La ciénaga
Sábado 31 de octubre.
Por fin llegó el día deseado para los tres amigos. La semana fue interminable. La ansiedad por ir a Belsité pudo más que la obligación de estudiar. Alberto prácticamente no prestó atención en ninguna de las clases que hubo esa semana. Cuando todo terminara tendría que repasar los apuntes y recuperar el tiempo perdido. Por su parte Andrés no quiso hablar del tema, él sí que era aplicado, había sido capaz de seguir las clases como si no pasara nada. Como si nunca fuesen a ir a Belsité. Y Juan hizo lo mismo. Frío. Imperturbable.
Era sábado treinta y uno de octubre. El reloj de la estación de tren marcaba las nueve cuarenta y cinco de la noche cuando los tres caminaban por el amplio y desierto andén. Sólo había una persona. Un mendigo tendido, debajo del termómetro, como único habitante del inhóspito apeadero. En tiempos hubo colas, en esa estación, para sacar billete, pero hoy en día, con la construcción de carreteras, la gente ya no usaba casi el tren; les parecía lento e incómodo y preferían utilizar sus propios vehículos para desplazarse. Más rápidos y no les obligaba a estar pendientes de horarios.
Las viejas ventanas de madera de la taquilla, donde se vendían los billetes, también habían cerrado sus compuertas. Ni siquiera el jefe de estación pululaba por el frío apeadero. El viento serpenteaba por las balizas y los bancos crujían sus maderos. La magia de la noche lo inundaba todo.
—¿Estáis seguros de querer hacerlo chicos? —preguntó Andrés con un tono poco tranquilizador y sin dejar de observar al indigente, mientras sacaban los billetes en la máquina expendedora.
—Después de lo que me ha costado convencer a mis padres para que me dejaran ir con vosotros no podemos echarnos atrás ahora. No creo que tenga otra oportunidad de ir —comentó Juan, más animado que ellos dos y con un ligero tartamudeo mientras sacaba las gafas de su funda y las limpiaba con un
klínex
.
—Pues bien, a las diez parte el tren hacia Guísar —notificó Alberto, erigiéndose en líder de esa expedición—. Nos montaremos en él…
—¿Y? —interrumpió Andrés— ¿Qué diremos si nos preguntan a dónde vamos?
—¿Nos preguntan? ¿Quién se va a interesar por lo que hacen tres adolescentes? —argumentó en favor del plan—. Además, no veis que no hay nadie por aquí a estas horas, sólo está él —dijo mientras señaló al pobre que dormía debajo del termómetro.
—Bueno, está bien, no nos dejemos llevar por el pánico —replicó Andrés—. No pasa nada. El único problema que se me ocurre es que nos vea algún amigo de nuestros padres y se lo cuente a ellos.
Apenas tuvieron tiempo de responder Alberto y Juan, Andrés se contestó a sí mismo.
—Llegado el caso pensarán que es una chiquillería. Sólo eso. No creo que le den la importancia que le damos nosotros.
—¡Mirad! Creo que no ha sido tan buena idea lo de ir a las pozas —expresó Juan temeroso y sudoroso como nunca lo había visto antes.
Parecía que de repente le había entrado el miedo. Antes lo veía claro, estaba decidido a subir a las charcas como fuera, y sin embargo, ahora era el más retraído y el que más inconvenientes ponía.
—En esta época del año son frecuentes las tormentas, creo que sería mejor dejarlo para el verano. ¿Qué pasará si pillamos una borrasca cuando estamos en el pantano? No sé si sabéis que allí arriba no hay pararrayos, como en la ciudad…
—¡Escuchad! —proclamó Alberto seguro de mí mismo e intentando infundir la misma confianza que él tenía a sus amigos—. Yo voy a subir a buscar el lodo mágico, sea como sea y si tenéis la intención de venir conmigo… ¡bien! ¿Que no queréis subir? ¡Bien también! Respecto a los rayos, Juan, ya sabes que las posibilidades de que te caiga uno encima son muy remotas. De todas formas la historia que nos contó Andrés puede que no sea del todo…
—¿Cierta? —interrumpió Andrés mosqueado por la charla que acababa de soltar Alberto—, ¿Piensas que la historia del lodo es una invención mía y que nunca llegó a ocurrir? ¿Es eso lo que querías decir?
—Pues mira Andrés…, ya que lo comentas…, tengo que mencionarte que me asaltan algunas dudas.
Mientras hablaban se divisaba la luz del tren al fondo del andén, con un destello tenue pero característico.
—¿Cómo es posible que sabiendo semejante historia no se te haya ocurrido nunca buscar el lodo mágico antes? —interrogó, intentando encajar algunas piezas que no concordaban en la historia del abuelo de Andrés.
—Mira Alberto —volvió a interrumpir Andrés antes de que su amigo pudiera seguir preguntando—, siempre hemos sido amigos y nunca te he mentido. El motivo de no haber intentado buscar el lodo mágico antes, ha sido por no traicionar la confianza de mi abuelo. Me contó una historia maravillosa y me dijo que no se la relatara a nadie. El hecho de buscarlo ahora, implica, en cierta manera, mancillar su recuerdo, al no haber guardado el secreto que tan celosamente me pidió custodiase. Lo hago más por vosotros que por mí. También, es justo decirlo, creo que es una buena causa restablecer la salud del profesor de historia don Luis.
—Sí Andrés, en eso estoy de acuerdo, y creo que Juan también está conmigo, la pregunta es, ¿vamos a subir a Belsité o no? —anunció antes de que el tren se detuviera completamente en el apeadero—. Ayer quedó la cosa clara y hoy parece que hay dudas. No me gustaría ir hasta allí con titubeos.
—Bien, la respuesta por mi parte es que sí —Andrés parecía que se había tranquilizado un poco y ya no estaba tan nervioso como hacía un rato—. Yo estoy dispuesto a ir a Belsité y seguro de que es lo correcto. ¿Y tú, Juan?
—¡Qué caray! Para eso hemos venido, ¿no? —confirmó Juan mientras hacía el gesto de colocarse las gafas bien y limpiarse el sudor de la frente con el dorso de la mano.
El tren se aproximaba a la estación lentamente, chirriando las ruedas de hierro y soltando chispas azules y amarillas que se estrellaban contra los tablones de madera que unían los raíles. Ni siquiera el jefe de estación salió al muelle para comprobar el estado del ferrocarril. Parecía un tren fantasma. No se observaba ningún conductor. No se oía ruido alguno. Aún así se abrieron las puertas que había justo delante de donde estaban ellos, como si alguien las hubiera accionado. Y a pesar del frío intenso que hacía en esa lúgubre estación, las espaldas de los tres se mojaron con un sudor helado. Alberto pensó que no era momento para desanimarse y hacer que con eso sus compañeros se echaran atrás. Ahora tenía que inyectar coraje en sus colegas y enardecer su espíritu aventurero para conseguir el ansiado lodo mágico.
—¿Qué hacemos con esto? —preguntó Juan, mientras señalaba la caja con los útiles de pesca y la caña de pescar que había dejado en el banco de madera que había al lado de la taquilla.
—¡Es verdad! —exclamó Andrés, que al igual que Alberto no había pensado más en los útiles de pesca—. No podemos subir con los aparejos hasta Belsité, nos molestarán para pedalear.
—Lo mejor —dijo para solucionar el pequeño problema— es dejarlos detrás de la estación, en el antiguo almacén de tabacos. Hace tiempo que no funciona y no creo que nadie mire en su interior, sólo hay porquería.
Andrés y Juan asintieron con la cabeza mientras cargaban sus utensilios de pesca y se disponían a trasladarlos a donde les había indicado Alberto. Él hizo lo mismo con los suyos. El tren no tardaría en salir hacia Guísar; aunque sabían de sobra que se detenía al menos diez minutos en esa estación, pero ignoraban el motivo de esa interrupción.
Dejaron las cañas de pescar y las cajas en el desusado barracón. Taparon sus cosas con una carcomida mesa de madera. Y regresaron rápidamente al andén.
—¡Venga chicos! ¡Arriba! —gritó Alberto con ímpetu, para dirimir cualquier atisbo de retraimiento— ¡Subamos al tren antes de que eche a andar sin nosotros!
Los tres se miraron como debían de hacerlo los corderos antes de entrar en el matadero. No era alentadora la situación que se respiraba en esa estación. No les extrañaba nada, ahora que la veían con claridad, que no subiera ningún viajero a esas horas hasta Guísar. Pero… ¿Por qué la empresa del ferrocarril mantenía un tren que no utilizaba nadie? No era momento de hacerse preguntas, era momento de actuar —reflexionó Alberto, contemplando a sus atemorizados amigos.
—¿Habéis visto? —voceó Andrés con voz temblorosa al mismo tiempo que subía su bicicleta al vagón.
—¿Ver, qué? —preguntaron los otros dos al mismo tiempo y sin soltar sus bicicletas que prácticamente estaban arriba del tren.
—¡Nada, nada! —respondió Andrés como si acabara de ver un fantasma y sin dejar de mirar hacia las escaleras de acceso al apeadero.— Me había parecido ver alguien en la entrada de la estación.
Se sentaron en uno de los vagones del centro. No viajaba nadie más que ellos. La cabina del conductor estaba vacía, por lo menos no se divisaba ninguna persona en su interior. Andrés miró hacia el andén antes de subir, como si quisiera ver alguien, como si quisiera ver algo.
—Alberto, ¿mira si hay conductor? —le dijo Andrés, riéndose de la situación tan extravagante que estaban pasando.
Hizo un ademán con la mano para que se acercara a la cabina del tren.
—Míralo tú Andrés que a mí me da la risa —le contestó.
El comentario jocoso entre ellos dos hizo que se distendiera el ambiente y se encontraran más relajados. Aún así, no dejaba de inquietarles el hecho de que el ferrocarril parecía que andaba solo.
Era un tren antiguo, de los que casi no se veían ahora. La locomotora Diesel. Tenía cuatro vagones de madera con asientos del mismo material y prácticamente sin decoración. El padre de Alberto le dijo en una ocasión que hace años llevaba hasta seis vagones y que se tenían que quedar viajeros sin subir, por la cantidad de pasajeros que usaban esa línea. Actualmente casi nadie la empleaba, pero la compañía del ferrocarril se veía en la obligación de mantenerla al no haber alternativa pública.
—Debe ser un tren japonés, el telediario dice que no necesitan conductor —comentó Alberto mientras intentaba ver a través de la empañada ventana para saber por donde circulaban y comprobar si habían salido ya de Osca.
—Sí, sí, japonés, como la estación, que tampoco había nadie —respondió Juan más animado e intentando quitar hierro a la situación, bastante tensa de por sí.
Los tres se volvieron a reír, pero esa vez de miedo.
La velocidad del convoy empezó a subir. Cada vez más rápido. Salió de la población y se adentró en la zona de los túneles. Un recorrido hasta el siguiente destino a través de unas grutas que pasaban por el interior de las montañas.
—¿Cuántas paradas hay hasta Guísar? —preguntó Andrés, extrayendo un trozo de regaliz del bolsillo pequeño de su mochila.
—Creo que ninguna, Guísar es el destino final —dijo Alberto; aunque no estaba seguro de su respuesta, pero quiso transmitir confianza a sus asustados amigos—. Supongo que este tren dormirá allí hasta mañana a primera hora, que volverá a Osca. Me parece que no hay trayecto más arriba del pantano.
—Pues vuelvo a plantear la pregunta de antes —dijo Juan—. Si no hay viajeros y sólo una parada… ¿Por qué la compañía mantiene esta línea?
—Mira, no te preocupes tanto, igual ha coincido que hoy no viaja nadie y es posible que otro día vaya lleno —contestó Alberto en tono conciliador para no exasperar los ánimos.
—Sí, de japoneses, —replicó Andrés sin dejar de desmenuzar un trozo de regaliz.
Los tres se volvieron a reír por el comentario de Andrés y por la cara que había puesto mientras lo dijo. Entretanto Alberto comprobó si llevaba suficientes pilas para las linternas de las bicicletas. No sería buena cosa quedarse sin iluminación en el trayecto hasta los barrizales de Belsité. Desde luego que no…
La estación del tren
Domingo 01 de noviembre.
Ya eran las dos en punto de la madrugada cuando el tren fantasma se detuvo en la estación de Guísar. Al igual que la de Osca, se hallaba vacía. No había nadie: ni el jefe de estación, ni pasajeros, ni siquiera vagabundos.
Bajaron las bicicletas del tren y los macutos. Se pusieron las chaquetas, debía haber un par de grados menos de temperatura que en Osca. Se colocaron las mochilas a la espalda y encendieron las linternas de las bicicletas.
Sin tiempo que perder iniciaron la marcha hacia Belsité, apenas había unos quince kilómetros. Pero de noche, con el frío y el canguelo que tenían, llegaron a creer que había más. Optaron circular por la carretera comarcal, a esas horas no había coches, de hecho, no había nada. No había nadie.
Avanzaron rápidamente. Concentrados en la carretera. No miraron atrás. En un par de horas llegarían a Belsité. El miedo pone alas al que huye, dice un refrán popular. Estaban tan asustados que pedaleaban por encima de sus fuerzas.
—¿Ahora qué? —preguntó Alberto a Andrés, parados delante de un enorme túnel, sin iluminación, con un camino de tierra a la derecha.
—Es el subterráneo de la Limonera. Mi abuelo me contó que no se debe entrar en él, hay que tomar el camino de tierra —respondió mientras oteaba el horizonte.
—¿Qué hay que tomar el camino o que no? No te oigo bien —dijo Alberto.
—El camino —repitió Andrés.
—¿La pista de tierra?
—Sí, es esa —contestó con voz segura.
—Menos mal —comentó Juan mientras bebía agua de la cantimplora—. Me da miedo pensar en cruzar esa cueva. No me hace ni pizca de gracia eso de que no se vea lo que hay dentro y que no se vea el final del agujero.