—¿Por qué no vamos a Belsité y localizamos la poza mágica? —dijo—. No creo que sea tan difícil de encontrar y más teniendo en cuenta la suerte de detalles acerca del lugar donde se cayó tu abuelo…
Andrés y Juan lo observaron entonces con ironía.
—¿Cómo sabremos cuál es? Hay una cantidad inmensa de charcas —impugnó Juan.
—Y de rocas blancas —reafirmó Andrés.
Los dos parecían dispuestos a hacerle desistir de su idea.
—Nos podríamos hacer un corte en una mano, por ejemplo, un rasguño en un dedo, e ir metiéndolo en todos los charcos de piedras grandes y blancas, piedras donde se pueda sentar la gente. Al encontrar la poza buena, la que sanó a tu abuelo, se nos curará la herida enseguida —manifestó Alberto, sin mucha seguridad en lo que decía.
Andrés sonrió y Juan percibió cierta inseguridad en las palabras de Alberto.
—Vale, vale, ha sido mala idea el contaros esa historia —lamentó Andrés, arrepentido por hacerlos participe del legado de su abuelo—. Pero en caso de encontrar la charca con el lodo mágico, ¿qué haremos? ¿para qué queremos el lodo? Pensad que hay que tener bien claro los objetivos de tan descabellada idea. Mi abuelo, que era una persona increíblemente inteligente, desechó la idea de utilizar el lodo. Prefirió ocultar su existencia y el lugar donde lo encontró.
—No sé, lo primero sería acertar con el sitio, luego, ya veremos… —afirmó—. ¿No os devora la curiosidad por dentro de saber si existe el lodo y el poder experimentar sus propiedades mágicas?
—La curiosidad mató al gato —vaticinó Juan.
—Sí, pero sin la curiosidad, sin la inquietud, nunca se hubiera conseguido nada —argumentó Alberto—. Recordad que los grandes avances de la humanidad han sido siempre fruto de hombres y mujeres intranquilos, preocupados por algo y fue esa quemazón interior la que les empujó a seguir adelante y a buscar respuestas. El ser humano avanza porque busca respuestas a preguntas previamente formuladas.
—¿Y tenemos esas preguntas? —dudó Andrés.
—Claro que sí —rebatió Alberto—, lo primero es saber si realmente existe el lodo mágico, ¿o acaso no tienes la imperiosa necesidad de comprobar la veracidad de la historia de tu abuelo? —le dijo desafiándolo con la mirada.
—No hace falta, ya sé que es cierta —replicó Andrés.
—Sí, algo en tu interior te empuja irremisiblemente a creer lo que tu abuelo te contó, pero en el fondo de tu ser hay una duda, una duda inquietante y normal a la inteligencia humana y es creer algo que no hemos visto. El ser humano necesita ver para creer, por eso las religiones plantean tantas dudas.
—Para eso está la fe —avaló Juan.
—Es cierto —se desesperó Alberto, al comprobar que no los estaba convenciendo—. Pero la fe es útil para casos en los que es imposible averiguar la existencia por nuestros propios medios. No podemos ir a donde está Dios y ver si existe o no, tenemos que creerlo o no, siempre basándonos en la fe. Pero lo del lodo mágico es distinto, en ese caso si que podemos ir hasta Belsité y comprobar
in situ
la existencia de tan milagroso barro.
—¡Está bien! —exclamó Andrés visiblemente molesto—. El domingo que viene, si os parece bien a todos, acudiremos a Belsité y buscaremos el lodo mágico. Podíamos enfocarlo como una excursión de fin de semana. No creo que nos lleve más de un día ir y volver. En caso de encontrarlo…, bueno, ya veremos —dijo mirándolos a los dos—. Nos servirá como aventura de fin de semana. Así comprobaremos si la historia que me contó mi abuelo, es cierta y si realmente existe ese fango con poderes curativos.
Juan, más parco en palabras, asintió con la cabeza.
Alberto hizo lo mismo, aunque una mueca espontánea le delató y supuso que se dieron cuenta de que pondría las objeciones que fuesen necesarias para no ir a Belsité. Ellos sabían que él sabía que ellos no querían ir. Procurarían alargar el viaje todo lo posible. La aventura de las pozas era ciertamente atrayente, pero también suponía un peligro que ni la madre de Juan, ni los padres de Andrés, estarían dispuestos a correr.
Los tres amigos se marcharon esa tarde de la dehesa con la sensación de haber experimentado algo nuevo, algo que los haría salir del aburrimiento de las clases del colegio, del traquetear diario, de los paseos al lado del pantano. Ante sus ojos se abría una inconmensurable aventura llena de esperanzas acerca de la existencia de un tesoro. Un lodo milagroso capaz de sanar la enfermedad más incurable, más mortífera. Andrés era un chico listo, el más inteligente de los alumnos de Santa Ágata. Era cierto que toda esa aventura que se avecinaba la basaban en la historia de un abuelo, que seguramente no coordinaba sus ideas en los albores de su vida y que una mala tarde de sopor delante de una estufa de leña quiso sacar de la realidad a su nieto y le contó una historia, que seguramente ya le habían contado a él, pero haciéndose pasar por el protagonista de la misma. Es posible que incluso no fuese gangrena lo que el abuelo de Andrés cogió en la pierna, igual eran unas costras endurecidas de alguna herida anterior y que el hecho de tener los pies a remojo durante un buen rato, fue lo que hizo que aquellas cortezas de los pies le cayeran al agua y que el pobre hombre lo achacara al barro. Sea como fuere, lo cierto es que la impaciencia les embargaba. La sola idea de pensar en encontrar un lugar mágico, con potestad medicinal, con propiedades sobrenaturales, parecía de cuento de hadas. Los tres hacían, a su manera, planes mentales en caso de que tuviera éxito la salida del domingo. Sin dudarlo un momento Alberto se bañaría por completo en la poza y se impregnaría con el lodo, se embadurnaría todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. No le importaba que empezara a refrescar y que el lodo estuviera gélido. Esa enorme mancha de nacimiento que tenía en la barriga desaparecería por completo, y podría ponerse el bañador sin avergonzarse de ello. Andrés se echaría el fango por la cara, el acné es lo único que le afeaba. Y respecto a Juan, estaba claro, se pondría un poco en la garganta, su tartamudez desaparecería de inmediato y hablaría como lo hace cuando está a solas con sus amigos. También curarían al profesor de historia de esa enfermedad degenerativa que tiene en los huesos, una especie de artrosis de difícil diagnóstico, que le hace andar agachado y de la cual los médicos de la capital lo habían desahuciado. Que tormento tenía que ser vivir con un dolor intenso que te recubre todo el cuerpo. Sentir como crujen los huesos a cada paso que das. En realidad, don Luis sería el primero en sanar, era quien más se lo merecía. ¿Qué son unos insignificantes granos, una mancha en la piel o un tartamudeo nervioso, comparado con la enfermedad del profesor de historia? Él es quien de verdad tenía que restablecerse completamente. Luego ya se les ocurriría más gente a la que sanar. Pero de momento, lo importante, lo realmente importante era encontrar el lodo mágico, el lodo que todo lo cura.
El colegio
Viernes 30 de octubre.
El viernes llegaron los tres amigos al colegio. Se guiñaron el ojo al entrar en clase, un cuqueo de complicidad. Algo había cambiado desde el día anterior. Estaban inmersos en un cuento donde la trama principal era encontrar un tesoro. Un cuento similar al de
Robert L. Stevenson
donde había que encontrar la
Isla del tesoro
y donde deambulaban viejos piratas de pata de palo, cocineros, barriles de manzanas, doblones y la canción del ron.
—Andrés —le dijo Alberto, queriendo comentarle algo sobre el tema de las pozas de Belsité, mientras le ponía la mano encima de su fornido hombro.
—Luego Alberto, luego. Ya hablaremos a la hora del recreo —recusó mientras examinaba un puñado de libros que portaba en la mano.
El pasillo no era el lugar más apropiado para hablar de las pozas de Belsité. Juan le hizo callar con la mirada. De su interior surgía, agitado, aquel niño de ocho años que no podía evitar hablar del regalo de los Reyes Magos. Tenía una indispensable necesidad de gritar a los cuatro vientos que ellos sabían de la existencia del lodo mágico. De un barro con propiedades milagrosas capaz de curar la enfermedad más mortífera. Capaz de rescatar de los brazos de la muerte a quien se empapara de aquel lodo. Se sentía importante, singular, único. Le sabía mal que aquellos alumnos le rodearan y pasaran por su lado sin percatarse de que él conocía un sitio donde la magia era posible. Un mago
Merlín
moderno. Porque estaba bien claro que las aventuras de Merlín, de la isla del tesoro, las hadas…, todo eso era cierto, sólo había que buscarlos. Se paseaba Alberto por los pasillos de las aulas soñando, sonriendo, deseando la llegada del domingo para salir de dudas, para hallar el lugar donde se bañó el abuelo de Andrés y comprobar la veracidad de su historia. Pero en el fondo de su ego había un miedo oculto a que la proeza de llegar hasta Belsité no pudiese realizarse. Y no por su culpa, si no porque veía a sus amigos reticentes a realizar el viaje. Él también tenía miedo, sería un insensato en caso contrario, pero el afán por encontrar el lodo superaba con creces la aprensión de sufrir algún tipo de percance en el pantano.
Andrés venía caminando raudo hacia él, por el pasillo. Agachó los ojos para eludir su mirada. Sabía que Alberto era muy nervioso y que le estaba costando horrores evitar que se le notara que algo tenían entre manos.
—¿Quedamos los tres en el río esta tarde? —perseveró mirándole fijamente a los ojos.
Los demás alumnos pasaban por al lado ajenos a la conversación.
—Vale, a las seis, cuando acaben las clases —asintió Andrés con la cabeza.
—Ok. Ya se lo comento a Juan, espero que su madre le deje venir, ya sabes las pegas que pone a que venga con nosotros a la dehesa.
—Últimamente su madre no dice nada. Creo que se ha dado cuenta de que nosotros tratamos a su hijo con respeto y que nuestra amistad le proporciona más beneficio que otra cosa.
Alberto bajó el tono de voz para asegurarse de que nadie escuchaba la conversación.
—Ok —prorrumpió Andrés— esta tarde hablamos largo y tendido del tema del domingo y lo planificaremos metódicamente.
Alberto lo vio convencido y convincente. Asintió con la cabeza y cada uno se dirigió a su aula.
La primera hora del viernes siempre tocaba matemáticas. Esa asignatura la impartía la señorita Trinidad. Ya de por si la asignatura era pesada, pero dada por esa profesora lo era doblemente. La maestra de matemáticas rondaba los cuarenta años. Achaparrada, entrada en kilos, gafas de miope; que le hacían los ojos muy pequeños, con un peinado de los que salían en las películas de los años cincuenta y una voz de pito que se clavaba en el cerebro una cosa mala. Le faltaba el dedo anular de la mano izquierda y nunca dijo como lo perdió, pero el padre de Alberto le contó que siempre la había conocido faltándole ese dedo.
Mientras apuntaba números en la pizarra, Alberto pensó si el barro mágico serviría para que recuperara ese dedo. «¿Cómo sería?». Sumergiendo la mano en el lodo y al sacarla ver que tenía el dedo completamente restaurado. «¿De verdad se puede hacer eso?». La espera de que llegara el domingo le producía un desasosiego tal a Alberto que no lo dejaba tranquilo un momento. La impaciencia le invadía por completo y las horas no pasaban y la clase se hacía insufrible. Miró por la ventana y pensó en las cosas que se podrían hacer con ese lodo. Se imaginó a él mismo deambulando por una enorme playa. Dos espigones la limitaban, y tumbada en la arena había multitud de personas de todas las edades: ancianos, niños, chicas jóvenes, señoras maduras. El sol era abrasador y una señora mayor se acercaba hasta él mostrándole unas manchas en la piel de la cara. Eccemas del tamaño de una galleta le cubrían el rostro. La señora le pidió ayuda y Alberto extrajo una cantimplora llena de lodo. Le untó la piel con sumo cuidado. Esparció el barro por su semblante. Lo extendió por la nariz, los párpados, la barbilla. La mujer sonreía. Poco a poco la piel se iba estirando. Se transformaba. Y ante su asombro se convertía en una jovencita de belleza sublime. Sus ojos se avivaban. Su pelo se alisaba y se tornaba rubio, resplandeciente…
—¡Alberto, ya estás distraído otra vez! ¿Qué estás mirando? —gritó la profesora de matemáticas, con un chirrido puntiagudo que le tachonó la cabeza.
—Señorita Trinidad, le estoy prestando atención —contestó deseando que no le preguntara nada más.
—¿De verdad? Pues entonces sal a la pizarra y completa la operación que estaba haciendo antes de que tuviese que interrumpir la clase por tu culpa.
Justo cuando Alberto se levantaba del pupitre para dirigirse al entarimado, Andrés le sopló: 1528.
Retuvo el número en la cabeza. Lo repitió incesante. Los demás alumnos cuchicheaban a su paso. Llegó hasta la pizarra. Se detuvo delante de ella. Un montón de cifras salpicaban todo el encerado con el signo igual al final de ellas. «Ahí es donde debo poner el resultado», se dijo Alberto «a continuación del signo igual».
Se acordaba del número que le dijo Andrés. Supuso que sería ese. Y lo escribió sin dudar, rápido. 1528.
—¿Estás seguro Alberto de que ese es el resultado a la operación? —clamó con un chillido la señorita Trinidad, levantando la mano y dejando ver el hueco del dedo anular.
—Sí, profesora, creo que sí —replicó tratando de ser convincente, mientras imploraba para que realmente ese fuera el número correcto.
—¡Muy rápido lo has resuelto! —dijo— ¡borra la pizarra que te voy a poner otro! —ordenó la profesora de matemáticas, mientras lo miraba por encima de la montura de sus gafas.