Volando cerca del Mach II, han atravesado la bahía de Hudson desde las islas Belcher hasta un lugar situado a unos trescientos veinte kilómetros al norte de Churchill. Esto ha hecho que dieran alcance al AWACS y que lo dejaran atrás al cabo de unos minutos. El AWACS les ha dicho que el objetivo se encuentra mucho más adelante y que ahora ha descendido hasta una altura de tres mil metros. Y ahora, por fin, al igual que los Migs que están situados más adelante, han detectado al intruso.
Éstas habían sido las explicaciones y el escenario de los hechos que la CÍA y el MI6 habían facilitado a Simonov antes de mostrarle el film del AWACS y, en el momento en que el oficial encargado de las informaciones había pronunciado las tres últimas palabras —«detectado al intruso»—, la película había empezado a desplegarse ante sus ojos. Todo ello muy impresionante, tal como correspondía…
«Detectar al intruso», pensaba ahora Simonov, mientras las palabras dejaban un regusto amargo en su lengua hasta el punto de que al pronunciarlas casi las escupía.
¡Y tanto que sí! Aquellas palabras precisamente daban nombre al juego, ¿no es verdad? En cuestiones de seguridad, en asuntos relacionados con los servicios secretos o con el espionaje, siempre se trataba de lo mismo:
Detectar al intruso
. Y todos actuaban lo mejor que su experiencia les dictaba, algunos un poco mejor que otros. Ahora, y en ese lugar, el intruso era él: Michael J. Simmons, alias Mijaíl Simonov. Sólo que a él todavía no lo habían detectado.
Después, mientras volvía a concentrar toda su atención en la escena que se desarrollaba en el fondo del barranco, sintió o quizás oyó algo que no pudo identificar. De un lugar detrás de él y algo más abajo le había llegado el ruido que hace una piedra al salir desplazada y toda una serie de ruidos mientras la piedra, dando tumbos, arrastraba en su camino otras piedras que caían rodando montaña abajo. El último tramo de la ascensión había sido por una empinada arista con varios terraplenes. Más que subir por aquel tramo había tenido que gatear, lo que había provocado el desprendimiento de muchos guijarros y piedrecillas que habían quedado sueltas a lo largo del trayecto. Es posible que a su paso hubiera quedado suspendida en precario equilibrio alguna piedra en un saliente de la roca y que alguna ráfaga de viento la hubiera hecho saltar. Simonov pensó que no podía ser otra cosa, pero…
Pero ¿y si era otra cosa? Era una sensación que acababa de sentir, como una inquietante sospecha que iba tomando forma poco a poco: la impresión de que alguien, desde alguna parte, tenía conciencia de su presencia. Alguien de quien él todavía no se había apercibido. Suponía que se trataba de una de aquellas sensaciones con las que los espías acostumbran a tener que convivir. Quizá todo se había desarrollado tan bien que no había más remedio que ahora surgieran dificultades. Esperaba que no fuera más que eso. Pero para asegurarse…
Sin volver la vista atrás ni cambiar de postura, bajó la cremallera del anorak, metió la mano en su interior y sacó un revólver automático de aspecto avieso y cañón corto, con el grueso silenciador colocado. Comprobó el cargador y, sin hacer ruido, lo agarró con fuerza. Todo esto lo hizo con una sola mano, con la facilidad que da la práctica, sin suspender la fotografía de los camiones que circulaban por el desfiladero. Es posible que el último par de fotos hubieran quedado un poco desenfocadas, pero esto tenía poca importancia. Simonov estaba contento de lo que había conseguido.
La minúscula cámara encajada en los prismáticos de Simonov emitió un último chasquido y un zumbido de advertencia con el que indicaba que la secuencia había terminado. Retiró la cámara y la dejó aparte, colocó después los prismáticos perfectamente en la base de una piedra, puso con mucho cuidado el dedo en el gatillo de la pistola, se dio media vuelta y se puso de rodillas. Sin salir de su escondrijo, atisbo prudentemente a través de la abertura en forma de «V» que se abría en medio de dos piedras. Por allí no se veía nada o, por lo menos, él no veía nada. Sólo abruptos acantilados que se despeñaban desde trescientos metros de altura, con algún que otro espolón diseminado y finísimas capas de nieve blanca y fulgurante en todas las superficies planas. Y mucho más abajo, sumidas en la oscuridad de la noche, lomas más bajas y suaves que señalaban el límite de la vegetación arbórea. Todo estaba inmóvil, monocromo, bajo la débil luz de las estrellas y el esporádico esplendor de la luna; sólo leves ráfagas de viento levantaban la nieve que desalojaban de los espolones y de los salientes más altos. Eran mucho los sitios donde alguien podría ocultarse; nadie mejor que Simonov, experto en esconderse, podía saberlo, pero si alguien lo hubiera seguido, ¿por qué molestarse en subir hasta allá arriba? ¿No habría sido más fácil esperarlo abajo? Con todo, seguía persistiendo en él aquella sensación, la de no estar solo, que había ido creciendo progresivamente en las últimas dos o tres visitas que había hecho a este lugar.