¿Qué si me encargaré? No creo que hablemos de otra cosa esta tarde. Nos veremos en el río, como siempre, y planificaremos el viaje. Era proverbial la forma en que había surgido la expedición hasta Ávila. Alberto pensó que por una vez tenían suerte.
Quedaron como siempre, en la dehesa. Estuvieron toda la tarde hablando del tema. Juan y Andrés comprendieron al fin por qué Alberto estaba tan nervioso esa mañana y por qué no paró de dar vueltas delante del despacho de la directora. No pararon de componer cábalas y conjeturas sobre cómo encontrar la rana con alas. Sobre la fascinante odisea que les esperaba. Tuvieron que hablar de pie pues los nervios les impedían sentarse. Juan sudaba como nunca y apenas podían entender lo que decía. Andrés no paraba de masticar regaliz y se comieron cinco bolsas entre los tres. Esa noche ninguno pudo dormir de los nervios.
Les parecía increíble la forma tan proverbial que tuvieron de poder ir a Ávila, eso teniendo en cuenta que había cerca de setenta mil poblaciones en todo el territorio nacional. Estadísticamente eran ínfimas las posibilidades de que les tocara un viaje a una ciudad en la que estaban interesados. Tenían la sensación de que en todo eso que les ocurría últimamente, había una mano amiga que interfería por ellos. El hecho de que la directora del colegio les ofreciera la posibilidad de viajar a Ávila, justamente cuando querían ir allí a buscar la rana con alas, les parecía demasiada casualidad para que solamente hubiese intervenido el azar. Alguien les estaba ayudando.
Jueves 05 de noviembre
A la mañana siguiente se presentaron los tres amigos en el despacho de la directora. Llegaron incluso antes que ella. Esperaron en la puerta unos interminables minutos. Algunos alumnos pasaban por delante y les miraban con recelo. «Algo traman estos tres», pensaron.
Alberto, Juan y Andrés estaban ansiosos por saber las condiciones del viaje y qué día partirían.
—¿Qué tal, muchachos? —saludó la señorita Luisa.
La directora abrió la puerta de su despacho con llave y la cerró después de que entraran los tres. Colgó la chaqueta en un perchero que había al lado del sillón.
—Vamos al grano que no dispongo de mucho tiempo. Partiréis mañana a primera hora, es decir, a las seis de la mañana os llevará un taxi hasta el aeropuerto de la capital, el avión sale a las ocho. Tardaréis en llegar a Madrid una hora aproximadamente, donde os recogerá un coche que os conducirá hasta Ávila. Allí os estará esperando un profesor del colegio Santa Ágata, él os acompañará hasta la escuela donde dormiréis los tres días que durará la exposición. Dentro de una hora, más o menos, pasad por la oficina del bedel, que os tendrá preparados los billetes de avión, también os dará una cantidad de dinero en metálico para costear los gastos del taxi y la manutención; aunque el alojamiento de Ávila está pagado por la Diputación. Y sobre todo, coged ropa de abrigo; el clima de allí es mucho más frío que el de aquí. ¿Alguna pregunta?
Ninguna. Los tres amigos salieron del despacho escopeteados. El colegio les dio fiesta durante el resto de la jornada. Los tres contaron a sus respectivos padres el viaje que les esperaba durante el fin de semana. La madre de Juan no se opuso a una excursión con tintes didácticos y que patrocinaba la Diputación local. Al contrario, la señora estaba encantada de que su hijo participara en semejante evento y que fuera uno de los elegidos para representar al colegio.
Alberto estuvo toda la tarde preparando el equipaje. Para el chico era importante no dejarse nada que pudiera necesitar durante los días que estuviera de viaje. Preparó la maleta y revisó lo que había metido en ella varias veces, hasta estar seguro de que no se olvidaba nada. Cada vez que se acordaba de alguna cosa, llamaba a Juan o Andrés y se lo decía, ellos hacían lo mismo con él; se estuvieron llamando toda la tarde.
«Oye Juan no te olvides el cepillo de dientes», le decía Alberto. Y él le respondía, «sobre todo coge camisetas de punto para el frío».
Los tres repasaron la lista varias veces y dada las limitaciones de las maletas, en alguna ocasión alguno quitaba calcetines y añadía calzoncillos. Otras veces sacaban un pantalón y metían un jersey. Al final dejaron sus maletas llenas de ropa y pensaron que si se olvidaban algo, lo podían comprar en Ávila.
Viernes 06 de noviembre
A las seis de la mañana se encontraban los tres en la estación de autobuses de Osca, donde les esperaba un taxi para llevarles, como dijo la directora del colegio, hasta la capital. Cuando llegaron el taxista ya se encontraba allí. Cogió las maletas que portaban y las introdujo en el maletero del coche.
—Buenos días chavales. ¿Sois los del viaje a Ávila? —preguntó mientras le daba vueltas a un palillo que tenía en la boca.
—Sí, somos nosotros —respondió Andrés sacando del bolsillo de su chaqueta los billetes del avión.
—No, a mí no me los tienes que dar —manifestó el taxista que ya había acabado de meter los paquetes en el coche—. Los billetes os los pedirán en el avión. Tranquilos que aún queda una hora hasta llegar al aeropuerto —dijo al ver a los chicos algo inquietos.
En poco más de una hora se presentaron en el aeropuerto. Tomaron un refresco en el bar y se dirigieron hasta el embarque, no sin antes facturar el equipaje. Alberto portaba un permiso del colegio que les autorizaba a viajar solos, ya que al ser menores no podían hacerlo a no ser que les acompañara un adulto, pero la carta firmada del colegio era autorización suficiente.
Durante los cincuenta minutos que estuvieron en el avión apenas hablaron. Juan aceptó un zumo de naranja de una guapa azafata y Andrés hizo lo mismo con un batido de chocolate. Alberto estaba demasiado nervioso para tomar nada.
Llegaron al aeropuerto de Madrid, puntuales. Allí les esperaba otro taxi, que los llevó hasta Ávila. Una hora más de trayecto. El taxista apenas hablaba, sólo escuchaba una emisora de flamenco durante todo el recorrido.
A las once de la mañana estaban los tres amigos en la Plaza de Santa Teresa de Ávila. Se bajaron del taxi y vieron como el coche se marchaba por una de las callejuelas. Esperaron sentados en un banco de piedra de la plaza. Cansados pero contentos. Mientras hacían tiempo a que alguien del colegio de Ávila viniera a buscarlos, sacaron unos bocadillos de sus mochilas y se dispusieron a comer.
No habían pasado ni diez minutos cuando un señor de unos cuarenta años, moreno, delgado, bien vestido; con traje y corbata, con un peinado impecable y bastante atractivo, se acercó hasta donde estaban sentados.
—Buenos días. ¿Sois los chicos de Osca? —preguntó mientras hacía un gesto señalando las maletas de los chicos.
—Sí, —respondió Alberto— ¿Es usted el profesor del colegio Santa Ágata de Ávila?
—Así es, me podéis llamar Pedro —respondió mientras les indicaba con la mano para que recogieran el equipaje y le siguieran.
Metieron las maletas en un coche que tenía aparcado, el tal Pedro, en la misma plaza. Se subieron en él. El profesor del colegio Santa Ágata de Ávila parecía buena persona. Era un hombre educado y que transmitía buenas vibraciones. Les pidió por favor que le tutearan, les dijo que el trato de "usted" le hacía más mayor de lo que era, y no le gustaba nada.
Durante el trayecto hasta la escuela, donde pasarían las noches que se quedarían allí, Pedro se esforzaba por hacer que los chicos se sintieran cómodos. Estuvieron charlando sobre la exposición que se iba a celebrar en esa monumental ciudad; aunque lo que realmente les preocupaba a ellos era encontrar la rana con alas de bronce, así que no tardaron en enfocar la conversación hacia el tema que realmente les interesaba.
—¿Hay por aquí un pueblo que se llama La Hermana de Dios? —preguntó Alberto con un tono distraído, como si no tuviera un gran interés en la respuesta.
—Sí, no está muy lejos de aquí —respondió Pedro mientras conducía y sin dejar de mirar la carretera— ¿Por qué?
—Por curiosidad —dijo Alberto— había oído hablar de él y me chocó el nombre del pueblo.
—Sí, es muy curioso —relató Pedro—. La villa original no se llamaba así, estaba construida más arriba, donde está la ermita, pero trasladaron el pueblo al lado de la carretera, donde estaba la antigua posada. Allí, el mesonero era conocido como "Dios", y su hermana "La Hermana de Dios", por ese motivo, cuando se estableció el pueblo nuevo, se le llamó de esa forma. No tiene muchos habitantes, pero es una comarca muy bonita, si queréis, un día que no tengáis nada que hacer, os acerco un momento y lo visitáis. ¿Qué os parece?
—Nos parece estupendo Pedro —exclamaron los tres a la vez.
—¡Ya estamos en el colegio! —señaló mientras hacía la maniobra de aparcamiento para entrar el coche en un garaje—. Ya os ayudo a descargar vuestras maletas. Dejadlas en la habitación y cuando hayáis comido os pasaré a buscar para enseñaros un poco la ciudad. ¿Es la primera vez que venís a Ávila?
Asintieron los tres con la cabeza mientras descargaban el equipaje y se encaminaban hacia la entrada de la escuela. Al bajar del coche Alberto se fijó en el reloj de Pedro, era muy curioso, le había dado la sensación de que tenía veinticuatro horas, en vez de las doce habituales. Le pareció original y extravagante.
La habitación de la escuela era preciosa, con toques antiguos y decorada de forma sencilla, pero práctica. Había tres camas individuales, tres armarios y tres escritorios. El cuarto de baño era también enorme y disponía de bañera, toallas y jabón. Se parecía más a la habitación de un hotel que a la de un colegio.
Los chicos estaban ansiosos por comer y recorrer la ciudad de la mano de Pedro, pero lo que más querían era llegar a La Hermana de Dios y encontrar la rana con alas; objetivo oficioso de este viaje, el oficial era la exposición cultural.
El comedor estaba lleno de alumnos venidos de todas partes del territorio nacional. Estaban sentados por grupos y eran de diversas edades. El murmullo era ensordecedor, todos hablaban en voz alta. La comida era muy buena, tipo bufé. Una ingente cantidad de platos fríos y calientes para que los comensales escogieran lo que quisieran.
Cuando casi habían acabado de comer, se personó Pedro en la mesa donde estaban ellos, vestido con un traje más informal que con el que les había venido a buscar a la Plaza Santa Teresa, pero igual de elegante.
—¿Habéis comido bien? —preguntó, mientras se colocaba bien el nudo de la corbata a rayas, dejando ver su flamante y reluciente reloj de veinticuatro horas.
—Sí —respondieron los tres a la vez—. La comida es muy buena —afirmó Alberto sin dejar de mirar el extraño reloj que portaba el guía.
—¿Te gusta el reloj, eh? —preguntó Pedro, al darse cuenta de que el chico no dejaba de fijarse en él.
—Sí —asintió—. Es muy curioso, nunca había visto uno igual.
—Es ruso —admitió Pedro mientras se remangaba la camisa para mostrarlo—. Es un
Paketa
, una rareza única. Está fabricado en Ucrania, tiene bisel interior giratorio con nombres de ciudades de Rusia y otros países para ver la diferencia horaria y mecanismo antichoque con movimiento de carga manual. La esfera es ligeramente más grande que un reloj convencional, para que quepan las veinticuatro rayas de las horas.
—Nunca había visto uno igual —manifestó Juan mirando asombrado el extraño reloj de pulsera—, siempre he visto los típicos de doce horas. No sabía ni que existiera uno como el tuyo.
—Éste es una pieza única, como ya os he dicho —explicó Pedro sin dejar de tocar la esfera del increíble reloj—. Me lo trajo un buen amigo desde Rusia, de la ciudad de Novosibirsk. Lo conservo como una reliquia, a pesar de no ser muy puntual y tener que estar dándole cuerda diariamente.
Pedro les llevó por la tarde a visitar la monumental Ávila. Subieron a la muralla, en excelente estado de conservación. Entraron en los conventos de Santa Teresa, las Carmelitas descalzas y el monasterio de Santo Tomás, entre otros. Visitaron las Casas de Diego de Bracamonte, de Juan de Henao y del Conde de Polentinos.
Pedro les explicó la historia del Rey niño de Ávila.
—Cuenta que estando casados Alfonso I de Aragón con Doña Urraca de Castilla, el mal trato que recibieron ella y su hijo, hizo que ésta abandonara a su marido y se refugiara en su tierra natal. El monarca aragonés, deseoso del título de rey Castellano, aspiraba a que el niño desapareciera, por eso los persiguió y acosó para quedarse con el príncipe. Llegado hasta Ávila el rumor de que se escondían cerca de la ciudad, el alcalde de la localidad mandó emisarios en busca de Doña Urraca y su hijo para que los escoltasen hasta la villa amurallada y así protegerlos del Rey de Aragón, lo cual se logró. Al tiempo, llegó hasta ella el Rey con un fuerte ejército, solicitando que le fuera entregado el niño. Tras las negativas de los defensores, los aragoneses difundieron el bulo de que los que tenían al heredero lo querían matar para que reinara otro en su lugar. La mentira no llegó a creerse y el asedio continuó. Pasaba el tiempo y Alfonso I no conseguía su objetivo. Sus tropas, acampadas a las afueras de la ciudad, se impacientaban. El Rey acordó con los soldados de la fortificación que le enseñaran al niño desde lo alto de una de las torres para saber si seguía vivo. Para asegurar que cuando se aproximase a la muralla no fuese atacado, los de Ávila tendrían que dejar a sesenta de sus caballeros, todos hijos de los nobles, en calidad de rehenes, en su campamento. Los hidalgos accedieron. El Rey, vio al niño y pidió que se lo dieran. Al negárselo, mandó a sus hombres que hirvieran vivos a los sesenta caballeros retenidos. Desde entonces el lugar donde ocurrió la matanza es conocido como las
hervencias
.