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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (63 page)

BOOK: El libro de los portales
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—¿Pretendes volver con las manos vacías? ¿Qué vamos a decirles a Tash y a Rodak?

—La verdad: que no hemos encontrado nada ni a nadie, y que tampoco hay comida ni agua. —Evocó la despreocupación con la que Tash había vaciado la cantimplora sobre el vientre sangrante de Rodak, y se preguntó vagamente si debería haberla detenido antes de que lo hiciera—. Quizá no había nada en estas rocas al fin y al cabo, Caliandra.

—¡Tú lo viste igual que yo! —protestó Cali—. ¡No intentes hacerme creer que es mentira!

—Tan solo digo que tal vez fueran imaginaciones nuestras. Existe esa posibilidad, ¿no?

—También existen otros miles de millones de posibilidades —los sorprendió de pronto una voz ronca—. Pero no las has tenido en cuenta, porque la lógica te lleva a una sola conclusión y descarta todas las demás.

Los dos estudiantes se pusieron en pie de un salto y retrocedieron unos pasos al descubrir una figura humanoide que avanzaba por entre las rocas. Iba encorvada y parecía que cojeaba; vestía ropas raídas, se cubría la cabeza con algo que parecía una cacerola y llevaba unas extrañas gafas que le daban un cierto aspecto de insecto gigante.

—La imaginación, en cambio, no tiene límites —prosiguió el desconocido; se irguió un poco más, y una culebra de luz que surcó el cielo sobre sus cabezas desterró las penumbras de su rostro—. Por eso ella es mi ayudante, y tú no —concluyó maese Belban con un gruñido, señalando a Caliandra.

Los dos jóvenes se quedaron inmóviles, pálidos, como si acabaran de ver un fantasma. Cali reaccionó primero:

—¡Maese Belban! ¡Por fin! Os hemos buscado por todas partes y…

—Me habéis perseguido por el espacio y por el tiempo, ya lo sé —cortó él, dirigiendo a Tabit una mirada penetrante—. No se puede negar que sois muy persistentes. ¿Qué es lo que queréis de mí, exactamente?

Cali se quedó sin habla. No era, ni mucho menos, el recibimiento que había imaginado. Tabit respiró hondo y dio un paso al frente.

—Caliandra estaba preocupada por vos, maese Belban —dijo, con perfecta corrección, pero sin disimular una decidida frialdad en el tono de su voz—. Disculpad si os hemos importunado, pero se nos ocurrió que tal vez vuestro… «retiro», por así decirlo… en este desolado lugar no fuese del todo voluntario.

Maese Belban se lo quedó mirando y después estalló en sonoras carcajadas.

—¡Vaya con el estudiante! —exclamó—. Retiro no del todo voluntario… ¡bonita forma de expresarlo!

—Entonces, ¿es cierto? —preguntó Cali—. ¿Estáis atrapado en este mundo?

Maese Belban le dirigió una mirada penetrante.

—¿Por qué lo preguntas, estudiante Caliandra? ¿Acaso habéis venido a rescatarme?

A pesar de la irritación que le producía la actitud del profesor, Tabit se moría de ganas de acribillarlo a preguntas. Finalmente sucumbió a la curiosidad e interrogó:

—Pero ¿cuánto tiempo lleváis aquí, maese? ¿Y cómo habéis logrado sobrevivir en un mundo muerto?

Maese Belban no contestó. Había clavado la mirada en el cielo; allí, las luces serpenteantes se mostraban inquietas de nuevo, formando rizos y espirales y dirigiéndose en lenta pero inexorable confluencia hacia un mismo punto, donde ya comenzaba a generarse un pequeño vórtice de energía pulsante.

—Va a empezar otra vez —gruñó el pintor—. Tenemos que ponernos a cubierto. Está claro que, por muy buenas que sean vuestras intenciones, tendré que ser yo quien os rescate a vosotros.

Tabit y Cali cruzaron una mirada preñada de temor. El intervalo transcurrido entre la extraña tormenta que acababan de sufrir y la que parecía avecinarse por el horizonte se les había antojado angustiosamente corto.

—Vamos, vamos, no os quedéis ahí pasmados —los apremió maese Belban—. Cualquiera de esas perturbaciones podría dejaros ciegos, si el viento no os asfixia antes o precipita vuestros cuerpos sobre esas rocas tan puntiagudas. No creo que os guste la experiencia, ¿sabéis?

Y, sin comprobar si lo seguían o no, comenzó a trepar por los riscos con sorprendente agilidad.

—¡Esperad, maese! —lo llamó Cali—. ¡No podemos irnos sin nuestros amigos!

El anciano se detuvo y la contempló desde lo alto.

—¿Qué estás diciendo? —ladró—. ¿Que hay más pimpollos como vosotros triscando por aquí? ¿Pero qué os habéis creído que es este sitio, la taberna del pueblo?

Tabit iba a replicar, pero entonces se levantó una ráfaga de viento que sacudió los pliegues de su hábito y lo dejó sin aliento.

—¡No tengo tiempo para tonterías! —prosiguió maese Belban—. Y vosotros, tampoco. ¿Dónde están esos amigos vuestros? ¿A cubierto?

Cali le señaló la elevación rocosa donde los esperaban Tash y Rodak.

—Sí —asintió—. Los hemos dejado allí, en una cueva…

—¿Es segura? —cortó maese Belban—. ¿Podrían aguantar una perturbación sin sufrir daños serios?

—Si os referís a esas extrañas tormentas de luz —dijo Tabit—, creemos que sí. Ya hemos sufrido una de ellas y…

—¡Entonces, allí están bien! —decretó maese Belban—. Sois vosotros los que corréis peligro, así que seguidme de una vez y dejad de perder el tiempo.

Tabit contempló la esfera de energía que seguía creciendo en el cielo, sobre sus cabezas, y se volvió hacia Cali, dubitativo.

—¿Qué hacemos? ¿Lo seguimos?

—Yo voy con él —dijo ella—, aunque no sé si es lo más sensato —añadió con un titubeo.

Tabit lo pensó.

—No tendremos tiempo de volver al refugio antes de que empiece la tormenta; por otro lado, si perdemos de vista a maese Belban, puede que no volvamos a encontrarlo. Además, está claro que él lleva tiempo viviendo aquí, por lo que debe de saber dónde encontrar agua y comida. Y, por último, creo que tiene razón, y Tash y Rodak están… —se interrumpió al ver que Cali no había aguardado a escuchar el final de su argumentación y corría para alcanzar a maese Belban.

—¡Con un solo motivo me bastaba, Tabit! —le gritó ella, riendo; el joven suspiró, sonrió y la siguió.

El profesor los condujo hasta la boca de una amplia cueva, mucho más grande que la pequeña grieta en la que se habían refugiado a su llegada, y donde todavía los esperaban sus amigos. Se ampararon entre las altas paredes de piedra justo cuando el cúmulo luminoso emitía su primera pulsación. Cali gritó y se cubrió los ojos. Tabit los había cerrado con antelación, pero aun así sintió que le ardían. Notó que maese Belban tiraba de ellos hasta conducirlos a una agradable penumbra. Caminaron a ciegas, dando traspiés, hasta que el profesor los soltó. Tabit se aferró a Cali para no perder el equilibrio y se atrevió a abrir los ojos.

Se encontraban en una caverna muy similar a la que habían hallado por su cuenta, pero considerablemente más grande. Había, sin embargo, algunas diferencias: en primer lugar, en un rincón de la cueva había un montón de trastos acumulados. Algunos no eran más que basura, fragmentos de objetos más grandes que alguien habría perdido o desechado; otros, por el contrario, se encontraban en bastante buen estado. A Tabit le pareció reconocer entre ellos algunos enseres domésticos, restos de mobiliario o de ropa. Otros objetos, sin embargo, le resultaban completamente desconocidos. Algunos parecían piezas de maquinaria, e incluso reconoció algo similar a un zapato que, desde luego, no estaba diseñado para un pie humano.

—Mira —dijo entonces Cali, señalando a su alrededor.

A Tabit le costó un poco apartar la mirada de aquel cúmulo de cosas que apenas podía identificar. Pero, cuando lo hizo, lanzó una exclamación de asombro.

Las paredes de la cueva estaban recubiertas, prácticamente del suelo al techo, de una capa de lo que parecían hongos grises; los más pequeños eran aproximadamente del tamaño de la mano de Tabit, y algunos de los más grandes apenas habría podido abarcarlos con los brazos. Su aspecto no era tan extraño como el de algunas de las cosas que Tabit había visto allí, pero, pese a ello, el joven podría haber asegurado que aquella especie no provenía de su propio mundo.

—Ya tendréis tiempo de fijaros en las setas —gruñó entonces maese Belban, sobresaltándolos—, porque es lo único que comeréis el resto de vuestras vidas.

—¿Lo único…? —repitió Tabit, interesado—. ¿Queréis decir que no hay nada más de comer por aquí?

—Ni plantas, ni animales… nada —confirmó maese Belban—. Y aún tenemos suerte de que esté aquí esta colonia de hongos. Seguramente llegaron algunas esporas a través de algún portal y, por alguna razón, las condiciones de esta caverna debieron de parecerles adecuadas para la supervivencia. No puede decirse lo mismo de ninguna otra cosa viva que haya llegado hasta aquí, salvo nosotros, claro. Y solo gracias a estas condenadas setas, así que tratadlas con respeto, ¿de acuerdo?

Se caló de nuevo las gafas, como si estuviese dispuesto a salir de nuevo al exterior, pero Tabit no se percató de ello. Su mente bullía con cientos de preguntas.

—Pero… maese Belban —lo detuvo—. ¿Qué es exactamente este lugar?

—Un basurero —respondió él—. Aquí viene a parar todo lo que se pierde a través de todos los portales abiertos no solo en nuestro mundo, sino en muchos otros que ni siquiera acertamos a imaginar.

Tabit ladeó la cabeza, considerando aquella posibilidad.

—Entonces vos no teníais intención de llegar hasta aquí, ¿verdad?

Maese Belban bufó.

—¡Claro que no! ¿Quién en su sano juicio tendría interés en acabar en un sitio como este? Pero arriesgué demasiado; la escala de coordenadas que he desarrollado ha resultado ser notablemente exacta cuando se trata de viajes en el tiempo. Pero cruzar a otras dimensiones… es mucho más complicado, entre otras cosas porque las leyes espacio-temporales no siempre funcionan de la misma manera en todas partes. En teoría debería funcionar, pero en la práctica hay demasiadas variables a tener en cuenta y, además, cada universo habla su propio lenguaje.

Tabit asintió, pensativo.

Maese Belban se envolvió en su raído abrigo y dio la vuelta para marcharse.

—Maese, ¿os vais? —preguntó Cali.

—A buscar a vuestros amigos —asintió él con un gruñido—. Pero no temáis; no los sacaré de su escondrijo hasta que termine la perturbación.

—Pero vos… ¿no estaréis en peligro también?

El viejo profesor dio un toquecito a sus extravagantes gafas.

—Voy bien equipado. Tuve que adaptar este chisme porque estaba pensado para una cabeza más grande que la mía, pero cumple muy bien su función. Lo cual me hace pensar que quizá las perturbaciones no sean exclusivas de este mundo. Pero vosotros no estáis preparados para salir al exterior, así que quedaos aquí, quietecitos y sin armar jaleo. Si tenéis hambre, ya sabéis dónde están los hongos. Se pueden cocinar de varias maneras, pero crudos también son comestibles. ¡Ah! —añadió, justo antes de desaparecer por el corredor—. Y, si os tropezáis con Yiekele, no la interrumpáis bajo ningún concepto. Está en trance.

—Yie… ¿qué? —empezó Tabit.

Pero maese Belban ya se había ido.

Tash se atrevió a asomarse apenas un poco cuando la tormenta volvió a desatarse. Las intensísimas oleadas de luz la obligaron a refugiarse de nuevo en la reconfortante penumbra de su agujero.

Estaba preocupada. Tabit y Cali aún no habían regresado, y Tash temía que aquel desconcertante fenómeno atmosférico, o lo que fuera, los hubiese sorprendido lejos de algún lugar donde cobijarse. En apariencia era solo viento y luz, pero a Tash le producía un terror instintivo, y se sentía segura allí dentro, entre paredes de roca. Nada habría logrado hacerla salir al exterior en aquel momento, y quizá por eso le parecía tan horrible el hecho de no tener aún noticias de sus amigos.

Oyó entonces una voz a su espalda; fue apenas un susurro ronco, pero le estremeció el corazón:

—Tash… ¿qué es esto? ¿Dónde estamos?

Ella regresó junto a Rodak.

—Que no se te ocurra moverte —le advirtió—. Tienes una herida bastante seria.

El muchacho se llevó la mano al vientre, pero Tash la cazó al vuelo antes de que alcanzara su destino.

—¿Qué te he dicho? —lo riñó.

Rodak sonrió.

—Ah, fueron esos piratas belesianos. Me acuerdo. Después… ¿qué pasó? Me parece que cruzamos un portal, y luego tuve un sueño extraño…

—¿Sobre un sitio raro con gusanos de luz en un cielo verde? Pues tengo malas noticias: no ha sido un sueño. Ni de lejos.

Rodak la miró sin comprender. Quiso incorporarse, pero Tash no se lo permitió.

—Eres duro de oído, ¿eh? —gruñó—. Luego tendrás tiempo de verlo por ti mismo, espero, pero ahora no se puede salir. Es como si el sol entero hubiese estallado… aunque no hay sol aquí, pero ya me entiendes. Bueno, no pongas esa cara. No es para siempre. Luego se para y todo eso.

Rodak sacudió la cabeza.

—Tash, no entiendo nada.

—Ni yo tampoco —replicó ella—. Ni los
granates
, ya puestos, aunque Tabit sigue comportándose como el sabelotodo de siempre, explicando las cosas con muchas palabras raras. Pero estoy seguro… segura… —se corrigió—, de que ni siquiera él sabe de qué está hablando.

Rodak respiró hondo.

—No hemos llegado a donde se suponía que debíamos llegar, ¿verdad?

—No lo creo. Aunque Cali dice que su profesor debería estar por aquí. Pero no sé de qué nos va a servir eso ahora.

Rodak se pasó la lengua por los labios resecos.

—Tash, tengo sed. ¿Hay agua?

Ella le tendió la cantimplora y se quedó mirando cómo Rodak apuraba con ansia las últimas gotas de agua. Él advirtió su expresión.

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