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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (2 page)

BOOK: El lodo mágico
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A pesar de todo, Andrés no era el típico empollón sabelotodo, que se jactaba de su facilidad para los estudios y se apartaba del resto de compañeros de clase como un anacoreta, meditabundo y aislado del mundo que lo rodea. Nada de eso. Andrés era un buen amigo tanto dentro del colegio, como fuera de él. Además, para envidia del resto de estudiantes, era un excelente deportista. Una paradoja de la naturaleza que mezclaba la inteligencia mental y la fuerza física, algo que la sabiduría popular desechaba por imposible y que tiraba por tierra a los acérrimos defensores de que un chico listo no puede ser atleta y de que un gimnasta no puede ser inteligente. En Andrés se aunaban ambas cualidades y se repartían equitativamente conformando la perfección tanto interior como exterior. Su apariencia física tenía enamoradas a la práctica totalidad de alumnas del colegio. Era alto, medía un metro ochenta; que para un chico de quince años es mucho. Delgado y fornido. Ojos azules y cabello rubio ondulado. Una barbilla americana, con forma cuadrada y marcando los huesos de la mandíbula. Nariz alargada, tipo griego.

—¡Ja! Menos mal que no me preguntó a mí —dijo Andrés, mientras soltaba una enorme risotada, dejando ver su enorme boca de dientes perfectamente alineados.

Y es que a Andrés le gustaba hacerse el mártir y aparentar que también lo hubieran podido pillar desprevenido en clase. Siempre lo decía, pero la verdad, nunca le habían hecho una pregunta que no hubiese sido capaz de responder. Cualquier profesor, de cualquier asignatura, lo utilizaba como baza a la hora de solventar los problemas que pudieran surgir en una rueda de preguntas. Pero a él le gustaba sentirse humano y errar como los demás.

—Hubiéramos repartido el rapapolvo —le comentó Alberto, mientras que él no paraba de carcajear, mostrando la lengua negra por el exceso de regaliz.

Andrés y Alberto eran amigos desde niños. Sus padres se conocían, también, desde hacía muchos años. Antes de nacer Andrés y Alberto ya habían trabajado juntos en la vendimia francesa y habían quedado en varias ocasiones para ir al cine o para comer. Los chicos solían estudiar y jugar juntos. Los domingos por la mañana iban al parque de Osca a pescar ranas en el río, andar por las arboledas o pasear por el pantano. También daban largas caminatas por la dehesa. Y por las tardes frecuentaban el único cine del pueblo, y si la película que pasaban era interesante, entraban a verla. En caso contrario, volvían al parque, donde caminaban y charlaban hasta que los atrapaba la noche. En cualquier caso, con Andrés nunca faltaban los temas de conversación y ambos se enfrascaban en largas e interminables charlas sobre cualquier tema, por embrollado o enmarañado que fuese.

Pero lo que más les gustaba a los chicos era soñar. Y con quince años, recién cumplidos, imaginaban no hacerse mayores para no separarse nunca. Les gustaría ser como
Peter Pan
y perpetuarse para siempre en el
País de Nunca Jamás
. Quedarse allí, en Osca, al lado del pantano y observar como pasaba el tiempo ante sus ojos. Ver como las aves migratorias venían cada año y se posaban en los frondosos árboles del parque. O como la estación esperaba paciente la llegada de los trenes.

Un día, Andrés le dijo a Alberto:

—Cuando tengamos novias dejaremos de vernos tanto.

Era una visión catastrofista del mundo de los adultos, pero posiblemente se ajustaba más a la realidad que otras perspectivas más idílicas. Por su parte Alberto le replicó que no tenía porqué ser necesariamente así, que aunque cada uno tenga su vida, podían quedar de vez en cuando para charlar, hacer deporte o ir al cine; incluso salir juntos con sus respectivas parejas.

—Sí, pero para eso se tienen que llevar bien las novias entre sí.

—¿Y por qué no?

—No sé, lo malo es que tengamos que discutir por las chicas.

Ciertamente estaban hartos de ver películas donde la trayectoria de la vida del protagonista se desviaba por culpa de alguna mujer. El criminal que había conseguido el botín de su vida y que se encontraba en la frontera con Nuevo México, a punto de cruzar a la salvación, de repente detenía el coche y viraba ciento ochenta grados para regresar a buscar a la chica. Lo que no sabía es que en esa casa de madera, siempre al lado de las vías del tren, siempre con las paredes desconchadas, le esperaban un puñado de coches de la policía estatal, y el ingenuo y enamorado fugitivo terminaba sus días en la cárcel del condado. Eso sí, contento de haber hecho lo correcto e intentar fugarse con la chica; aunque ésta le hubiera traicionado. ¡Ay, el amor! lamentaban los dos amigos, con vergüenza ajena. Lucharían por llevarse a la más guapa, aunque Alberto sospechaba que la más guapa siempre sería para Andrés.

Alberto, el soñador, media un metro setenta y tres, tenía los ojos de color marrón, el cabello negro y liso, delgado y fuerte, barbilla redonda y boca fina y pequeña. Cuando paseaban los dos juntos: Andrés y Alberto, las chicas de su misma edad los miraban e incluso a veces les echaban algún piropo, cosa que hacía que Andrés se sonrojara sobremanera. Esa previsión le hacía ruborizarse incluso antes de llegar a pasar delante de las chicas. Era algo similar a lo que ocurría con el experimento del perro al que cada vez que le llevaba comida su cuidador, el animal salivaba. Llegando a crear tal relación entre la entrada del cuidador con la comida y el pobre perro, que con sólo abrir la puerta para acceder a la perrera, el animal babeaba y la boca se le hacía agua. Así que Andrés se sonrojaba incluso cuando paseaba por el parque y veía a lo lejos dos chicas del colegio, sentadas en algún banco y hablando de sus cosas. No era, ni siquiera, necesario que lo miraran, solo con que él las viera era suficiente para activar su rubor.

—¿Vamos a casa de Juan para ver que está haciendo? —le preguntó Andrés.

—Ok —replicó Alberto, sin pensárselo dos veces.

Juan era un amigo común de los dos. Eran buenos compañeros, pese a que él no iba a la misma clase que Andrés y Alberto. Aunque buen zagal y de buenas maneras, no congeniaba tanto como lo hacían ellos dos. Daba la sensación de que estaba apartado del resto de alumnos del colegio, a pesar de que ellos se deshacían en intentos de entronizarlo y hacerlo partícipe de la amistad del grupo. Los demás chicos del colegio se reían de él de forma abusiva e indiscriminada por un defecto que tenía en el habla: era tartamudo. Él se daba cuenta de que eso suponía un problema a la hora de relacionarse, y aunque tenían una edad en que la crueldad de los niños se difumina y la empatía crece, lo cierto es que Juan se sentía cohibido delante de según que chicos. Y respecto a las chicas la cosa era peor, ya que su tartamudez aumentaba y era del todo imposible que pudiera entablar una conversación, mínimamente coherente, con alguna mujer. Sus padres lo llevaron a varios médicos de la capital que probaron un sinfín de terapias para curarlo, pero fueron del todo inútiles. Cada vez que se ponía nervioso se acentuaba su tartajeo y eso hacía que los ineptos de clase, como era el caso de un chico llamado Tomás, se rieran más de él, lo que creaba un círculo vicioso que le producía más atranque al hablar.

Ese chico, Tomás, era un repelente. Extremadamente delgado, pelirrojo y pecoso, ojos verdes y pelo corto; prácticamente rapado, lo que acentuaba su aspecto de malo. Su familia era muy conocida, ya que su abuelo fue un magnate de la harina. La mayor empresa de almidones de Osca era de ellos y el que tiene el dinero tiene el poder, llegando incluso a especular que Tomás aprobaba los exámenes sin necesidad de estudiar, por el aporte económico que su padre hacía al colegio. Su padre era el dueño de una de las gestorías más importantes de la ciudad y llevaba el papeleo de muchas empresas. Así que la familia de Tomás pertenecía a la élite de los caciques, ejerciendo influencia en múltiples ámbitos, incluida la escuela.

—¿Cómo se explica, sino, que un inútil como ése pueda pasar los cursos sin apenas estudiar? —se llegaron a preguntar sus compañeros de clase.

Pero esa costumbre, importada de los americanos, de que los deportistas, por el hecho de serlo, ya aprueban los exámenes aunque no se presenten a ellos, ha derivado en un vicio que se ha enquistado entre pequeñas poblaciones y se aprueba a los hijos de los pudientes y de los caciques; aunque no sean merecedores de ello. Los profesores, presionados por el director del colegio, no quieren llevarse mal con los que en algún momento les pueden ser de utilidad. Lo que origina un círculo de favores del que difícilmente se puede salir.

Alberto, Andrés y Juan salían juntos, cuando la preocupada madre de Juan lo dejaba ir con ellos. Su madre no se fiaba demasiado de la influencia que pudieran ejercer sus amigos sobre su hijo. Su desmedido afán proteccionista no hacía más que acentuar su retraimiento, ya de por sí aparatoso. A los tres les gustaba pasar las tardes en la dehesa, junto al río, donde tiraban piedras, comían pipas, masticaban chicle, consumían regaliz y hablaban, hablaban y hablaban. Esa era la mejor terapia para combatir el tartamudeo, ya que se dieron sobrada cuenta Alberto y Andrés de que cuando Juan estaba con ellos no tartamudeaba. Alguna vez que había venido a compartir los momentos en el parque otro chico del colegio, el comportamiento de Juan ya no era el mismo: se le trababa la lengua una cosa mala. Lo que era irrebatible es que se trataba más de un problema psicológico que físico. Juan era retraído con los demás, pero cuando estaba con Alberto y Andrés se soltaba y parecía otra persona.

No ayudaba a su timidez el aspecto físico que ofrecía: bajo, medía un metro sesenta. Grueso, aunque sin llegar a estar gordo. Fuerte, también le gustaba hacer deporte. Ojos pardos. Gafas. Tez blanca. Cabello pelirrojo y rizado. Cara redonda. Nariz gruesa y boca enorme, con los dientes separados. Alberto pensaba que se avergonzaba de juntarse con Andrés y con él, por el contraste de su apariencia física en relación a ellos; aunque nunca hizo ningún comentario al respecto y, por supuesto, nunca ninguno de ellos se había referido a él como el
patito feo
, ni resaltó la carencia de atributos físicos agradables, después de todo, Andrés y Alberto eran buenos chicos.

—3—

¿Es cierta esta historia?

Esa tarde pasearon, y charlaron mientras tanto, todos juntos por el camino de la dehesa. Cansados de andar, se sentaron junto al río, donde estaban los patos y los cisnes. La alfombra de hojas conformaba un paisaje bucólico. Alberto y Juan le pidieron a su amigo Andrés, muy dado a contar historias, que les narrara una leyenda interesante para amenizar el atardecer antes de volver a casa. Andrés era único relatando cuentos y además facilitaba tantos detalles, que siempre que iniciaba alguna fábula sus amigos no podían dejar de escucharlo. Los cisnes solían acercarse hasta donde se encontraban ellos y Alberto llegó a pensar que entendían lo que Andrés narraba con tanta devoción, no omitiendo detalle alguno de las historias con las que los distraía en las tardes de la dehesa.

—Sabéis —empezó la historia, mientras hurgaba en el bolsillo de su chaqueta para sacar un trozo de regaliz— mi abuelo pudo morir mucho antes de que llegara su hora.

Alberto y Juan se apresuraron a acomodarse al lado de Andrés y desearon que nada ni nadie los interrumpiera para no cortar el hilo de la historia que iniciaba en esos momentos.

—Siendo aún joven y con pleno apogeo, físico y psíquico, cogió gangrena en un pie. Se la diagnosticaron justo después de volver de un ascenso al Himalaya. Allí subió con un reducido grupo de escaladores, amigos de él, y estuvieron perdidos varios días hasta que fueron rescatados en unas condiciones pésimas. Consiguieron su objetivo pero el frío les pasó factura a todos y pagaron caro el haberse enfrentado a la naturaleza en su propio terreno.

A Andrés le gustaba recrearse en las historias que narraba y se regocijaba sin ningún tipo de miramiento en los más nimios detalles, por insignificantes que fueran. Eso le daba más realce a sus palabras y la atención prestada por sus amigos era esclava de su dicción.

—Sufrió una severa congelación en los dedos de ambos pies. El izquierdo lograron salvarlo tras mucho esfuerzo, pero el derecho no quedaba más remedio que cortarlo antes de que la necrosis se le extendiera por la pierna y fuera demasiado tarde.

Alberto y Juan suspiraron.

—En aquella época solo existía una forma de parar el avance putrefacto de la gangrena…

Andrés se detuvo y miró a Juan invitándole a terminar la frase.

—Cortando el pie —dijo Juan sin tartamudear, pero dudando de su respuesta.

—Así es, pero mi abuelo se negó rotundamente y no quiso someterse a la operación aún a riesgo de perder la vida.

—Era testarudo —afirmó Juan.

—¡Qué fuerte! pero si al final no murió de gangrena —exclamó Alberto.

Andrés le solicitó con la mirada a que se explicara.

—Mi padre me dijo en una ocasión que tu abuelo murió de muerte natural, es decir: de viejo.

—Sí, ya sabes que falleció años más tarde de muerte natural —objetó Andrés de forma coherente, mientras se llevaba a la boca un trozo delgado de regaliz.

—¿Entonces qué ocurrió? —replicaron Alberto y Juan al mismo tiempo.

—Dejadme que os cuente la historia ya. Impacientes —observó Andrés.

Andrés imprimía tal intriga en sus cuentos que se hacía difícil poder esperar al desenlace de los mismos.

—En aquella época mi abuelo estaba casado con su primera mujer: María del Mar. Y tenían dos hijos: Andrés, mi padre, y Sonia, mi tía. Los fines de semana acostumbraban ir al pantano de
Belsité
acompañados de amigos. Allí hay un embalse de principios de siglo, que por motivos que se desconocen no funciona como tal, es decir, que tuvieron que hacer otro más nuevo y éste quedó como monumento y zona de interés paisajístico. Bueno, la verdad, es que creo que la obra original tenía fugas; el terreno es muy poroso, y no consiguieron retener el agua para el embalse, así que abandonaron la obra a medio hacer y empezaron otro pantano unos kilómetros más abajo.

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