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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (30 page)

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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*     *     *

Sonaron las seis y media, y Joseph Rouletabille compareció nuevamente. Sería imposible describir la emoción con la cual la multitud lo siguió con los ojos hasta el estrado. No respirábamos. El señor Robert Darzac se había incorporado en su banco. Estaba pálido como un muerto. El presidente dijo con gravedad:

–No voy a hacerle prestar juramento, señor. No fue citado formalmente. Pero espero que no sea necesario explicarle la importancia de las palabras que va a pronunciar aquí... -y agregó, amenazador-: La importancia de esas palabras... ¡para usted y para los demás!...

Rouletabille lo miraba sin demostrar emoción alguna. Dijo:

–¡Sí, señor!

–Veamos -dijo el presidente. Hablamos hace un rato de ese pequeño costado del patio que había servido de refugio al asesino, y usted nos prometió decirnos, a las seis y media, cómo huyó este de ese costado del patio y, también, darnos su nombre. Son las seis y treinta y cinco, señor Rouletabille, y todavía no sabemos nada.

–¡Adelante, señor! – comenzó mi amigo, en medio de un silencio tan solemne que no recuerdo haber visto algo igual. Le dije que ese costado del patio estaba cerrado y que era imposible para el asesino escapar de ese cuadrado sin que los que estaban buscándolo lo advirtieran. Es la pura verdad. ¡Cuando estábamos allá, en el cuadrado del costado del patio, el asesino estaba todavía entre nosotros!

–¡Y no lo vieron!... Eso es exactamente lo que la acusación pretende...

–¡Y todos lo vimos, señor presidente! – gritó Rouletabille.

–¡Y no lo detuvieron!...

–Sólo yo sabía quién era el asesino. ¡Y tenía necesidad de que el asesino no fuera detenido de inmediato! Y, además, en ese momento, no tenía otra prueba que mi razón. ¡Sí, sólo mi razón me demostraba que el asesino estaba allí y lo veíamos! Me tomé mi tiempo para traer, hoy, a la audiencia, una prueba irrefutable y que, doy mi palabra, satisfará a todo el mundo.

–¡Pero hable, hable, señor! Díganos cuál es el nombre del asesino -dijo el presidente.

–Lo encontrará entre los nombres de los que estaban en el costado del patio -replicó Rouletabille, que no parecía apurado. En la sala empezaron a impacientarse...

–¡El nombre! ¡El nombre! – murmuraban.

Rouletabille, en un tono que merecía que lo abofetearan, dijo:

–Señor presidente, si estoy demorando un poco mi declaración es porque tengo motivos para ello.

–¡El nombre! ¡El nombre! – repetía la multitud.

–¡Silencio! – chilló el ujier.

El presidente dijo:

–¡Debe decirnos el nombre de inmediato, señor!... Los que se encontraban en el costado del patio eran: el guardabosques, muerto. ¿Es él el asesino?

–No, señor.

–¿El tío Jacques?...

–No, señor.

–¿El casero Bernier?

–No, señor.

–¿El señor Sainclair?

–No, señor.

–¿El señor Arthur William Rance, entonces? ¡No quedan más que el señor Arthur Rance y usted! Usted no es el asesino, ¿no?

–¡No, señor!

–¿Entonces, acusa al señor Arthur Rance?

–¡No, señor!

–¡No entiendo nada!... ¿Adónde quiere llegar?... No había nadie más en el costado del patio.

–¡Sí, señor!... No había nadie en el costado del patio, ni abajo, pero había alguien arriba, alguien asomado a la ventana que da al costado del patio...

–¡Frédéric Larsan! – gritó el presidente.

–¡Frédéric Larsan! – respondió Rouletabille con voz tonante.

Y, volviéndose hacia el público, que ya hacía oír sus protestas, le lanzó estas palabras con una fuerza de la que no lo creía capaz:

–¡Frédéric Larsan, el asesino!

*     *     *

Un clamor donde se expresaban el aturdimiento, la consternación, la indignación, la incredulidad y, en algunos, el entusiasmo ante aquel jovencito lo suficientemente audaz como para atreverse a hacer semejante acusación llenó la sala. El presidente ni siquiera intentó calmarlo; cuando este se acalló por sí solo, ante los ¡shh! enérgicos de quienes querían, enseguida, saber más, se oyó claramente a Robert Darzac, quien, dejándose caer sobre su banco, decía:

–¡Es imposible! ¡Es una locura!...

El presidente:

–¡Se atreve, señor, a acusar a Frédéric Larsan! ¡Ve el efecto de semejante acusación..., el propio señor Robert Darzac lo trata de loco!... Si no lo es, debe tener pruebas...

–¡Pruebas, señor! ¡Quiere pruebas! ¡Ah! Voy a darle una prueba... -dijo la voz aguda de Rouletabille. ¡Que hagan venir a Frédéric Larsan!...

El presidente:

–Ujier, llame a Frédéric Larsan.

El ujier corrió a la puertita, la abrió, desapareció... La puertita había quedado abierta... Todos los ojos estaban fijos en esa puertita. El ujier reapareció. Avanzó hasta el medio de la sala y dijo:

–Señor presidente, Frédéric Larsan no está. Partió hacia las cuatro y no lo han vuelto a ver.

Rouletabille clamó, triunfante:

–¡Ahí tiene mi prueba!

–Explíquese... ¿Qué prueba? – preguntó el presidente.

–Mi prueba irrefutable -dijo el joven reportero- es la fuga de Larsan, ¿no lo ve? ¡Le juro que no volverá más!... Nunca más volverá a ver a Frédéric Larsan...

Rumores en el fondo de la sala.

–Si no se burla de la justicia, ¿por qué, señor, no aprovechó el hecho de que Larsan estaba con usted, en este estrado, para acusarlo cara a cara? ¡Por lo menos podría haberle respondido!...

–¿Qué respuesta hubiera sido más completa que esta, señor presidente?... ¡No me responde! ¡No me responderá nunca! Acuso a Larsan de ser el asesino, ¡y él se escapa! ¿No le parece que esa es una respuesta?...

–No queremos creer, no creemos que Larsan, como usted dice, "se haya escapado"... ¿Cómo se habría escapado? No sabía que usted iba a acusarlo.

–Sí, señor, lo sabía, porque yo mismo se lo dije hace un rato...

–¡Hizo eso!... ¡Cree que Larsan es el asesino y le da los medios de huir!...

–Sí, señor presidente, hice eso... -replicó Rouletabille con orgullo. No soy parte de la justicia, no soy parte de la policía; soy un humilde periodista y mi oficio no es hacer detener a la gente. Sirvo a la verdad como quiero... Es mi oficio... Preserven, ustedes, a la sociedad como puedan, ese es el suyo... ¡Pero no seré yo quien entregue una cabeza al verdugo!... Si usted es justo, señor presidente -y lo es-, verá que tengo razón... ¿No le dije, hace un rato, "que comprendería que no podía pronunciar el nombre del asesino antes de las seis y media"? Había calculado que ese tiempo era necesario para advertir a Frédéric Larsan y permitirle tomar el tren de las 4 y 17 a París, donde sabría ponerse a resguardo... Una hora para llegar a París, una hora y cuarto para que pudiera hacer desaparecer todo rastro de su paso... Eso nos llevaba a las seis y media. No encontrará a Frédéric Larsan -declaró Rouletabille fijando los ojos en Robert Darzac. Es demasiado listo... Es un hombre que siempre se les escapó..., y que han perseguido durante largo tiempo y en vano... Si bien es menos hábil que yo -agregó Rouletabille, riéndose con ganas y solo, pues nadie tenía ganas de reír-, es más hábil que todas las policías de la tierra. Ese hombre, que, desde hace cuatro años, se introdujo en la Sûreté y se volvió célebre con el nombre de Frédéric Larsan, es célebre en un sentido distinto con otro nombre que conoce bien. ¡Frédéric Larsan, señor presidente, es Ballmeyer!

–¡Ballmeyer! – gritó el presidente.

–¡Ballmeyer! – dijo Robert Darzac, poniéndose de pie. ¡Ballmeyer!... ¡Entonces era verdad!

–¡Ah! ¡Ah! ¡Señor Darzac, ahora ya no cree que soy loco!...

¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! No se oía más que ese nombre en la sala. El presidente suspendió la audiencia.

*     *     *

Imagínense cuán turbulenta fue esta suspensión de la audiencia. El público tenía de qué ocuparse. ¡Ballmeyer! Encontraban, decididamente, asombroso al chiquilín. ¡Ballmeyer! Pero el rumor de su muerte había corrido hacía unas semanas. Entonces, Ballmeyer había escapado de la muerte como toda su vida lo había hecho de los gendarmes. ¿Es necesario que recuerde aquí las hazañas de Ballmeyer? Durante veinte años ocuparon la crónica judicial y la sección de policiales y, si algunos de mis lectores han podido olvidar el caso del "cuarto amarillo", el nombre de Ballmeyer sin duda no ha abandonado su memoria. Ballmeyer fue el prototipo perfecto de estafador del gran mundo; no había ningún caballero más caballero que él; no había prestidigitador más hábil con los dedos que él; no había “apache”
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, como se dice en la actualidad, más audaz y más terrible que él. Aceptado por la más alta sociedad, inscripto en los círculos más selectos, había robado el honor de las familias y el dinero de los ricachones con una maestría que nunca fue superada. En ciertas ocasiones difíciles, no había dudado en recurrir al cuchillo o al hueso de cordero. Por lo demás, nunca vacilaba y ninguna empresa estaba por encima de sus fuerzas. Una vez que cayó en manos de la justicia, se escapó, la mañana de su proceso, arrojando pimienta en los ojos de los guardias que lo conducían a la audiencia. Más tarde se supo que, el día de su huida, mientras los más finos sabuesos de la Sûreté le pisaban los talones, asistía tranquilamente, sin ningún maquillaje, a un estreno del Teatro Francés. A continuación, había abandonado Francia para trabajar en los Estados Unidos, y la policía de Ohio
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, un buen día, le había echado mano al bandido excepcional; pero al siguiente, volvió a escaparse... Ballmeyer... Haría falta un volumen para hablar aquí de Ballmeyer, ¡y ese hombre se había convertido en Frédéric Larsan!... ¡Y ese chiquilín de Rouletabille era quien lo había descubierto!... Y también él, ese mocoso, era quien, conociendo el pasado de Ballmeyer, le había permitido, una vez más, burlar a la sociedad, ofreciéndole el medio de escapar. En este último aspecto, no podía sino admirar a Rouletabille, pues sabía que su designio era servir hasta el final a Robert Darzac y a la señorita Stangerson, liberándolos del bandido sin que hablara. Todavía no nos habíamos recuperado de semejante revelación y ya oía que los más apresurados gritaban: "¡Admitiendo que el asesino sea Frédéric Larsan, eso no nos explica cómo salió del "cuarto amarillo"!...", cuando se reanudaba la audiencia.

*     *     *

Rouletabille fue llamado de inmediato al estrado y su interrogatorio, pues se trataba más de un interrogatorio que de una declaración, continuó.–Hace un momento nos dijo, señor -señaló el presidente-, que era imposible huir del costado del patio. Admito con usted, quiero admitir que, dado que Frédéric Larsan se encontraba asomado a la ventana, encima de ustedes, estuvo también en ese costado del patio; pero, para encontrarse en la ventana, le hubiera sido preciso abandonar ese costado del patio. ¡Entonces huyó! ¿Y cómo?

–Dije que no podría haber huido de manera normal... -dijo Rouletabille. ¡Es decir que huyó de manera anormal! Pues el costado del patio, también lo dije, no estaba más que casi cerrado, mientras que el "cuarto amarillo" lo estaba totalmente. Era posible trepar por el muro, cosa imposible en el "cuarto amarillo", saltar a la terraza y, desde ahí, mientras estábamos inclinados sobre el cadáver del guardabosque, penetrar en la terraza de la galería por la ventana que da justo abajo. Larsan no tenía sino que dar un paso para estar en su cuarto, abrir su ventana y hablarnos. Esto era un simple juego de niños para un acróbata de la fuerza de Ballmeyer. Y, señor presidente, he aquí la prueba de lo que digo.

En este punto, Rouletabille sacó del bolsillo de su chaqueta un paquetito que abrió y de donde sacó una clavija.

–Mire, señor presidente, aquí hay una clavija que se adapta perfectamente a un agujero que todavía se encuentra en el modillón derecho que sostiene la terraza en voladizo. Larsan, que preveía todo y pensaba en todos los medios de huida que rodeaban su cuarto (cosa necesaria cuando se juega su juego), había clavado de antemano esta clavija en el modillón. Un pie sobre la arqueta que está en la esquina del castillo, el otro sobre la clavija, una mano en la cornisa de la puerta del guardabosque, la otra en la terraza, y Frédéric Larsan desaparece en el aire...; con mucha facilidad, puesto que tiene piernas ágiles y, esa noche, no estaba dormido a causa de un narcótico, como quiso hacérnoslo creer. Habíamos cenado con él, señor presidente, y, en el momento en que se servía el postre, nos hizo la comedia de quien se cae de sueño, pues tenía necesidad de estar él también dormido, para que, al día siguiente, no nos asombráramos de que yo, Joseph Rouletabille, hubiera sido víctima de un narcótico al cenar con Larsan. Como habíamos corrido la misma suerte, las sospechas no lo alcanzaban para nada y se perdían por otros caminos. Pues, yo, señor presidente, yo fui profundamente adormecido por el propio Larsan..., y ¡cómo!... Si no me hubiera encontrado en ese triste estado, Larsan nunca se hubiera introducido en el cuarto de la señorita Stangerson esa noche, ¡y no habría sucedido la desgracia!...

Se oyó un gemido. Era el señor Darzac, que no había podido retener su dolorida queja...

–Comprenderá -agregó Rouletabille- que durmiendo junto a él como dormía, yo molestaba especialmente a Larsan aquella noche, pues sabía, o por lo menos podía sospechar, que esa noche yo velaría. Naturalmente, no podía creer por un segundo que yo sospechaba de él. Pero podía descubrirlo en el momento en que salía de su cuarto para entrar en el de la señorita Stangerson. Aquella noche, para penetrar allí, esperó a que me durmiera y que mi amigo Sainclair estuviera en mi propio cuarto, ocupado en despertarme. Diez minutos más tarde, la señorita Stangerson gritaba al borde de la muerte.

–¿Cómo llegó a sospechar, entonces, de Frédéric Larsan? – preguntó el presidente.

–El extremo correcto de mi razón me lo había indicado, señor presidente; yo también le tenía echado el ojo, pero es un hombre terriblemente hábil y no había previsto que me narcotizara. Sí, sí, el extremo correcto de mi razón me lo había mostrado. Pero me hacía falta una prueba palpable; como quien dijera: "¡verlo ante mis propios ojos después de verlo ante mi razón!".

–¿Qué entiende por el extremo correcto de su razón?

–Y, señor presidente, la razón tiene dos extremos: el bueno y el malo. Hay uno sobre el cual nos podemos apoyar con solidez: ese es el correcto. Se lo reconoce por que nada puede resquebrajarlo, haga lo que uno haga, diga lo que diga. A la mañana siguiente de la "galeria inexplicable", cuando me sentía como el último de los últimos miserables que no pueden servirse de su razón porque no saben por dónde empuñarla, estaba inclinado sobre la tierra y sobre las falaces huellas materiales; de pronto me levanté, apoyándome sobre el extremo correcto de mi razón, y subí a la galería.

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