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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (33 page)

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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Luego fue al "cuarto amarillo". La señorita Stangerson llega. Lo que ocurrió ha de haber sido rápido como el rayo... Ella probablemente gritó... o, más bien, quiso gritar su espanto; el hombre le agarró la garganta... Tal vez va a sofocarla, a estrangularla... Pero la mano titubeante de la señorita Stangerson ha aferrado, en el cajón de la mesa de luz, el revólver que escondiera allí desde que teme las amenazas del hombre. El asesino blande ya sobre la cabeza de la desdichada esa arma temible en manos de Larsan-Ballmeyer: un hueso de cordero... Pero ella dispara... El tiro sale y hiere la mano, que abandona el arma. El hueso de cordero cae al suelo, ensangrentado por sangre de la herida del asesino... El asesino se tambalea, se apoya sobre la pared, deja allí marcados sus dedos en rojo, teme otra bala y huye...

Ella lo ve atravesar el laboratorio... Escucha... ¿Qué hace en el vestíbulo?... Tarda mucho en saltar por esa ventana... Por fin, salta. Ella corre a la ventana y vuelve a cerrarla... Y ahora, ¿acaso lo ha visto su padre? ¿Lo ha oído? Ahora que el peligro ha desaparecido, todos sus pensamientos se concentran en su padre... Dotada de una energía sobrehumana, le ocultará todo, si todavía hay tiempo... Y cuando vuelva el señor Stangerson, encontrará la puerta del "cuarto amarillo" cerrada y a su hija, en el laboratorio, inclinada sobre su escritorio, atenta y trabajando.

Rouletabille se vuelve ahora hacia el señor Darzac:

–¡Usted sabe la verdad -grita-, díganos si las cosas ocurrieron así!

–No sé nada -responde el señor Darzac.

–¡Usted es un héroe! – dice Rouletabille, cruzándose de brazos.

Pero, ¡caramba!, si la señorita Stangerson estuviera en condiciones de saber que usted fue acusado, lo liberaría de su juramento..., le rogaría que dijera todo lo que le confió... ¡Qué digo! ¡Ella misma vendría a defenderlo!

El señor Darzac no hizo un movimiento, no pronunció una palabra. Miró a Rouletabille con tristeza.

–En fin -dijo este-, ya que la señorita Stangerson no está aquí, es preciso que esté yo. Pero, créame, señor Darzac, el mejor medio, el único medio de salvar a la señorita Stangerson y de devolverle la razón es que salga usted libre.

Una salva de aplausos recibió esta última frase. El presidente ni siquiera intentó dominar el entusiasmo de la sala. Robert Darzac estaba salvado. No había más que mirar a los jurados para estar seguro. Su actitud manifestaba claramente su convicción.

El presidente exclamó entonces:

–Pero, bueno, ¿cuál es el misterio que llevó a la señorita Stangerson, a quien intentaron asesinar, a disimular semejante crimen ante su padre?

–Eso, señor -dijo Rouletabille-, no lo sé... ¡No me incumbe!

El presidente hizo un nuevo esfuerzo ante Robert Darzac.

–¿Se sigue negando a decirnos, señor, en qué empleaba su tiempo mientras atentaban contra la vida de la señorita Stangerson?

–No puedo decirle nada, señor...

El presidente imploró con la mirada una explicación a Rouletabille.

–Tenemos derecho a pensar, señor presidente, que las ausencias del señor Robert Darzac estaban estrechamente ligadas al secreto de la señorita Stangerson... También el señor Darzac se cree obligado a guardar silencio... Imagine que Larsan, quien, fuera de sus tres tentativas, hizo todo lo posible por desviar las sospechas hacia el señor Darzac, justamente esas tres veces citó al señor Darzac en un lugar comprometedor, y lo hizo para hablar del misterio... El señor Darzac se dejará condenar antes de confesar de qué se trataba, de explicar cualquier cosa vinculada al misterio de la señorita Stangerson. Larsan es lo bastante astuto para haber planeado también esas coincidencias...

El presidente, vacilante pero curioso, siguió preguntando:

–¿Pero qué puede ser ese misterio?

–¡Ah, señor, no podría decírselo! – dijo Rouletabille, inclinándose ante el presidente. Sólo creo que ahora sabe lo suficiente para absolver al señor Robert Darzac... A menos que Larsan vuelva, pero no lo creo -dijo riendo con una franca risa alegre.

Todo el mundo se rio con él.

–Una pregunta más, señor -dijo el presidente. Comprendemos, siempre aceptando su tesis, que Larsan haya querido desviar las sospechas hacia el señor Robert Darzac, pero ¿qué interés tenía en dirigirlas también hacia el tío Jacques?...

–¡El interés del policía, señor! El interés de mostrarse brillante aniquilando él mismo las pruebas que había reunido. ¡Eso es muy hábil! Es un truco que a menudo le sirvió para desviar las sospechas que hubieran podido rozarlo a él. Probaba la inocencia de uno antes de acusar al otro. Piense, señor presidente, que Larsan debe de haber maquinado un caso como este con mucha antelación. Le digo que había estudiado todo, y que conocía a las personas y las circunstancias. Si tiene curiosidad por saber cómo se documentó, sepa que durante un tiempo actuó como comisionado entre el laboratorio de la Sûreté y el señor Stangerson, a quien se le solicitaban experimentos. Así, antes del crimen, pudo entrar dos veces en el pabellón. Estaba maquillado de tal forma que el tío Jacques, luego, no lo reconoció; pero de tal forma Larsan encontró ocasión de robarle al tío Jacques un viejo par de zapatones y una boina en desuso, que el viejo servidor del señor Stangerson había envuelto en un pañuelo para llevárselos, sin duda, a uno de sus amigos, carbonero en la ruta de Épinay. Cuando se descubrió el crimen, el tío Jacques, quien advirtió que los objetos eran suyos, tuvo cuidado de no reconocerlos de inmediato. Eran demasiado comprometedores y eso es lo que explica su turbación, en ese momento, cuando le hablábamos de ellos. Todo eso es claro como el agua y obligué a Larsan a confesármelo. Por otra parte, lo hizo con placer, pues, si bien es un bandido -cosa que, me atrevo a suponer, nadie duda-, también es un artista... Es su manera de actuar, su marca personal... Actuó del mismo modo en el caso del "Crédito Universal" y en el de los "Lingotes de la Casa de la Moneda". Casos que será preciso revisar, señor presidente, pues hay algunos inocentes en prisión desde que Ballmeyer-Larsan pertenece a la Sûreté.

[82]
El poder discrecional no está sujeto a una norma precisa. No es absoluto, pero brinda al magistrado libertad de acción, dentro de los límites de la ley.

[83]
En las fortificaciones, la poterna es una puerta menor que cualquiera de las principales, que da al foso o al extremo de una rampa.

[84]
Se llamaba apache a cada uno de los integrantes de una asociación de malhechores que tenía en París su campo de sus actividades y, por extensión, al bandido o salteador de las grandes poblaciones.

[85]
El estado de Ohio queda al noreste de los Estados Unidos.

[86]
Una gorguera es un cuello de tela bordada y almidonada, muy ceñido, que cubría todo el cuello y la garganta.

28. DONDE SE PRUEBA QUE NO SIEMPRE SE PIENSA EN TODO

¡Gran conmoción, murmullos, bravos! El letrado Henri-Robert presentó sus conclusiones, tendientes a que el caso se aplazara hasta otra sesión para complementar la instrucción; el propio ministerio público se sumó a ellas. El caso se aplazó. Al día siguiente, el señor Robert Darzac quedó en libertad provisional y el tío Mathieu fue sobreseído de inmediato. Buscaron en vano a Frédéric Larsan. La inocencia había sido probada. El señor Darzac escapaba por fin a la espantosa calamidad que, por un instante, lo había amenazado y pudo confiar, tras una visita a la señorita Stangerson, en que, un día, esta recuperaría la razón a fuerza de solícitos cuidados.

En cuanto a ese muchacho Rouletabille, fue, naturalmente, "el hombre del día". A la salida del palacio de Versalles, la multitud lo había llevado en andas. Los diarios del mundo entero publicaron sus hazañas y su fotografía; y él, que había entrevistado a tantos personajes ilustres, fue ilustre y entrevistado a su vez. ¡Debo decir que no se envaneció demasiado por eso!

Volvimos de Versalles juntos, después de haber cenado alegremente en El perro que fuma. En el tren, empecé a hacerle un montón de preguntas que, durante la comida, se habían amontonado en mis labios y que había callado, porque sabía que a Rouletabille no le gustaba trabajar mientras comía.

–Amigo mío -dije-, este caso de Larsan es sublime y digno de su cerebro heroico.

Aquí me detuvo, invitándome a hablar con mayor sencillez y fingiendo que no se consolaría nunca de ver que una inteligencia tan bella como la mía estaba dispuesta a hundirse en el asqueroso abismo de la estupidez y sólo a causa de la admiración que sentía por él.

–Voy a los hechos -dije un poco enojado. Todo lo que acaba de ocurrir no me revela nada de lo que fue a hacer a América del Norte. Si lo comprendí bien, cuando se fue la última vez del Glandier, ya sospechaba de Frédéric Larsan... ¿Sabía que Larsan era el asesino y no ignoraba nada de la forma en que había intentado asesinar a su víctima?

–Exactamente. Y usted -dijo, desviando la conversación-, ¿usted no sospechaba nada?

–¡Nada!

–Es increíble.

–Pero, amigo mío, usted tuvo cuidado de ocultarme su pensamiento y no veo cómo podría haberlo adivinado... Cuando llegué al Glandier con los revólveres, en ese preciso momento, ¿usted ya sospechaba de Larsan?

–¡Sí! Acababa de hacer el razonamiento de la "galeria inexplicable", pero la vuelta de Larsan al cuarto de la señorita Stangerson no se me reveló hasta el descubrimiento de los quevedos de présbite... En fin, que mi sospecha no era más que matemática y la idea de Larsan asesino me parecía tan formidable que estaba dispuesto a esperar huellas materiales antes de osar detenerme en ella. De todos modos, esta idea me inquietaba y, a menudo, tenía una forma de hablarle a usted del policía que debió de haberlo puesto sobre aviso. Ante todo, ya no daba por sentada su buena fe y no le decía más que se equivocaba. Le hablaba de su sistema como de un miserable sistema, y el desprecio que le mostraba, que en la mente de usted iba dirigido al policía, en la mía iba dirigido en realidad no tanto al policía cuanto al bandido que sospechaba que era... Recuerde que cuando le enumeraba todas las pruebas que se acumulaban contra el señor Darzac, le decía: "Todo esto parece dar cierto peso a la hipótesis del gran Fred. Por lo demás, esa hipótesis, que yo creo falsa, lo extraviará...", y añadía en un tono que hubiera debido dejarle estupefacto: "¿Ahora esa hipótesis extravía realmente a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa!..."

Aquellos "¡Esa es la cosa!" hubieran debido darle que pensar; toda mi sospecha estaba en aquellos "¡Esa es la cosa!". Y ¿qué significaba "¿extravía realmente?" sino que podía no extraviarlo a él y estaba destinada a extraviarnos a nosotros? En aquel momento lo miré y se estremeció, no había entendido usted... Me alegré de ello, pues, hasta el descubrimiento de los quevedos, no podía considerar el crimen de Larsan más que como una absurda hipótesis... Pero después del descubrimiento de los quevedos, que me explicaban la vuelta de Larsan a la habitación de la señorita Stangerson..., imagine mi alegría, mis arrebatos... ¡Oh! ¡Lo recuerdo muy bien! Corría como un loco por mi habitación, y le gritaba: "¡Se la voy a jugar de una forma resonante!" Estas palabras se dirigían entonces al bandido. Y, aquella misma noche, cuando encargado por el señor Darzac de vigilar la habitación de la señorita Stangerson, hasta las diez de la noche me limité a cenar con Larsan sin tomar ninguna medida, ¡tranquilo porque él estaba allí, frente a mí!, también en aquel momento hubiera podido usted sospechar, querido amigo, que al único hombre que temía era a él. Y cuando, en el momento en que hablábamos de la próxima llegada del asesino, yo le decia: "¡Oh! ¡Estoy completamente seguro de que Frédéric Larsan estará aquí esta noche!..."

Pero hay algo capital que hubiera podido, que hubiera debido iluminarnos del todo y en seguida sobre el criminal, algo que nos denunciaba a Frédéric Larsan, y que dejamos escapar ¡usted y yo!...

¡No habrá olvidado usted la historia del bastón!...

Sí, aparte del razonamiento que, para cualquier mente lógica, denunciaba a Larsan, teníamos la "historia del bastón", que lo denunciaba a cualquier mente observadora.

Me sorprendío muy mucho, para que lo sepa, que durante la instrucción Larsan no se sirviera del bastón contra el señor Darzac. ¿No había comprado ese bastón la noche del crimen un hombre cuyas señas respondían a las del señor Darzac? Pues bien, esta tarde pregunté al mismo Larsan, antes de que cogiera el tren para desaparecer, le pregunté por qué no se había servido del bastón. Me respondío que nunca había sido su intención; que, en su pensamiento, nunca imaginó nada contra el señor Darzan con ese bastón, que la noche de la taberna de Epinay lo habíamos puesto en una situación bastante embarazosa ¡al probarle que nos mentía! Usted sabe que decia que había conseguido ese bastón en Londres; ahora bien, ¡la marca atestiguaba que era de París! ¿Por qué, en aquel momento, en vez de pensar: "Fred miente; estaba en Londres; no pudo conseguir ese bastón de París en Londres", por qué no nos dijimos: "Fred miente; ¡no estaba en Londres, puesto que compró ese bastón en París!"? ¡Fred mentiroso, Fred en París en el momento del crimen! ¡Es ese un punto de partida para sospechar! Y cuandol después de su investigación en la tienda de Cassette, usted nos informa de que el bastón ha sido comprado por un hombre que va vestido como el señor Darzac; cuando estabamos seguros, gracias a la historia de la oficina de correos 40, de que hay en París un hombre que adopta la silueta de Darzac; cuando nos preguntamos quién es entonces el hombre que, disfrazado de Darzac, se presenta la noche del crimen en la tiende de Cassette para comprar un bastón que encontramos en las manos de Fred, ¿cómo, cómo, cómo no nos dijimos un instante: "Pero..., pero... y si ese desconocido disfrazado de Darzac que compra un bastón que Fred lleva en las manos..., fuera..., fuera... el mismo Fred..."? Ciertamente, en su calidad de agente de la Seguridad no era propicio a semejante hipótesis; pero, cuando comprobamos el encarnizamiento con que Fred acumulaba las pruebas contra Darzac, la rabia con el que perseguía al desdichado..., podríamos habernos sentido impresionados por una mentira de Fred tan grave como aquella, que lo hacía entrar en posesión, en París, de un bastón que no podría haber comprado en Londres. Incluso, si lo había comprado en París, la mentira de Londres no dejaba de existir. ¡Todo el mundo creía que estaba en Londres, incluso sus jefes, y él compraba un bastón en París! Ahora, pensemos un segundo, ¿cómo era posible que no usara el bastón asociado con el señor Darzac? ¡Es muy simple! Es tan simple, que ni pensamos en ello... Larsan lo había comprado antes, cuando fue ligeramente herido en la mano por la bala de la señorita Stangerson, únicamente para mantener el aplomo, para tener siempre la mano cerrada, para no sentirse tentado de abrir la mano y mostrar la herida en su interior. ¿Comprende?... Esto es lo que me dijo Larsan y me acuerdo de haberle repetido a usted qué raro me parecía que su mano no dejara ese bastón. En la mesa, cuando cenaba con él, apenas dejaba ese bastón tomaba un cuchillo del que su mano derecha no se separaba más. Todos esos detalles me vinieron a la memoria cuando mi pensamiento se detuvo en Larsan, es decir, demasiado tarde para que me fueran de alguna ayuda. Así fue como la noche en que Larsan simuló frente a nosotros tener sueño, me incliné sobre él y, con mucha habilidad, pude mirar, sin que sospechara, su mano. No había allí más que una ligera venda de gasa que disimulaba lo que quedaba de la herida. Comprobé que, en ese momento, hubiera podido simular que esa herida se la había provocado cualquier otra cosa que no fuera un balazo. De todos modos, para mí, a esa altura, era un nuevo signo exterior que entraba en el círculo de mi razonamiento. La bala, me dijo esa tarde Larsan, sólo le había rozado la palma y había producido una hemorragia bastante abundante.

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