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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (15 page)

BOOK: El lodo mágico
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La llave de oro

Martes 10 de noviembre.

Lo hallaron por la tarde, en el andén. Debajo del reloj, sentado en uno de los bancos de madera. Le explicaron que la caja estaba en su poder, pero que tenía un enorme cerrojo y que era imposible de abrir sin romperlo.

—¿Cómo conseguimos la llave? —le preguntó Alberto a don Pablo mientras se desperezaba en el asiento.

—Eso si que es un problema —respondió el jefe de estación, compungido—. Solamente hay una persona en todo el mundo que sabe donde está la llave del cofre de bronce.

—¿Qué? —exclamó Andrés—, ¡No nos dijo nada de eso antes de marchar hacía Ávila!

—No pensé que fuerais capaces de encontrar el cofre. La verdad —alegó como defensa a la acusación de Andrés—. Pero si forzáis la caja, el efecto de la rana será del todo inocuo. Su poder sólo es efectivo al abrir la caja con la llave de oro correspondiente. Y la singular forma de encontrarla es pedírsela a quien la fabricó. Él os dirá donde la podéis hallar.

—¿Llave de oro? —preguntaron los tres a la vez.

—¿Y cómo sabremos dónde está esa persona? —interrogó Juan con aspecto desanimado y tartamudeando levemente.

—Pues es sencillo y a la vez complicado —replicó el jefe de estación—. El fabricante tiene la característica de llevar un reloj de veinticuatro horas, es rarísimo, pero él, no sé por qué, porta uno. Aparte de eso, no sé de ninguna pista más que os pueda ayudar. Ignoro incluso el lugar donde para ese hombre. Siento no poder hacer nada más por vosotros.

—Sin querer ha hecho mucho —replicó Andrés—. Porque ya sabemos a quién se refiere. Conocemos a esa persona. Precisamente hicimos un amigo en Ávila que lleva un reloj así.

—¡Vaya! —profirió el anciano jefe de estación—. Me alegro de que mi pista os haya conducido hasta el fabricante del cofre. Aunque no deja de ser curioso que en la última semana hayáis conocido al único hombre en el mundo capaz de deciros donde está la llave de oro. Es como si algún ser muy poderoso os estuviera ayudando en vuestra búsqueda.

Dejaron a don Pablo en el banco de la estación y se fueron hasta la dehesa de Osca. Desde una de las cabinas telefónicas, que hay en el parque, llamarían a Pedro, por fortuna intercambiaron teléfonos antes de salir de Ávila. Estaban convencidos de que en caso de saber el paradero de la llave de oro, lo diría sin dilación.

Cerca del río, donde campan los patos a sus anchas, introdujo Alberto unas monedas en la cabina y llamó a Pedro. Él era el hombre del reloj de veinticuatro horas. Él era el fabricante de la caja de estaño portadora de la rana. Por eso los llevó hasta la ermita de San Miguel y los dejó a solas durante una hora en el pueblo de La Hermana de Dios. Sabía lo que los tres amigos iban a buscar y no hizo otra cosa que ayudarles.

—Sí —contestó desde el otro lado del teléfono—. ¿Quién es?

—Pedro, soy Alberto de Osca. ¿Cómo estás? —le dijo mientras Juan y Andrés lo miraban expectantes.

—Esperaba tu llamada, pero no tan pronto. Habéis ido deprisa —respondió como si supiera todo lo que habían estado haciendo.

—¿Mi llamada? —respondió Alberto extrañado por la adivinación de Pedro, al mismo tiempo que hizo el gesto de encoger los hombros a sus compañeros.

—Sí, desde que te acompañé a ti y a tus amigos hasta La Hermana de Dios, supe lo que ibais a buscar. Imaginaba que queríais encontrar la rana alada de bronce, para petrificar algún duende. No comenté nada, porque pensé que si necesitabais la llave ya os arreglarías para encontrarla y acabaríais llegando hasta mí.

—Entonces…, fuiste tú el que fabrico la rana alada —afirmó Alberto.

—No, yo fui el que construyó el cofre que la contiene —se excusó Pedro—. La rana de bronce es mucho más antigua, data de principios de la edad media. No se sabe quien fue el que la fabricó, pero la última pista se pierde en el siglo trece de nuestra era. Creo que se encontró en las inmediaciones del castillo de Caravaca de la Cruz.

—Bueno, al grano, ya sabes para que te he llamado… ¿verdad? —dijo Alberto seguro de que el profesor de Ávila no era hombre de rodeos.

—Ya, pero tenéis que tener cuidado con jugar con fuerzas ocultas —advirtió—. No sé quien fabricó esa rana ni los motivos que le impulsaron a ello, pero todo aquel objeto que tenga poder para inmovilizar a un duende, y máxime si es un Menuto, debe tratarse con cautela. Posiblemente fue uno de ellos quien la fabricó para protegerse de otro más poderoso. La rana estuvo vagando durante siglos. Seguramente, no lo sé del todo, se instituyó algún tipo de Orden mística que se encargaba de su custodia hasta que alguien, un alquimista, dijo que el poder de la rana de bronce se podría contener en un cofre de estaño. A mí me lo encargaron. Me dijeron que hiciera un cofre lo suficientemente hermético y estanco para que nada, ni el aire, ni la luz, pudiesen penetrar en él. Trabajé durante meses en él y finalmente, cuando lo terminé, lo entregué a quien me pidió que lo fabricara.

Alberto enmudeció unos segundos esperando a que Pedro terminara de hablar. Y justo cuando le iba a preguntar de nuevo donde estaba la llave, dijo:

—El cofre lo entregué en Murcia…

—¿Quieres decir que es allí donde está?

—Así es, la llave la tienes que buscar en Murcia, concretamente en Caravaca de la Cruz, allí es donde la escondí.

—¿Qué? —replicó Alberto incrédulo— ¿Por qué en Caravaca?

—Porque fue allí donde apareció la rana y es allí donde pensé debía estar la llave. Nunca creí que se separaran la caja y la forma de abrirla, las circunstancias hicieron que el cofre fuese a parar hasta La Hermana de Dios, pero en teoría debería estar aún en Murcia, cerca de la llave.

—Está bien Pedro… ¿En qué lugar la pusiste? —preguntó Alberto intentando tranquilizarse.

El chico pensó que no habían llegado hasta allí, él y sus dos amigos, para ahora quedarse sin el lodo mágico por una llave.

—Sé que te vas a reír, amigo Alberto, pero la llave está en el interior de un restaurante de la localidad de Caravaca de la Cruz. La introduje el día que fui a entregar el cofre. No pensé que fuese a necesitarla nunca. No recuerdo en que restaurante, pero era un inodoro antiguo, de esos de cadena, por lo que la búsqueda se reduce bastante, ¿no?

—El problema no es ese Pedro —razonó Alberto mientras le chirriaban los dientes de los nervios—, la dificultad radica en que no veo la forma de llegar hasta Murcia, ¿sabes? Somos estudiantes de quince años, tenemos padres, colegio, amistades y carencias económicas. Tuvimos un golpe de suerte al poder viajar hasta Ávila y conocerte a ti, una persona formidable —lo halagó justamente—. Pero no encuentro la forma de ir hasta Caravaca de la Cruz y buscar la llave de oro que tiene que abrir el cofre. Eso es, suponiendo que aún siga en el váter. Puede ser que el restaurante que mencionas no exista, o que hayan cambiado el retrete o incluso que alguien haya encontrado la llave y la tenga en su casa guardada como una reliquia. ¿Entiendes? ¿No hiciste una copia de esa llave?

—No, es única. Consideré el hacer un duplicado de bronce, pero me arrepentí y sólo existe la llave de oro original para abrir el cofre. Los que me encargaron el cofre me dieron a entender que nunca se debía abrir. Nunca… ¿entiendes Alberto?

La conversación telefónica con Pedro no le estaba ayudando demasiado. Alberto sabía que sólo había una llave, que ésta era de oro y que estaba en algún retrete de un restaurante de la localidad murciana de Caravaca de la Cruz. El problema era, ¿cómo ir hasta allí? Estaban hablando de casi mil kilómetros.

Juan y Andrés no dejaban de mirar a Alberto, esperando que les explicara el contenido de la conversación telefónica con Pedro.

—Bueno, gracias por todo Pedro —se despidió de él—. Has sido de gran ayuda. Conservo tu teléfono y te volveré a llamar algún día.

—Una cosa Alberto, antes de colgar… ¿qué es eso del lodo mágico que has mencionado antes? —preguntó Pedro inquieto sin saber nada del asunto.

—Es un lodo que hay en el pantano de Belsité, queremos conseguirlo para ayudar a un amigo —le explicó en pocas palabras—. Por eso necesitamos la rana con alas de bronce, para petrificar a un duende que tiene una pipa de madera de brezo que necesitamos para hacer que funcione el conjuro del barro.

—Bueno, que tengáis suerte tú y tus amigos, no entiendo nada de lo que me has explicado, pero tened cuidado con los duendes, no hay que fiarse de ellos.

—Gracias por todo Pedro, has sido de gran ayuda para nosotros —le dijo en tono melancólico.

—Gracias a ti Alberto, saluda a tus amigos de mi parte. Una última cosa antes de despedirnos…

—Díme.

—Sobre todo no fuerces el cofre. Hay que abrirlo con la llave. El que rompa el candado se petrificará de por vida. ¡Para siempre! Es importante no violentar el cerrojo bajo ningún concepto.

—Así lo haré Pedro. Descuida y gracias por tus valiosos consejos —le aseguró Alberto mientras colgaba el auricular.

Al chico le quedaron un sinfín de preguntas en el tintero. Preguntas que le tendría que haber hecho a Pedro acerca de quién o quienes le encargaron la fabricación del cofre. Quizá eran magos antiguos, recluidos, alquimistas que conocían los entresijos de los conjuros más malévolos o más malignos. Gentes que sabían de la existencia de los Menutos y de los fantasmas. Para los tres amigos, desde luego, era un mundo desconocido. Aún ahora, después de todo lo que habían visto, les seguía pareciendo increíble la historia del lodo mágico. De hecho, seguían sin haber visto ningún hecho milagroso, pues la cura de la pierna de Juan pudo deberse a una sanación espontánea. Habían oído hablar mucho de ello, de heridas que dejaban de sangrar y cicatrizaban en minutos, quizá porque no fueron tan graves como en un principio se pensó. En cualquier caso estaban dispuestos a llegar hasta el final.

—Habéis oído todo, ¿verdad? —le dijo Alberto a Juan y Andrés, que lo miraban con aspecto desanimado.

—Sí, te hemos escuchado —manifestó Juan mientras se quitaba las gafas y se frotaba los ojos.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Andrés que les tenía acostumbrados a solucionar problemas en vez de plantearlos.

—Pues lo que no tenemos que hacer es venirnos abajo, no hemos llegado hasta aquí para dejarlo ahora. Murcia está a casi mil kilómetros de aquí, por lo que en dos días se va y se vuelve en tren. No hace falta que vayamos los tres, con que lo haga uno es suficiente.

—¿Y quién irá? —preguntó asustado Juan, tartamudeando ligeramente y delatando su nerviosismo.

—No debéis preocuparos ninguno de los dos, iré yo —dijo Alberto seguro de si mismo y pareciendo el más interesado en llevar la misión a cabo.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —volvió a interpelar Juan poco convencido de la decisión de su amigo.

—Sencillo —dijo—. Saldré de Osca el viernes por la noche, para lo cual me tendréis que cubrir uno de los dos, afirmando si se os pregunta, que estoy en casa de uno de vosotros, el que sea, ya nos pondremos de acuerdo. Para ello utilizaremos la excusa de los exámenes. Llegaré a Murcia de madrugada, dormiré en el viaje, que por cierto será en tren. Tengo todo el sábado para buscar por todos los restaurantes de Caravaca de la Cruz la llave de oro. Esa misma noche saldré de vuelta para casa y llegaré el domingo por la mañana. ¿Qué os parece?

—Me parece que has perdido el norte Alberto —dijo Andrés.

—A mí no me parece mal plan —replicó Juan.

—¿Entonces? —preguntó Alberto.

Juan y Andrés se miraron igual que lo hacían los actores de las películas cómicas cuando ocurría un absurdo. Poco a poco su rostro fue cambiando. Empezaron a sonreír y Juan dijo:

—Ok, costearemos el viaje entre los tres, a mí me parece buena idea.

A lo que Andrés asintió con la cabeza.

Los tres cruzaron las manos al estilo de los Tres Mosqueteros en las películas y dijeron en voz alta: "Todos para una y uno para todos".

Se dirigieron hacia la estación de Osca para sacar el billete de tren del viernes por la noche. No había tiempo que perder. Le pidieron al jefe de estación, una vez le explicaron los avances en la localización de la llave de oro, que no dijera nada a nadie si le preguntaban por ellos y en especial por Alberto.

«No interesa que nuestros padres o alguien del pueblo sepa lo de mi viaje», dijo Alberto con semblante serio.

El jefe de estación asintió y al mismo tiempo les animó a que no se echaran atrás ahora que estaban tan cerca.

Alberto se fue a dormir pronto esa noche, ya que al día siguiente tenía colegio y estaba muy cansado del trajín de estos días. Antes de conciliar el sueño reflexionó sobre lo acontecido en los últimos días y en la serie de coincidencias que habían ocurrido. «Que casualidad que cuando necesitaban ir a Ávila surgiera el viaje del colegio», pensó mientras se acomodaba en la cama y buscaba la mejor posición para dormir. Que fortuito el encuentro con don Pablo, el jefe de estación y sus explicaciones en todo lo concerniente a inmovilizar al Menuto con la rana alada de bronce. Que suerte que les dijera el lugar exacto donde encontrarla. Proverbial también, el conocer a Pedro, el profesor de Ávila, y que les dijera donde encontrar la llave de oro para abrir el cofre que él mismo construyó y que guardó en un bar de Caravaca de la Cruz, en Murcia. «Demasiadas casualidades», se dijo Alberto, antes de quedarse dormido.

—15—

La rana con alas

Viernes 13 de noviembre.

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