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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (45 page)

BOOK: El libro de los portales
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Cali apoyó ambas manos en el escritorio e inspiró profundamente. Por supuesto, su primer impulso habría sido cruzar el portal azul en busca de Tabit. Pero probablemente no era una buena idea. ¿Qué habría hecho él en su lugar?

«Hablar con el rector», pensó. «Lo más sensato. Lo más prudente.»

Se estremeció solo de pensarlo. No tenía nada en contra de maese Maltun, pero temía que los profesores decidieran apartar a los estudiantes de todo aquel asunto. Caliandra se sentiría muy decepcionada si, después de todo lo que habían descubierto, el rector les ordenaba abandonar la investigación. «Pero Tabit tiene razón», pensó. «Ni siquiera somos maeses, y se trata de algo tan grave que quizá nos venga demasiado grande.» Después de todo, Tabit y maese Belban habían desaparecido, y Relia, por lo que ella sabía, continuaba debatiéndose entre la vida y la muerte en Esmira.

De modo que suspiró, alzó la cabeza con resolución y, tras echar un último vistazo al portal azul —solo por si acaso—, salió del estudio de maese Belban, en dirección al despacho del rector.

Rodak había salido de casa temprano aquella mañana. Afortunadamente, parecía que los alguaciles de Serena se habían olvidado de él, o tenían otras cosas en qué pensar, porque resultó que a nadie le había importado que se marchara a Kasiba con Yunek unos días atrás. A nadie, salvo a su madre, claro. Rodak no podía reprochárselo: después de todo, la mujer había perdido a su marido y a su primogénito en el mar, y se había consolado pensando que, al menos, el hijo que le quedaba ejercería un oficio exento de riesgos y peligros. Rodak no podía ni imaginar lo que había supuesto para ella el brutal asesinato de Ruris y el hecho de que hubiese sucedido, precisamente, cuando él debía ocupar el lugar de su abuelo como guardián del portal.

De modo que no la contradijo, ni tampoco protestó por que lo riñera como a un niño pequeño. Se limitó a escuchar, en silencio; y, cuando ella acabó de hablar, le dio un abrazo consolador que la desarmó por completo.

Pero no le había prometido que no volvería a hacerlo, y por ello aquella mañana había vuelto a marcharse, aunque en esta ocasión, le dijo, se dirigía a la Academia. No le explicó por qué, aunque le aseguró que estaría de vuelta a la hora de la cena. Su madre no trató de impedir que saliera de casa. Era consciente de que no lo habría conseguido.

En realidad, Rodak estaba preocupado porque hacía bastante tiempo que no sabía nada de Yunek. Habían acordado que él se quedaría en Kasiba un par de días, pero habían pasado algunos más, y el uskiano no daba señales de vida. Rodak tenía la esperanza de obtener noticias de él en la Academia; posiblemente se había puesto en contacto con Tabit o con Caliandra. Y, si no lo había hecho, Rodak estaba seguro de que al menos uno de los dos accedería a acompañarlo hasta Kasiba para tratar de averiguar qué había sido de Yunek.

El muchacho se permitió una sonrisa maliciosa. No se le había pasado por alto que la relación entre Yunek y Caliandra iba madurando al calor de una atracción que ambos compartían. De hecho, al guardián le parecía que se lo tomaban con demasiada calma, probablemente debido a las dudas de Yunek, que no podía evitar sentirse inferior a su amiga, por muchos motivos. Rodak lo entendía, pero no estaba de acuerdo con él. «Si yo encontrara a alguien especial», se dijo, «no perdería tanto el tiempo».

Cali era más atrevida, pero parecía sentirte cómoda con aquella amistad, como si no hubiese decidido todavía si le interesaba o no que las cosas fuesen a más. Rodak sospechaba que su actitud desenvuelta era solo aparente; que, en realidad, Cali guardaba su corazón bajo siete llaves.

Sin embargo, no le cabía duda de que, si le insinuaba que Yunek podría estar en peligro en Kasiba, ella no vacilaría en acudir corriendo en su ayuda. Era cierto que el uskiano le había pedido que no involucrase a Caliandra en todo aquello. Pero ella era una maesa, o casi, y Rodak estaba convencido de que sería muy capaz de cuidarse sola y, de paso, echar una mano a su obstinado amigo.

Se presentó, pues, ante las puertas de la Academia, y preguntó por el estudiante Tabit. Aunque aún se sentía intimidado por aquel imponente lugar, trató de no dejarlo traslucir, confiando en que su uniforme de guardián serviría para abrirle algunas puertas o, al menos, para que no lo echaran a patadas.

El portero, de hecho, fue bastante amable, pero le informó de que el estudiante Tabit no se encontraba en la Academia: había pedido un permiso de varios días y no se sabía cuándo pensaba regresar.

Rodak preguntó entonces por la estudiante Caliandra. El portero envió a alguien a buscarla y, entretanto, lo hizo pasar a una salita de espera.

Cuando el muchacho cruzó por primera vez el dintel de la Academia, no pudo evitar contener el aliento, sobrecogido. Aunque la sala a donde le condujo el portero no estaba muy lejos de la puerta, a Rodak le pareció que acababa de entrar en un nuevo mundo, insondable y misterioso.

Tash despertó de un sueño incómodo y poco profundo con las primeras luces del alba, cuando oyó las voces de los hombres que enfilaban el camino en dirección a la bocamina. Helada y entumecida, Tash se estiró como pudo en el interior del contenedor, y escuchó con atención, sin atreverse a hacer el menor ruido.

Pero los dos contenedores de mineral permanecieron olvidados junto al portal buena parte de la mañana, como si el capataz hubiese perdido interés por ellos. Tash oyó su voz a primera hora, exhortando a los últimos rezagados para que se dieran prisa, y después ya solo le llegaron, muy amortiguados, los sonidos procedentes de la actividad habitual de la mina y sus alrededores.

A media mañana regresó el capataz. Tash oyó su vozarrón despertando a gritos al guardián:

—¿Has vuelto a quedarte dormido, viejo holgazán? ¡Vamos, date prisa, que ya llevamos retraso!

Tash oyó los vacilantes pasos del guardián sobre la grava del camino.

—Yo… pensaba que el muchacho me despertaría —murmuró, aún adormilado.

La chica se quedó helada. Había tomado por costumbre avisar al guardián cuando salía el sol, por las mañanas. Como aquel día no lo había hecho, el hombre había dormido hasta tarde y, por descontado, había notado su falta.

—Tendría prisa por pelarse el trasero amontonando piedras —rezongó el capataz—. Si no eres capaz de cumplir con tu trabajo, no eches la culpa a los demás. Solo necesitamos que abras ese condenado portal una vez a la semana; el resto del tiempo puedes hacer lo que te plazca; por mí, como si te arrojas a un pozo sin fondo. Pero el día del envío te quiero en tu puesto como un clavo, ¿me has entendido?

El guardián murmuró algo en voz tan baja que Tash no pudo oír lo que decía. Lo sintió acercarse al portal; instantes después, un súbito resplandor rojizo se coló por las rendijas del contenedor. El corazón de Tash empezó a latir más deprisa.

—¡Vamos, vamos, gandules! —voceó el capataz—. ¡Sacad esos trastos de aquí!

Se oyó un ruido de pasos ligeros que correteaban en torno a los contenedores y, de pronto, Tash notó que la empujaban.

—¡Uf! —jadeó una voz infantil—. ¡Este pesa un montón!

—Eres un blandengue —le respondió otro de los chicos, burlón—. A ver si vamos a tener que cambiar tu capazo por uno más pequeño.

Un coro de risas secundó la ocurrencia. Pero el capataz las acalló de golpe:

—¡Silencio, charlatanes! ¡A trabajar y a callar!

Tash no oyó nada más. Hubo una nueva sacudida y, de pronto, todo a su alrededor pareció sumergirse en aquella luz granate, que se hizo tan intensa que la obligó a cerrar los ojos… Contuvo el aliento, mientras se encogía sobre sí misma, tratando de controlar las náuseas que, de pronto, habían invadido su estómago.

Luego, la luz se apagó. Tash abrió los ojos. Oyó voces juveniles y alguna risa en el exterior, y a alguien que decía:

—¡Avisad a maese Orkin! ¡Ha llegado una nueva remesa!

—¡Eh, tú! Eres de primero, ¿verdad? Ve al almacén del sótano y di a maese Orkin…

—¡Pero ahora tengo clase de Geometría!

—Pues ya estás tardando. Cuanto antes vayas, menos tiempo de clase perderás.

Tash sonrió para sí. En realidad, aquella no era la mejor manera de regresar a la Academia, ni tampoco la más airosa; y, aunque sospechaba que se metería en problemas por eso, se daba cuenta de que había echado de menos aquel ambiente. Había algo reconfortante en la rutina académica, en las discusiones entre estudiantes, en su aparente despreocupación. Una parte de ella quiso salir inmediatamente de aquel incómodo contenedor y unirse a ellos; pero se contuvo, porque era consciente de que no sería lo más prudente. Si su memoria no le fallaba, los envíos de todas las minas de Darusia llegaban a la Academia a través del patio de portales, que a aquella hora del día solía estar muy transitado. No; era mejor aguardar a que llevasen los contenedores al almacén. Tal vez allí tuviese una oportunidad de salir de su escondite sin que nadie lo advirtiera.

Unos nuevos pasos interrumpieron sus pensamientos.

—De Ymenia —dijo una nueva voz, esta vez femenina—. Es el último que faltaba.

—Pues llega con retraso —respondió otro estudiante—. Maese Orkin estará subiéndose por las paredes.

De nuevo, los contenedores se pusieron en marcha. La chica resopló.

—Vaya, esta vez va cargado.

—Te lo cambio —respondió su compañero con galantería.

Ella no se hizo de rogar. Tras un instante de inmovilidad, Tash sintió que circulaban otra vez.

—Oye, tengo una tarde libre mañana —dijo entonces el estudiante—. Había pensado salir a despejarme un poco. Dicen que hay fiestas en el barrio alto de Esmira, ¿te apuntas?

Su compañera dejó escapar una risita aguda.

—No, gracias. No tendría tiempo de arreglarme de forma apropiada, y no soportaría que mis amigas de Esmira me vieran con el hábito puesto, con lo espantoso y ridículo que es.

—A ti te queda bien cualquier cosa que lleves —la halagó el joven con voz melosa.

En el interior del contenedor, Tash puso los ojos en blanco. Se preguntó cómo había sido capaz de pensar, siquiera por un momento, que podría llegar a tener algo en común con aquella pareja de memos.

Entonces la voz de la chica la puso en alerta.

—Oye, oye, espera… ¿no había un montacargas o algo así?

—Sí, en la parte trasera del edificio —respondió su compañero con indolencia—. Pero esto es más rápido. Y más divertido —añadió, con una risilla traviesa.

Tash recordó de pronto su última visita al almacén; evocó a maese Orkin vociferando: «¿Cuántas veces os he dicho que uséis el montacargas?», mientras la imagen de los contenedores rebotando por las escaleras la asaltaba con escalofriante claridad.

—¡No, no, n…! —empezó a chillar, pero era demasiado tarde.

—¡Remesa va! —anunció el estudiante, antes de dar el último empujón.

De pronto, las ruedas del contenedor resbalaron escaleras abajo, y Tash se precipitó al vacío entre una nube de piedras de bodarita.

Rodak llevaba ya un buen rato esperando, pero nadie acudía a buscarlo. Se preguntó si se habrían olvidado de él. Al principio había pensado que era lógico que tardaran tanto en avisar a Caliandra; después de todo, la Academia era muy grande. Pero entonces oyó voces y pasos apresurados, y el sonido de la enorme puerta de doble hoja que se cerraba de golpe, y sintió pánico de pronto. Salió al corredor y se apresuró a regresar al vestíbulo. Lo encontró en penumbra, porque, en efecto, la puerta principal de la Academia estaba cerrada. También estaba desierto y silencioso; Rodak miró en derredor, en busca del portero, pero no lo encontró.

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