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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (13 page)

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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–Sí -dijo el profesor-, fueron dos disparos; primero un disparo sordo y después uno estridente.

–¿Por qué siguen mintiendo? – exclamó el señor de Marquet, volviéndose hacia los caseros. ¿Creen que la policía es tan bruta como ustedes? Todo prueba que estaban afuera, cerca del pabellón, en el momento del drama. ¿Qué hacían allí? ¿No lo quieren decir? ¡Su silencio demuestra su complicidad! Y en lo que a mí respecta -dijo volviéndose hacia el señor Stangerson-, en lo que a mí respecta..., no puedo explicarme la huida del asesino si no es con la ayuda de estos dos cómplices. No bien derribaron la puerta, señor Stangerson, mientras usted se ocupaba de su desdichada hija, el casero y su mujer facilitaban la huida de ese miserable, que se escabullía detrás de ellos, llegaba a la ventana del vestíbulo y saltaba al parque. El casero cerró la ventana y los postigos detrás de él. ¡Porque, convengamos, esos postigos no se cerraron solos! Esta es la conclusión a la que he llegado... ¡Si a alguien se le ocurrió otra cosa, que lo diga!...

El señor Stangerson intervino:

–¡Es imposible! No creo en la culpabilidad ni en la complicidad de mis caseros, aunque no comprendo qué hacían en el parque a esa hora avanzada de la noche. Digo que es imposible, porque la casera sostenía la lámpara y no se movió del umbral de la habitación; porque yo, no bien derribamos la puerta, me arrodillé junto al cuerpo de mi hija, ¡y era imposible que salieran o que entraran a la habitación por esa puerta sin pasar por encima del cuerpo de mi hija y sin tocarme a mí! Es imposible, porque el tío Jacques y el casero sólo tuvieron que echar un vistazo al cuarto y debajo de la cama, como lo hice yo al entrar, para comprobar que no había nadie más en la habitación que mi hija agonizante.

–¿Y usted qué piensa, señor Darzac, que todavía no ha dicho nada? – preguntó el juez.

El señor Darzac respondió que no pensaba nada.

–¿Y usted, señor jefe de la Sûreté?

Hasta ese momento, el señor Dax, jefe de la Sûreté, se había limitado a escuchar y a examinar el lugar. Por fin, se dignó abrir la boca:

–Mientras intentamos encontrar al criminal habría que descubrir el móvil del crimen. Eso nos haría avanzar un poco -dijo.

–Señor jefe de la Sûreté, este parece ser un vulgar crimen pasional -replicó el señor de Marquet. Las huellas dejadas por el asesino, el pañuelo ordinario y la boina innoble nos llevan a pensar que el asesino no pertenecía a una clase social muy elevada. Tal vez los caseros puedan informarnos al respecto...

El jefe de la Sûreté, volviéndose hacia el señor Stangerson y con ese tono frío que es propio, en mi opinión, de las grandes inteligencias y de los caracteres enérgicos, prosiguió:

–¿La señorita Stangerson no debía casarse próximamente? El profesor miró dolorosamente a Robert Darzac.

–Con un amigo al que me habría hecho feliz llamar hijo... Con Robert Darzac...

–La señorita Stangerson se encuentra mejor y se recuperará rápidamente de sus heridas. Es una boda simplemente aplazada, ¿no es cierto, señor? – insistió el jefe de la Sûreté.

–Eso espero.

–¡Cómo! ¿No está seguro?

El señor Stangerson calló. Robert Darzac pareció inquietarse, cosa que percibí en el temblor de su mano sobre la cadena de su reloj, porque nada se me escapa. El señor Dax tosió, como hacía el señor de Marquet cuando se sentía incómodo.

–Comprenderá, señor Stangerson -dijo-, que en un caso tan enrevesado no podemos pasar nada por alto; que debemos saberlo todo, hasta el detalle más trivial..., la información aparentemente más insignificante relacionados con la víctima... ¿Qué le hace pensar, entonces, ahora que tenemos casi la certeza de que la señorita Stangerson vivirá, que ese matrimonio no se llevará a cabo? Usted dijo: "Eso espero". Esta esperanza parece más una duda. ¿Por qué duda de ello?

El señor Stangerson hizo un visible esfuerzo para contenerse:

–Sí, señor -acabó diciendo. Tiene razón. Más vale que sepa una cosa que parecería tener importancia si yo se la ocultara. Además, el señor Darzac estará de acuerdo conmigo.

El señor Darzac, cuya palidez me pareció completamente anormal en aquel momento, indicó con una seña que estaba de acuerdo con el profesor. Para mí, el señor Darzac sólo respondía por medio de señas porque era incapaz de decir una palabra.

–Sepa entonces, señor jefe de la Sûreté -prosiguió el señor Stangerson-, que mi hija había jurado que nunca me abandonaría, y mantenía su juramento a pesar de todos mis ruegos, porque yo intenté muchas veces convencerla de que se casara, como era mi deber.

Conocíamos a Robert Darzac desde hacía muchos años. El señor Darzac ama a mi hija. Por un momento creí que era correspondido, ya que tuve la reciente alegría de oír de boca de mi hija que finalmente consentía un casamiento que yo deseaba con toda mi alma. Soy un hombre mayor, señor, y fue una hora bendita aquella en la que supe, por fin, que después de mí la señorita Stangerson tendría a su lado, para amarla y continuar nuestros trabajos en común, a un ser al que aprecio y estimo por su gran corazón y por su ciencia. Ahora bien, señor jefe de la Sûreté, dos días antes del crimen, no sé por qué cambio de parecer, mi hija me manifestó que no se casaría con Robert Darzac.

Se produjo un silencio agobiante. El momento era grave. El señor Dax continuó:

–¿Y la señorita Stangerson no le dio ninguna explicación, no le dijo por qué motivo?...

–Me dijo que ya era demasiado mayor para casarse..., que había esperado demasiado tiempo..., que lo había pensado mucho..., que estimaba, e incluso quería, a Robert Darzac..., pero que sería mejor que las cosas quedaran así..., que siguiéramos como antes..., que hasta sería muy feliz si los lazos de pura amistad que nos unían a Robert Darzac se estrechaban aún más, pero que quedara claro que no quería volver a oír hablar de matrimonio.

–¡Qué cosa más extraña! – murmuró el señor Dax.

–Muy extraña -repitió el señor de Marquet.

El señor Stangerson, con una pálida y helada sonrisa, dijo: -Por ese lado no encontrará el móvil del crimen, señor.

–De todas formas -dijo el señor Dax con voz impaciente-, ¡el móvil no es el robo!

–¡Oh! De eso estamos seguros -exclamó el juez de instrucción.

En ese momento, la puerta del laboratorio se abrió y el cabo de gendarmería le entregó una carta al juez de instrucción. El señor de Marquet la leyó y profirió una sorda exclamación. Luego dijo:

–¡Ah! ¡Esto es demasiado!

–¿Qué es eso?

–La carta de un insignificante reportero de L´Époque, Joseph Rouletabille, con estas palabras: "¡Uno de los móviles del crimen fue el robo!".

El jefe de la Sûreté sonrió:

–¡Ah! ¡Ah! El joven Rouletabille... Ya he oído hablar de él... Se lo considera ingenioso... Hágalo entrar, señor juez de instrucción.

Y dejaron entrar a Joseph Rouletabille. Yo lo había conocido en el tren que nos había traído esa mañana a Épinay-sur-Orge. Se había metido, casi a mi pesar, en nuestro compartimiento, y me gustaría decir de entrada que sus modales, su desenvoltura y la pretensión que parecía tener de comprender algo de un caso en el que la justicia no entendía nada hicieron que se me metiera entre ceja y ceja. No me agradan los periodistas. Son mentes entrometidas y audaces de las que hay que huir como de la peste. Esa clase de gente cree que todo le está permitido y no respeta nada. Cuando se ha tenido la desgracia de concederles algo y dejar que se acerquen, se siente uno desbordado y se puede temer cualquier cosa. Este aparentaba apenas veinte años, y la insolencia con la que se atrevió a interrogarnos y a conversar con nosotros lo había vuelto particularmente odioso para mí. Además, tenía una manera de expresarse que demostraba que se estaba burlando descaradamente de nosotros. Sé muy bien que L'Époque es un órgano influyente con el que hay que saber "contemporizar", pero convendrán conmigo en que ese periódico haría bien en no contratar a niños de pecho.

Así pues, el señor Joseph Rouletabille entró en el laboratorio, nos saludó y esperó a que el señor de Marques le pidiera que se explicara.

–¿Usted pretende, señor -dijo este-, conocer el móvil del crimen, y que ese móvil, contra toda evidencia, sería el robo?

–No, señor juez de instrucción, no he pretendido eso. No digo que el móvil del crimen haya sido el robo y no lo creo así.

–Entonces, ¿qué significa esta carta?

–Significa que es uno de los móviles del crimen.

–¿De dónde sacó esa información?

–¡De aquí! Si quieren acompañarme...

El joven nos rogó que lo siguiéramos hasta el vestíbulo, y así lo hicimos. Una vez allí, se dirigió hacia donde estaba el baño y le pidió al señor juez de instrucción que se arrodillara a su lado. El baño recibía luz a través de su puerta de vidrio y, cuando la puerta estaba abierta, la luz que penetraba era suficiente para iluminarlo perfectamente. El señor de Marquet y el señor Joseph Rouletabille se arrodillaron en el umbral. El joven mostraba un lugar preciso del embaldosado.

–El tío Jacques no ha lavado las baldosas del baño desde hace un tiempo -dijo-; eso se puede ver en la capa de tierra que las recubre. Ahora bien, miren, en ese lugar, la huella de dos anchas suelas y de esa ceniza negra que acompaña por todas partes los pasos del asesino. Esa ceniza no es otra cosa que el polvo de carbón del sendero que hay que atravesar para venir directamente, a través de los bosques, de Épinay al Glandier. Sabrán que en aquel sitio hay una pequeña cabaña de carboneros, y que en ella se fabrica carbón de leña en grandes cantidades. Esto es lo que debió de hacer el asesino: entró aquí a la tarde, cuando no quedaba nadie en el pabellón, y perpetró su robo.

–Pero, ¿qué robo? ¿Adónde ve usted el robo? ¿Qué es lo que le indica que hubo un robo? – exclamamos todos al mismo tiempo.

–Lo que me puso sobre la pista del robo... -prosiguió el periodista.

–¡Es esto! – interrumpió el señor de Marquet, que seguía arrodillado.

–Efectivamente -dijo el señor Rouletabille.

Y el señor de Marquet explicó que había, en efecto, sobre el polvo de las baldosas, al lado de las huellas de las dos suelas, la impresión reciente de un pesado paquete rectangular, en el que era fácil distinguir la marca de los hilos que lo ataban...

–Pero, entonces, usted estuvo aquí, señor Rouletabille; y, sin embargo, yo le ordené al tío Jacques que no dejara entrar a nadie; tenía que custodiar el pabellón.

–No rete al tío Jacques, vine con el señor Robert Darzac.

–¡Ah! Ya veo... -exclamó el señor de Marquet, descontento y mirando de reojo al señor Darzac, que seguía en silencio.

–Cuando vi la huella del paquete al lado de la marca de las suelas, ya no dudé del robo -continuó el señor Rouletabille. El ladrón no vino con un paquete... Hizo el paquete aquí, sin duda con los objetos robados, y lo apoyó en ese rincón, con la intención de recuperarlo al escapar; también apoyó, al lado de su paquete, sus pesados zapatos, porque, miren, ninguna huella de pasos conduce a esos zapatos, y las suelas están una al lado de la otra, como en reposo y sin el peso de los pies. De este modo, se comprende por qué el asesino, cuando salió del "cuarto amarillo", no dejó ninguna huella de sus pasos en el laboratorio ni en el vestíbulo. Después de entrar con sus zapatos en el "cuarto amarillo", se los sacó, sin duda porque le molestaban o porque quería hacer el menor ruido posible. La marca de sus pasos "de ida" a través del vestíbulo y el laboratorio fue borrada por el lavado subsiguiente del tío Jacques, lo cual nos lleva a pensar que el asesino entró al pabellón por la ventana abierta del vestíbulo durante la primera ausencia del tío Jacques, ¡antes del lavado de las cinco y media!

El asesino, después de quitarse los zapatos, que seguramente le molestaban, los llevó en la mano al baño y los colocó allí desde el umbral, porque en el polvo del baño no hay huellas de pies descalzos o con medias, ni tampoco de otros zapatos. Entonces, apoyó sus zapatos al lado del paquete. En ese momento, el robo ya se había perpetrado.

Después, el hombre regresa al "cuarto amarillo" y se desliza debajo de la cama, donde la huella de su cuerpo es perfectamente visible en el parqué e incluso en la estera, que quedó en ese sitio ligeramente enrollada y muy arrugada. Las mismas briznas de paja, recién arrancadas, atestiguan igualmente el paso del asesino por debajo de la cama.

–Sí, sí, eso lo sabemos... -dijo el señor de Marquet.

–El hecho de que volviera a ocultarse debajo de la cama prueba que el robo -prosiguió ese asombroso niño periodista- no era el único móvil de la visita del hombre. No me digan que se habría refugiado enseguida debajo de la cama al ver, por la ventana del vestíbulo, ya sea al tío Jacques, o al señor y a la señorita Stangerson, que se disponían a entrar al pabellón. ¡Era mucho más fácil para él subir al desván y esperar, escondido, una ocasión para escaparse, sí su intención sólo hubiera sido la de huir! ¡No! ¡No! El asesino debía estar en el "cuarto amarillo"...

Aquí intervino el jefe de la Sûreté:

–¡Eso no está nada mal, jovencito! Lo felicito... Y si bien todavía no sabemos cómo se fue el asesino, ya podemos seguir, paso a paso, su entrada aquí y ver lo que hizo: robó. ¿Pero qué robó?

–Cosas extremadamente valiosas -respondió el reportero.

En ese momento, oímos un grito que provenía del laboratorio. Nos precipitamos allí y encontramos al señor Stangerson que, con los ojos desorbitados y los miembros agitados, nos mostraba una especie de mueble biblioteca que acababa de abrir y que estaba vacío.

A continuación, se dejó caer en el gran sillón que estaba colocado delante del escritorio y gimió:

–Me han robado otra vez...

Luego una lágrima, una gruesa lágrima, corrió por su mejilla:

–Ante todo -dijo-, no le digan una sola palabra de esto a mi hija... Ella se sentiría más apenada que yo...

Dio un profundo suspiro y, en un tono de dolor que nunca olvidaré, añadió:

–¡Después de todo, qué importa..., con tal que ella viva!

–¡Vivirá! – dijo con una voz extrañamente conmovedora Robert Darzac.

–Y encontraremos los objetos robados -dijo el señor Dax. Pero ¿qué había en ese mueble?

–Veinte años de mi vida -respondió sordamente el ilustre profesor-; o, mejor dicho, de nuestras vidas, la mía y la de mi hija. Sí, nuestros documentos más valiosos, los informes más confidenciales sobre nuestros trabajos y experiencias de los últimos veinte años estaban encerrados allí. Era una verdadera selección de todos los documentos que llenan esta habitación. Es una pérdida irreparable para todos y, me atrevo a decir, para la ciencia. Todas las etapas por las que tuve que pasar para llegar a la prueba decisiva de la aniquilación de la materia habían sido cuidadosamente enunciadas, etiquetadas, anotadas, ilustradas con fotografías y dibujos hechos por nosotros. Todo eso estaba ordenado allí. El plano de los tres nuevos aparatos, uno para estudiar la pérdida, bajo la influencia de los rayos ultravioletas, de los cuerpos previamente electrizados; otro que debía hacer visible la pérdida eléctrica por la acción de las partículas de materia disociada contenida en el gas de las llamas; el tercero, muy ingenioso, un electroscopio condensador diferencial; toda la compilación de nuestras curvas que traducían las propiedades fundamentales de la sustancia intermedia entre la materia ponderable y el éter imponderable; veinte años de experiencias sobre la química de la estructura atómica y sobre los equilibrios ignorados de la materia; un manuscrito que quería publicar con este título: Los metales que sufren. ¡Qué sé yo! ¡Qué sé yo! El hombre que vino aquí me lo robó todo..., mi hija y mi obra..., mi corazón y mi alma...

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