Authors: Brian Lumley
Había salido de Rusia… ¿cuánto tiempo hacía?, ¿dos semanas quizás…?, y las únicas personas que había visto (o, mejor dicho, las únicas que lo habían visto a él) eran un médico, un agente encargado de interrogarle y una enfermera que se dedicaba a refunfuñar, pero que no hablaba nunca. Sin embargo, él en el Servicio tenía amigos, y era más que seguro que sabían que había vuelto. ¿Por qué no habían ido a visitarle?, ¿tan mal estaba? ¿Estaría mal de verdad?
«No estoy tan mal como eso», se dijo Jazz en un hilo de voz.
Movió el brazo derecho y cerró el puño. El agujero de la muñeca ya se había cerrado y sobre la perforación había crecido nueva piel, tanto por la parte de arriba como por la de abajo. Había tenido la suerte loca de que la punta del piolet se hubiera deslizado entre los huesos y no le hubiera tocado las arterias. Todavía tenía la mano un poco envarada, pero esto era por la falta de movimiento. Nada más. Notaba cierto dolor, pero era soportable. Ahora que lo pensaba con más detenimiento, en ese momento prácticamente no le dolía nada y, por supuesto, lo podía mover todo. ¿Podía moverlo todo? Jazz decidió que era mejor no hacer la prueba.
En cuanto a la vista, ¿estaba a oscuras la habitación o estaba iluminada? La «nieve» de sus vendajes era gruesa y oscura y le habían dicho que le habían salvado la vista. ¿Salvado de qué? ¿En qué habían quedado afectados los ojos? Decir que le habían salvado la vista podía significar cualquier cosa. Por ejemplo, que estaría en condiciones de ver… pero ¿igual que antes?
De pronto, por primera vez desde que se encontraba en aquel recinto, sintió pánico. A lo mejor no se lo habían dicho todo porque esperaban el momento de interrogarlo a fondo, para no desmoralizarlo ni distraerlo. Algo así como: mientras hay vida, hay esperanza. ¿Sería verdad? ¿Sería verdad que no se lo habían dicho todo?
Jazz trató de dominarse y soltó una risita burlona. ¿Decírselo todo? Pero si no le habían dicho nada. Era él quien se había encargado de…
De hablar…
Aquella claridad mental que ahora tenía lo conducía por un camino que lo aterrorizaba, un camino que llevaba cuesta abajo. Cuanto más consideraba las posibilidades, tanto más aprisa caminaba y tanto más aterrador le parecía todo. Las piezas de un rompecabezas cuya existencia no había sospechado comenzaban a encajar y a ponerse en su sitio. Y el dibujo que aparecía era el de un payaso, el de un títere con su nombre y todo: Michael J. Simmons, el incauto.
Dobló el codo derecho, levantó la mano hasta la cabeza vendada y comenzó a tirar de los vendajes que le cubrían los ojos. Pero lo hacía con muchísimo cuidado, porque lo único que necesitaba era un pequeño resquicio nada más. Una pequeñísima abertura entre las vendas. Quería ver sin ser visto.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que lo había conseguido, pero era difícil afirmarlo con absoluta seguridad. La nieve seguía allí pero si entornaba los ojos ante las rendijas de luz (la verdad es que era muy escasa) casi parecía todo natural. Era como cuando era pequeño: solía quedarse en cama con los ojos cerrados y simulaba la respiración lenta y regular de los que duermen. Entonces entraba su madre y encendía la luz, se quedaba de pie mirándolo, sin estar nunca segura de si dormía de verdad o estaba despierto. Pero ahora, con todos estos vendajes que le envolvían la cara, tenía que ser muchísimo mas fácil.
Volvió a estirar el brazo, palpó el botón y lo pulsó. Ahora la enfermera sabría que estaba despierto, pero el principio seguiría siendo el mismo: cuando ella entrase, él la miraría y ella no sabría que la miraba. ¡Así lo esperaba, por lo menos!
Al instante se oyeron unos pasos ligeros pero sin apresuramiento. Jazz volvió a presionar la cabeza en la almohada y quedó a la espera de lo que ocurriese en la semioscuridad de la habitación. Oía a su alrededor el zumbido leve del aire acondicionado, el aire olía ligeramente a antiséptico y sentía en la piel el tacto áspero de las sábanas. Entonces pensó: «Esto no parece la habitación de un hospital. Los hospitales, en el mejor de los casos, parecen artificiales, irreales. Pero esta habitación tiene un aire falsamente artificial…»
Pero se abrió la puerta y entró la luz.
Jazz desvió los ojos hacia arriba; gracias a que los tenía entornados, no quedó deslumbrado por la luz de la bombilla desnuda que colgaba de un cordón suspendido del techo. En cuanto al techo, era de piedra gris oscuro con hoyos y surcos producidos por explosiones. La habitación del hospital de Jazz era una cueva excavada por el hombre o, cuando menos, parte de una cueva.
Demasiado aturdido para moverse, se quedó completamente inmóvil mientras la enfermera se acercaba a su lecho. Después, luchando contra la rabia y la repugnancia que sentía crecer en su interior, volvió lentamente la cabeza para mirarla. Ella apenas le dirigió una mirada y se limitó a agacharse para tomarle el pulso. Era baja y gruesa, con el cabello lacio y corto, como los caballeros medievales; en la cabeza, el gorro almidonado característico del uniforme de las enfermeras, pero no de las enfermeras británicas. Los más espantosos temores de Jazz se habían hecho realidad.
Sintió los dedos de la mujer en su muñeca y retiró la mano en un movimiento brusco. Ella lanzó un profundo suspiro, dio un paso atrás y el talón de uno de sus zapatos negros y cuadrados pisó algo que había en el suelo y que crujió al aplastarse. La mujer se quedó inmóvil, miró al suelo, observó a Jazz y frunció el entrecejo. Sus ojos verdes se empequeñecieron como si estuviera tratando de introducir su mirada por la estrecha rendija que se abría entre los vendajes. Tal vez veía el brillo acerado de los ojos grises de Jazz. En cualquier caso se limitó a suspirar por segunda vez y a llevarse la mano a la boca.
Después se arrodilló, recogió los fragmentos de la píldora, se irguió furiosa y su rostro regordete dejó traslucir una rabia contenida. Clavó la mirada en Jazz, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Él la dejó hacer, pero finalmente la interpeló:
—¿Camarada?
La mujer se paró instintivamente, giró en redondo y avanzó la mandíbula, miró ceñuda y con odio al espía, se apresuró a salir y dio un portazo terrible. En su precipitación por salir e ir a informar del hecho, se olvidó de apagar la luz.
Jazz pensó: «Me quedan unos dos minutos de tiempo antes de que las cosas empiecen a caldearse. Mejor será aprovecharlos.»
Dirigió la mirada hacia la izquierda, el costado supuestamente «muerto», y vio un plato hondo en el que había un líquido de un color amarillo claro puesto en una mesilla. Inclinando la cabeza y estirando el cuello todo lo que le fue posible en aquella dirección, aspiró profundamente y notó un fuerte olor a antiséptico. ¡Qué fácil era crear un ambiente de hospital! Bastaba con poner unas baldosas de goma en el suelo para amortiguar los pasos, un plato con TCP para difundir un poco de olor a limpio y una aportación constante de aire templado y estéril. Tan sencillo como eso.
Las paredes de la habitación de Jazz (¿su celda?) eran planchas de metal acanalado aseguradas con pernos a unos montantes de acero verticales. Jazz suponía que también debía de haber una plancha de recubrimiento para mantener la habitación aislada e insonorizada. También podía ser que toda esta zona fuera un hospital, construido para atender al personal del Projekt. Después del incidente de Perchorsk es probable que lo hubieran considerado aconsejable. El hecho de contar con un hospital era práctico para realizar chequeos periódicos y seguramente debía de estar situado junto a unas instalaciones de descontaminación, puesto que con certeza aquí abajo debía de haber todavía un reactor atómico. En Occidente estaban totalmente seguros de que lo había. De todos modos, Jazz ya había detectado en la pared un aparato indicador de exceso de radiación, que en aquel momento estaba verde, con sólo un leve tinte rosado en la abertura.
El techo irregular de roca debía de estar a unos dos metros y medio de altura, era extremadamente duro en cuanto a su aspecto y no tenía ninguna grieta, o por lo menos Jazz no observó ninguna. Teniendo en cuenta los macizos montantes de acero, Jazz experimentó una sensación de claustrofobia, algo así como el peso enorme de una montaña que le oprimiese, puesto que ahora ya no tenía ninguna duda con respecto al lugar en que se encontraba: estaba debajo de los Urales.
Sintió unos pasos que se acercaban corriendo y la puerta se abrió de par en par. Jazz levantó la cabeza todo lo que se lo permitían las restricciones y clavó la mirada en los hombres que acababan de entrar jadeando en la habitación. Eran dos y detrás de ellos seguía la enfermera gorda. Pisándoles los talones apareció un tercer hombre con una bata blanca y una aguja hipodérmica en la mano. Jazz supo quién era al momento: el médico que alborotaba como una gallina, su tomador de pulso favorito. Pues bien, quizás ahora tendría motivos para cacarear.
—Mike, amigo mío… —dijo el hombre que iba delante, vestido con ropas de paisano normales, avanzando y dejando a los otros atrás.
Acercándose más a la cama añadió:
—¿Qué es esto que nos ha contado nuestra querida enfermera? ¿Cómo es esto? ¿No te has tomado las pastillas? ¿Por qué? ¿No querían ir para abajo?
Aquella voz que pretendía ser agradable era la del funcionario encargado de sus interrogatorios.
Jazz, muy envarado, asintió con la cabeza.
—Exactamente, «viejo» —respondió con aspereza—, se me han quedado atascadas en el buche.
Levantó la mano derecha, cogió los falsos vendajes y desgarró los que le cubrían los ojos, después los clavó en los cuatro hombres, que se quedaron inmóviles como moscas atrapadas en la miel.
Al instante el doctor murmuró algo en ruso, dio un paso adelante en señal de impaciencia y se dispuso a clavarle la aguja. El hombre número dos de la habitación, que también iba vestido de paisano, lo cogió por el brazo e impidió que hiciera nada.
—No —dijo Chingiz fríamente al médico, en ruso—. ¿No os dais cuenta de que está despierto? Pues si está despierto, consciente y al corriente de todo, dejemos que siga de esa manera. De todos modos, quiero hablar con él. Ahora me pertenece completamente.
—¡No! —dijo Jazz, clavando en él los ojos—. Sólo me pertenezco a mí mismo. Si quiere hablar conmigo, déjelos que me droguen, porque es la única forma de conseguir que hable.
Khuv sonrió, se acercó a la cama y miró a Jazz.
—Usted ya ha hablado bastante, mister Simmons —dijo, no sin un cierto deje de malicia—. Ya ha hablado bastante, se lo aseguro. De todos modos, no tengo intención de preguntarle nada. Lo que quiero simplemente es decirle unas cuantas cosas y quizá mostrarle otras. Nada más.
—¡Ah! —dijo Jazz.
—Sí, eso es. Lo que voy a decirle es lo que usted tiene más ganas de saber: todo lo relativo al Perchorsk Projekt, qué intentamos hacer aquí y qué hemos hecho de momento. ¿Le gustará saberlo?
—Me encantará —dijo Jazz—. ¿Y qué es lo que piensa enseñarme, el lugar donde fabrican sus espantosos monstruos?
Los ojos de Khuv se empequeñecieron, pero volvió a sonreír.
—Más o menos —dijo—, si bien hay algo que conviene que sepa desde el principio: no los hacemos nosotros.
—¡Por supuesto que sí que los hacen! —dijo Jazz, afirmando al mismo tiempo con la cabeza—. De eso estamos más que seguros. Aquí es donde está la fuente. Aquí es donde nació…, donde se generó.
La expresión de Khuv no cambió.
—Se equivoca —dijo—, pero es lógico que piense así, porque usted no conoce más que la mitad de la historia. La cosa salió de aquí, eso es verdad, pero no nació aquí. No, nació en un mundo toalmente diferente.
Se sentó en la cama de Jazz y lo miró fijamente.
—Me sorprende que usted sea un superviviente, mister Simmons.
Jazz no pudo reprimir una risita de mofa.
—¿Voy a sobrevivir también a esto?
—Es posible.
Ahora la sonrisa de Khuv era auténtica, como si se las estuviese prometiendo muy felices.
—Primero tenemos que ponerlo a usted de pie y mostrarle este lugar y después…
Jazz movió la cabeza con aire inquisitivo.
—Y después…, después veremos qué clase de superviviente es usted realmente.
El Perchorsk Projekt
El vasto complejo construido en la base de la montaña situada en el fondo del barranco de Perchorsk sólo producía cierto grado de orgullo ruso a Chingiz Khuv acompañando a Michael J. Simmons en una visita de inspección, si bien Khuv no dejaba de sentir respeto por el considerable talento que poseía Jazz para destruir. Durante el paseo, el agente británico estaba literalmente metido en una especie de camisa de fuerza que lo inutilizaba de cintura para arriba y, por si fuera poco, Karl Vyotsky estuvo presente todo el tiempo, como arrogante guardaespaldas de su jefe de la KGB.
—Échele las culpas a la laguna que tenemos en la tecnología en caso de que tenga que contar con un chivo expiatorio —dijo Khuv al agente británico—. Los norteamericanos, con sus microchips, sus satélites espías, sus complicados e inteligentes sistemas electrónicos de escucha… Me refiero a que ¿dónde está la seguridad si pueden escuchar cualquier llamada telefónica que se haga en este amplio mundo? Y éstas no son más que unas pocas de las muchas maneras mediante las cuales se puede obtener información. El arte de espiar —y dirigió una mirada de soslayo a Jazz, aunque sin hostilidad ninguna— adopta una gran cantidad de formas e involucra a algunos formidables e incluso diría aterradores talentos. Me refiero a ambos bandos, el Este y el Oeste por igual. Una gran tecnología por un lado y lo sobrenatural por otro.
—¿Lo sobrenatural? —dijo Jazz levantando las cejas y con aire interrogativo—. A mí el Perchorsk Projekt me parece una cosa que no tiene nada de sobrenatural. Y, por otra parte, siento decir que no creo mucho en los fantasmas.
Khuv sonrió y asintió con la cabeza.
—Lo sé —dijo—, lo sé. Ya hemos hablado de esas cosas. ¿O es que no lo recuerda?
Jazz se quedó en suspenso y frunció el entrecejo. Ahora que se detenía a pensarlo, sí lo recordaba. Había formado parte de los interrogatorios, si bien entonces no le prestó demasiada atención. En realidad, se figuraba que el funcionario le estaba tomando el pelo. Eso de preguntarle si sabía algo de INTESP o de la Rama-E, que se servían de la percepción extrasensorial como instrumento de espionaje… De hecho, las iniciales ESP
[6]
eran las primeras letras de la palabra espionaje. De todos modos, Jazz no sabía absolutamente nada de esto y, probablemente, de haberlo sabido, tampoco lo habría creído.