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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (21 page)

BOOK: El libro de los portales
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Porque aún no tenía ninguna solución al problema que se le había presentado aquella misma mañana en la lonja de Serena. Ruris, el guardián que había hecho el turno de noche, yacía en su casa con un fuerte dolor de estómago, y le había contado que se había visto obligado a abandonar su puesto de madrugada porque se encontraba indispuesto.

—Pero envié a un chaval a avisaros de que alguien tendría que cubrirme —se defendió.

Sin embargo, por más que buscó, Rodak no fue capaz de encontrar al niño que, supuestamente, tendría que haberles dado el aviso. De modo que el portal del Gremio de Pescadores había permanecido sin ninguna vigilancia durante varias horas. En aquel lapso de tiempo, alguien se las había arreglado para… «llevárselo».

—Pero ¿cómo demonios va a llevarse alguien un portal que está pintado en una pared? —exigió saber el presidente del Gremio cuando Rodak regresó a la lonja a informar de lo que había averiguado.

A aquellas alturas, ya se había reunido en torno al muro saqueado un nutrido grupo de personas, pescaderos en su mayoría, y todos contemplaban el destrozo con horror y murmuraban por lo bajo.

—Ha sido cosa del Invisible, seguro —dijo alguien.

Rodak se estremeció. Había muchas historias en torno al Invisible, un legendario contrabandista para quien, según se decía, no existían las distancias. Los maeses sofocaban todo rumor al respecto, porque la única forma de moverse como él lo hacía era usando los portales… lo cual implicaba que debía de tratarse de algún maese renegado, o de alguien que sabía lo suficiente de portales como para poder activar cualquiera de ellos.

—El Invisible no existe…

—¡Claro que existe! Tengo un primo en Belesia que lo vio hace un par de años…

—¿Cómo iba a verlo, si es invisible?

—¡Eso es lo de menos! —dijo una de las pescaderas más veteranas del Gremio—. Dentro de unas horas, mis chicos volverán de faenar, y quiero saber cómo voy a llevar el género al mercado de Maradia, si el portal ya no está.

—Habrá que usar el portal público…

—¿El portal público? ¡Ni hablar! Con las colas que se forman siempre…

—Perderemos género por el camino.

—Se estropeará…

Los murmullos subieron de tono. Los barcos que se habían hecho a la mar por la noche habían regresado hacía un buen rato, y el producto de su trabajo desbordaba los mostradores y los contenedores, que se apilaban cerca del muro, listos para ser enviados a la capital darusiana, por si el portal llegaba a reaparecer mágicamente.

—Yo no sé nada de eso —dijo Rodak, alzando la voz para hacerse oír entre los comentarios y las protestas.

—Tú eres el guardián, ¿no? —le espetó un viejo pescador—. ¡Pues arréglatelas para que se abra nuestro portal!

—Sí —apoyó el presidente del Gremio—, porque, si llegan los barcos y no podemos enviar el pescado a Maradia…

No terminó la frase, pero no hizo falta.

Sin embargo, había algo que hizo temblar a Rodak, más aún que las veladas amenazas del presidente; más, incluso, que el hecho de que hubiera desaparecido el portal: vio que su madre y su abuelo se abrían paso entre la multitud, y comprendió que no sería capaz de mirar a la cara al anciano guardián cuando descubriera el muro vacío. De modo que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

—¡Está bien! Me voy a Maradia para hablar con los maeses de la Academia.

Y se escabulló antes de que nadie pudiera detenerlo.

Corrió hasta la Plaza de los Portales e hizo cola ante el portal público que conducía a Maradia. Una vez allí, no se detuvo a averiguar qué decía el grupito de curiosos congregado ante el portal gemelo del que le habían robado al Gremio, y que, en contra de lo acostumbrado, aún no se había activado aquella mañana para traer el pescado fresco más tempranero. El guardián que debía vigilar aquel extremo del enlace se mostraba nervioso y desconcertado, y escribía la contraseña en la tabla una y otra vez, incapaz de comprender el motivo por el cual no se encendía el portal. Rodak se preguntó brevemente por qué solo había desaparecido uno de los dos portales vinculados, mientras que aquel de Maradia, dolorosamente idéntico al que acababan de perder, permanecía en su sitio, como si nada hubiese sucedido.

Nada salvo el hecho de que, sin su equivalente en Serena, no volvería a activarse nunca más.

«Los maeses lo sabrán», pensó Rodak. «Ellos nos devolverán el portal.»

Ahora, ante la Academia de los Portales, volvió a conjurar aquella esperanza. Se armó de valor y se acercó al hombre apostado ante la entrada.

—Buenos días —saludó—. Quiero… hablar con los maeses, por favor.

—Pues buena suerte —respondió con sorna el campesino que aguardaba sentado en los escalones; hablaba con un fuerte acento uskiano que imprimía, si cabe, aún más dureza a sus palabras—. Se vuelven sordos muy a menudo.

Rodak lo ignoró. El portero le disparó al uskiano deslenguado una mirada irritada antes de preguntar:

—¿Deseas hablar con algún maese en concreto, guardián?

El muchacho no había pensado en ello. Recordó de pronto el nombre del pintor que lo había examinado, apenas unos días atrás.

—Sí… con maese Revor, si fuera posible.

—Maese Revor no se encuentra en la Academia en estos momentos, guardián.

—¿Qué te había dicho? —se burló el campesino.

—Cierra la boca —replicó el portero.

Pero Rodak no pensaba rendirse tan fácilmente.

—Vengo a decir que nuestro portal ha desaparecido —explicó—. Seguro que a los maeses les interesará saberlo…

—¿Desaparecido? —repitió el campesino—. ¿En serio?

—Que cierres la boca —ordenó el portero; se volvió hacia Rodak—. Yo no estoy autorizado para tratar este tipo de asuntos, guardián, ni sé tampoco quién se ocupa de ellos. Tendrás que esperar a que regrese maese Revor, o bien preguntar por algún otro maese que pueda recibirte…

—Pero es que no conozco a ningún otro maese —objetó Rodak, desalentado.

—Ya conoces a uno —dijo el campesino, poniéndose en pie y señalando a una figura vestida de rojo que se apresuraba por el vestíbulo—. Guardián, este es maese Tabit. O lo será, si consigue terminar algún día su proyecto final —añadió, tras un instante de reflexión.

Tabit se detuvo de golpe y lo contempló como si viera un fantasma.

—¿Yunek? ¿Cómo… cómo has llegado hasta aquí?

El joven se encogió de hombros.

—Me las arreglé para llegar hasta Vanicia con mis propios medios. Ya sabes, los que están al alcance del común de los mortales: caravanas, carreteros compasivos, mis pies… Una semana en total. En Vanicia tuve que pagar por usar el portal del Consejo de la ciudad, y así llegué a Esmira. En Esmira…

—Sí, sí, lo imagino —cortó Tabit, cansado—. Pero ¿por qué has venido desde tan lejos?

—Ya te dije que iba presentar una queja formal a los maeses. Eh, pero tranquilo —añadió, al ver que Tabit abría la boca para replicar—, que, en el fondo, lo mío no es tan grave. Después de todo, lo único que me ha pasado es que no me habéis pintado el portal. Pero a este pobre chico —señaló a Rodak, que seguía allí plantado, sin saber cómo actuar— le han robado un portal que ya existía. Eso sí que es un problema, ¿eh?

—Espera, espera —lo detuvo Tabit—. ¿Cómo que le han robado un portal?

Rodak exhaló un suspiro de alivio al comprobar que por fin había alguien dispuesto a escucharlo.

—Ayer, el portal estaba en su sitio. Esta mañana ya no estaba —resumió; al ver que Tabit movía la cabeza, añadió, desesperado—. Tenéis que ayudarme, maese. Los pescaderos tienen que traer su mercancía a Maradia de alguna manera, o se estropeará. Si usan el portal público de Serena…

—Espera un momento —lo interrumpió entonces Tabit—. ¿Te refieres al portal del Gremio de Pescadores de Serena? ¿El que está en la lonja?

—Estaba, maese —corrigió Rodak—. Sí, maese.

Tabit sacudió la cabeza.

—No es posible. Atravesé ese portal hace apenas un par de semanas. Recuerdo a su guardián. Y no eras tú.

—Sería mi abuelo. O el otro guardián, porque somos dos.

—¿Tu abuelo? —Tabit miró al muchacho con renovado interés—. Sí… recuerdo que me dijo que iba a retirarse.
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—…
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—terminó Rodak, casi sin pensar; cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se tapó la boca con la mano, horrorizado, como si hubiese desvelado un secreto inconfesable. Pero Tabit sonrió.

—Muy bien —decidió—, te acompañaré a ver qué ha pasado con ese portal.

Rodak no respondió, pero el alivio se reflejó en su rostro con tanta claridad como si se lo hubiesen dibujado con pintura de bodarita.

—Eh, eh, un momento —intervino Yunek—, ¿y qué hay de mi portal?

Tabit suspiró.

—Ya te expliqué en su día que la decisión no dependía de mí. ¿No venías a presentar una queja formal? Pues hazlo: sigue ese pasillo, todo recto, y tuerce luego a mano derecha. La primera puerta que encuentres es Administración. No tiene pérdida, lo pone en una placa junto a la entrada. Allí podrás detallar tu queja por escrito en una hoja de reclamaciones.

—Bien… de acuerdo —asintió Yunek, inseguro de pronto—. Gracias.

Tabit le dedicó una media sonrisa.

—Te deseo buena suerte —dijo—. De verdad. Ojalá te escuchen y decidan seguir adelante con tu portal.

Yunek no supo qué decir.

—Si se diera el caso… —prosiguió Tabit—, es muy probable que ya no me lo encargaran a mí, pero… —respiró hondo—, me gustaría pintarlo. Lo digo en serio.

Yunek no respondió. Parecía profundamente avergonzado; tal vez estaba recordando la forma en que había echado a Tabit de su casa y lo había dejado al raso, en una tierra extraña, una noche de tormenta.

Pero el joven no se lo reprochó. Se limitó a despedirse de él, con perfecta cortesía, y a enfilar calle abajo, seguido de Rodak, en dirección a la Plaza de los Portales de Maradia.

Yunek se quedó solo con el portero. Su indignación lo había abandonado de repente, y ahora se sentía presa de un denso abatimiento. El hombre lo miró con escasa simpatía.

—¿Vas a pasar a Administración, o no?

Yunek se enderezó, recuperando algo de su orgullo.

—Por supuesto —replicó.

—Bien, pues ya has oído: todo recto y luego a la derecha. ¿O es que tampoco sabes distinguir entre derecha e izquierda?

Yunek le disparó una mirada irritada; pero no respondió, porque era consciente de que se lo había ganado a pulso y de que el portero se la tenía jurada desde hacía rato; además, tampoco quería profundizar en la circunstancia que este había captado a la primera, y que Tabit, sin embargo, había pasado por alto.

Se encaminó, por tanto, hacia Administración, con paso cansino. No tenía prisa por afrontar el momento en que debería admitir ante aquellos maeses que no podría presentar su queja por escrito, porque no sabía leer ni escribir.

Entretanto, Caliandra había conseguido que Tash no derribara la puerta del despacho de maese Belban a patadas, y fue solo porque no tardaron en darse cuenta de que el profesor no se encontraba en su interior.

—¿A dónde puede haber ido ese
granate
antipático y ladrón? —resollaba Tash.

—No tengo ni idea —respondió Cali, tan desconcertada como ella—. La verdad, maese Belban no suele salir nunca de su estudio. No sé si te diste cuenta el otro día, pero hasta tiene una cama en un rincón. Como hace años que no entra en su habitación del ala de profesores, terminaron por dársela a otro maese. Ni siquiera come con los demás: mira, tienen que subirle la comida en bandejas.

La joven pintora señaló una bandeja cubierta que reposaba en el suelo, junto a la puerta; parecía claro que nadie se había molestado en tocarla.

Tash la contempló, incrédula.

—¿Estás intentando decirme que vive ahí dentro y que hay días que ni siquiera sale del cuarto? ¿Y dónde hace sus… ya sabes…? —Tash se detuvo, buscando una palabra que no sonase demasiado vulgar. Pero no se le ocurría ninguna.

—¿Sus necesidades, quieres decir? Vaya cosas preguntas. Usa un bacín, naturalmente, que retiran los criados cada mañana.

—Criados —repitió Tash.

Era un aspecto de la Academia que la tenía totalmente fascinada: el hecho de que allí, aparte de pintores y estudiantes, también había personas cuyo trabajo consistía en ocuparse de las tareas domésticas engorrosas para que los
granates
tuvieran tiempo de dedicarse a asuntos más elevados.

—Si los criados tienen que subirle comida y bajar sus… necesidades —caviló—, sabrán cuánto tiempo hace que no está.

Cali ladeó la cabeza, interesada.

—¿Quieres decir que piensas que se ha marchado… de la Academia?

—Hace días que ni siquiera te contesta cuando llamas a la puerta, ¿no? ¿Y si resulta que se fue hace tiempo y, como no sale nunca, nadie se ha dado cuenta? O tal vez se haya muerto —añadió de repente, con morbosa fruición—, y su cadáver lleva días ahí tirado…

—¿Y por qué iba a hacer eso precisamente ahora? —se apresuró a interrumpirla Cali.

—Porque es lo que hacen todos los vejestorios como él: morirse.

—Me refiero a abandonar la Academia, Tash.

—¡Pues está claro! Se ha llevado mis piedras, ¿no? Seguro que son más valiosas de lo que dice. A lo mejor va a vendérselas a algún ricachón, de esos que coleccionan cosas raras y las pagan muy caras.

Cali la escuchaba con interés, no porque creyera que su historia podía tener algún fundamento, sino porque la maravillaba la forma que Tash tenía de ver el mundo. Era casi como si le contara el argumento de una novela ambientada en un lugar muy lejano.

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