El ladrón de tiempo (48 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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—Escucha, Matthieu —dijo con frialdad, poniéndome una mano en el brazo y obviando el diminutivo por primera vez en toda la velada—. Nada en el mundo me hará coger un avión y volar a Washington en los tiempos que corren. Y por mucho que insistas, no voy a cambiar de opinion, asi que no pierdas el tiempo.

Me sentía decepcionado; si ésa era la manera en que trataba a sus viejos amigos, a quienes conocía desde hacía tanto tiempo, ¿qué podía esperar yo de su lealtad? En ese momento acabó nuestra amistad.

—No esperes verme mucho estos días —dije mientras me zafaba de su brazo—, porque, si tú no vas a Washington a apoyarlos, yo sí pienso ir. —Y me alejé de él lo más rápido que pude.

Dorothy y Lee ya estaban testificando cuando llegué a la Cámara. La noche anterior habíamos cenado juntos y habíamos hecho enormes esfuerzos para no mencionar el interrogatorio del día siguiente. Nadie habló de Rusty —sospeché que habían tenido una discusión con él antes de abandonar California—, pero su espíritu se cernía sobre nosotros anunciando los problemas que nos esperaban. Stina intentó aligerar la conversación y contó lo duro que era cubrir los premios escolares para su cadena de televisión local, pero estábamos deprimidos y bebimos mucho para disimular los constantes silencios.

La mañana siguiente me quedé dormido —algo muy raro en mí— y no llegué a la Cámara hasta pasadas las once, una hora y media después de que hubiera empezado la sesión. Por fortuna sólo hacía unos minutos que habían llamado a declarar a mis amigos, de modo que no me había perdido mucho. Aun así, me maldije entre dientes, pues estaban de espaldas y no podían ver que había llegado para apoyarlos.

—Es una comedia de televisión —estaba diciendo Lee cuando me senté junto a una mujer gorda que comía caramelos de menta produciendo un molesto ruido—. Nada más que una comedia. No hay doble sentido.

—¿Afirma ante este comité que no introdujo ningún aspecto de su personalidad ni de sus creencias en los personajes de…
El show de Buddy Rickles
?

El interrogador era senador por Nebraska, un hombre enjuto y pálido que tenía que consultar un papel para asegurarse de que no se equivocaba con el título del programa. Sentados a una pesada mesa de roble había doce hombres. Las secretarias iban y venían entregándoles notas o informes con datos relevantes. El senador McCarthy, un hombre gordo y abotagado, se hallaba sentado en el centro del grupo y sudaba copiosamente a causa de los focos y las cámaras que lo rodeaban. Apenas era consciente de la presencia de Dorothy y Lee; estaba absorto en un ejemplar del
Washington Post
y de vez en cuando negaba con la cabeza como si mostrara su desacuerdo con algo que leía en el periódico.

—Es posible que de forma inconsciente, sí —repuso Lee con cautela—. Lo que quiero decir es que cuando uno escribe…

—O sea, que usted admite estar difundiendo sus creencias personales en un programa de televisión que ven millones de personas todas las semanas. ¿Lo admite?

—Yo no lo llamaría creencias —contestó Dorothy—. Estamos hablando de un programa de televisión donde el mayor dilema en que se encuentran los personajes es si cambiarán de coche o si contratarán a una mujer de la limpieza dos días a la semana. Estamos hablando de una comedia, insisto, no del
Manifiesto comunista.

Torcí el gesto, y me pareció que Dorothy también hizo una mueca de contrariedad al darse cuenta de que había escogido el peor ejemplo para defender su razonamiento. El senador de Nebraska le lanzó una mirada feroz, sin duda calibrando si debía esperar a que ella se retractara o si había llegado el momento de lanzarse al ataque. Al final decidió atacar.

—Así que admite haber leído el
Manifiesto comunista
, señora Jackson.

Mientras ella cavilaba una respuesta centellearon los flashes de las cámaras.

—También he leído la Biblia —repuso, midiendo sus palabras—. Y la Constitución de Estados Unidos. ¿Y usted? ¿Lo ha leído?

—Por supuesto.

—Leo mucho —prosiguió Dorothy—. Soy escritora. Me encantan los libros.

—¿Diría que le encanta el
Manifiesto comunista
en particular?

—Claro que no, sólo quería decir…

—¡Señora Jackson! —tronó de repente la voz del senador McCarthy, y todas las miradas se volvieron hacia él. Era sabido que mostraba muy poca paciencia con sus testigos y últimamente, desde que los procesos se retransmitían por televisión, estaba perdiendo el poco prestigio que le quedaba—. Por favor, no haga perder el tiempo a este comité repasando sus sin duda bien provistas estanterías. ¿Es cierto que trataba a Julius y Ethel Rosenberg y que conspiró con ellos a fin de derrocar el gobierno legítimo de Estados Unidos, y que si no fuera por la falta de pruebas, usted y su marido habrían corrido la misma suerte que ese par de traidores?

—En los últimos tiempos no parece que la falta de pruebas constituya un motivo de exculpación, senador —replicó Dorothy con aspereza.

—¡Señora Jackson! —rugió McCarthy, haciéndome dar un respingo—. ¿Tenía amistad con Julius y Ethel Rosenberg? Conteste. ¿Es verdad que asistieron a su fiesta para hablar del modo en que se podría…?

—¡No hablamos! —gritó ella para hacerse oír—. Estaban allí, pero no éramos amigos íntimos. Apenas los conocía. Aunque, dicho esto, no hay pruebas concluyentes de que…

—¿Es usted miembro del Partido Comunista? —contraatacó McCarthy; había llegado el momento en que entraba a matar.

—No —repuso ella con actitud desafiante.

—¿Ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista? —preguntó el senador en el mismo tono.

Esta vez Dorothy titubeó.

—Nunca he sido miembro del Partido Comunista —dijo con cautela.

—Pero ¿admite haber asistido a sus reuniones, haber leído sus libros? Y ha difundido sus terribles ideas para corromper a los jóvenes de Estados Unidos en un mome…

—No fue así —gimió ella, empezando a desmoronarse, pues se había metido en un callejón sin salida y todos los presentes lo sabíamos. Nunca había sido miembro del partido, eso era cierto, pero conocía su organización al dedillo y había leído su manifiesto.

—¡Sí que ha sido miembro del Partido Comunista! —gritó el senador McCarthy como si ella acabara de admitirlo. Golpeó la mesa y por unos instantes el intercambio de palabras entre ambos fue ininteligible, porque gritaban al mismo tiempo y cada vez más fuerte.

—Nunca he dicho que…

—Actuó de forma cruel y despiadada…

—Es más, cuestiono todo…

—Es indudable su vinculación a…

—No creo que esté obligada a…

—Usted representa todo lo que…

La sesión concluyó de forma caótica. Al final unos guardias se llevaron a los Jackson de la sala por una puerta trasera. El senador de Nebraska llamó al siguiente testigo y la turbulenta sesión prosiguió.

Después de ese día los acontecimientos se precipitaron. Lee y Dorothy pasaron a formar parte de la lista negra y se les prohibió trabajar en el mundo del espectáculo. Tuvimos que contratar a dos guionistas nuevos, pero de todas maneras el programa había perdido fuelle y cuando empezaron a investigar a Buddy Riggles no tuvimos más remedio que retirarlo de la programación.

A los dos meses, Lee y Dorothy se habían separado. Lee empezó a salir con la hija de un magnate de la industria del papel y, tras divorciarse y casarse de nuevo, acabó consagrando su vida a este negocio. Dorothy nunca superó los traumáticos años de la caza de brujas. A tal punto se había acostumbrado a ser el centro de atención, que su exilio forzado de la sociedad le supuso un duro golpe. Stina y yo la veíamos a menudo, pero éramos los únicos amigos que le quedaban. A todos los que seguían trabajando en el cine y la televisión les aterrorizaba relacionarse con quienes figuraban en la lista negra y no se habían marchado a Europa en busca de sistemas de gobierno más tolerantes.

Cuando al fin se suprimió la lista negra, Dorothy estaba alcoholizada y era una sombra de la que había sido. Después de abandonar Estados Unidos perdí el contacto con ella. Siempre que pensaba en mi antigua amiga la imaginaba en un hogar de ancianos, perfectamente maquillada, bebiendo y escribiendo todo el día, y maldiciendo a McCarthy y Rusty Wilson por lo que le habían hecho. Poco después de que
El show de Buddy Rickles
desapareciera de la programación, Rusty se retiró de la NBC con una buena gratificación y cayó en el olvido.

Stina y yo vivimos en California unos años más, incluso después de que yo dejara la televisión. Viajábamos mucho, pero allí teníamos nuestra casa y éramos felices. Todo cambió al estallar la guerra de Vietnam. Stina volvió a obsesionarse con sus tres hermanos muertos y una vez más se convirtió en una ferviente pacifista. Viajó por todo el país haciendo campaña contra la guerra y finalmente perdió la vida en una manifestación en Berkeley, cuando saltó temerariamente delante de un vehículo del ejército para detenerlo. Su muerte puso fin a dos décadas de dicha. Apesadumbrado, hice las maletas y abandoné California.

Esta vez decidí volver a Inglaterra y disfrutar de una vida ociosa. En los años setenta y ochenta viví en la costa del sur, cerca de Dover, y pasé muchos días felices recorriendo sus calles y reviviendo mi juventud, aunque la ciudad había cambiado mucho en los últimos doscientos años. Por curioso que parezca, me sentía en casa. Fue entonces cuando me enteré de que mi sobrino Tommy, apenas un adolescente, había alcanzado la fama como actor de telenovelas. A principios de los noventa empecé a necesitar un cambio, como suele ocurrirme cada dos o tres décadas, y en 1992 me mudé a Londres sin saber lo que me depararía el futuro. Por el momento alquilaría un pequeño apartamento en un sótano de Piccadilly, pues no quería atarme demasiado a la ciudad, y luego ya vería. Y, sin darme cuenta, un buen día me encontré de nuevo metido en el mundo de la televisión y decidí fundar un canal vía satélite.

Y ésta ha sido mi vida durante los últimos siete años.

24
Digo adiós a Dominique

Esperé a que Tomas se fuera a la calle a jugar con sus amigos para poner al corriente a los Amberton. No me hacía mucha gracia tener esa conversación, así que entré en la casa con un nudo en el estómago. Nos sentamos a la mesa de la cocina; el fuego siseaba y crepitaba en la pequeña chimenea atiborrada de leña como si coreara los carraspeos y expectoraciones del señor Amberton. Referí el incidente protagonizado por Jack Holby. Al principio no fui muy pródigo con la verdad, pues no quería que contemplaran al herido Nat Pepys con una luz benévola y, por otro lado, deseaba revestir la figura de Jack de un tenue halo heroico. Amberton no dijo nada, y pareció prestar más atención a su whisky que a mí, mientras que su mujer suspiraba una y otra vez, y cuando llegué al momento del derramamiento de sangre, se llevó una mano a la boca, asustada. Al final la expresión se le descompuso y negó con la cabeza, como si hubiéramos atacado al mismo Dios.

—¿Qué le pasará? —preguntó—. Es espantoso. ¿A quién se le ocurre pegar a Nat Pepys? ¡Al hijo de sir Alfred! —Para ella, Nat era tan importante como su padre, y el que un miembro de una clase inferior hubiera atacado a otro de una superior constituía un crimen horrendo—. De todos modos, nunca me he fiado de ese Jack Holby —añadió, y se sorbió la nariz antes de cruzar los brazos.

—No fue culpa suya —insistí, haciendo esfuerzos por no gritar pero consciente de que no había presentado debidamente el argumento de la defensa—. Se lo estaba buscando, señora Amberton. Nat Pepys lo provocó. Es un matón, un libidinoso y…

—Hay algo que no entiendo —me interrumpió—. ¿Cómo es que Jack defendió a Dominique? No sabía que la conociera tanto.

—Bueno, todos trabajamos juntos. En realidad no la defendió a ella, sino a mí.

Me miró a los ojos, desconcertada, y me vi obligado a aclarar:

—La verdad —tragué saliva antes de admitir ante aquellas buenas personas que había estado mintiéndoles durante un año— es que Dominique y yo no somos hermanos. De hecho, no nos une ningún parentesco.

—¿Lo ves? Ya te lo decía yo —saltó Amberton en tono triunfal, y dio un golpe a la mesa de la cocina antes de esbozar una amplia sonrisa.

Su mujer lo mandó callar y me instó a que continuara.

—Pensamos que tendríamos más posibilidades de encontrar un trabajo juntos si decíamos que éramos hermanos. Cuando tuvimos la suerte de que nos acogieran en su casa el engaño ya había llegado demasiado lejos, y después de un tiempo pensamos que era mejor seguir así. Todo el mundo nos creía hermanos, de modo que no valía la pena desdecirse.

—¿Y Tomas? —preguntó la mujer con un hilo de voz—. ¿Quién es? Ahora me dirás que lo recogiste en las calles de París, claro. Los tres tenéis el mismo acento. Los pobres inocentes como nosotros somos fáciles de engañar. —Estaba ofendida; en su tono se traslucía el orgullo herido.

—No. —Rehuí su mirada, muerto de vergüenza—. Es mi hermano… Bueno, en realidad medio hermano. Somos de la misma madre, pero de padres distintos.

—¡Ja! —resopló—. ¿Y dónde está vuestra madre, si se me permite la pregunta? ¿Vive en el pueblo? ¿Trabaja en la mansión?

Tenía los ojos velados por las lágrimas, imaginé que más por Tomas que por mí. De pronto se me ocurrió que en todo el tiempo que llevábamos en Cageley apenas habíamos contado nada alos Amberton de nuestra vida, aparte de la mentira de los tres hermanos que viajaban juntos. Aunque, en honor a la verdad, tampoco los Amberton habían preguntado mucho más y habían acabado por aceptar nuestra versión.

Pero la verdad había acabado por salir a la luz. Sin apartar la vista del fuego, referí mis primeros años en París; les hablé de mi madre, Marie, y de la absurda muerte de mi padre, Jean; recordé al autor dramático que nos ayudaba dándonos un poco de dinero todos los meses; les hablé de cómo un niño había robado el bolso de mi madre un día que salía del teatro, y cómo a raíz de ese incidente había conocido al que sería su segundo marido y padre de Tomas, Philippe. Referí las pretensiones de creatividad que resultó tener Philippe, tanto en el escenario como fuera de él, y para concluir relaté la tarde fatal en que mató a mi madre de una brutal paliza y cómo yo había corrido en busca de ayuda. Después de describirles la ejecución de mi padrastro y nuestra partida de París, les conté mi encuentro con Dominique Sauvet en el barco de Calais y cómo habíamos vivido robando durante un año en Dover hasta que decidimos trasladarnos a Londres para probar fortuna. Por el camino los habíamos conocido a ellos, de modo que ya sabían el resto de la historia. Les ahorré el episodio de nuestro horrible encontronazo con Furlong, cuyo cadáver habíamos dejado pudriéndose entre la maleza; no tenía sentido añadir detalles escabrosos a una historia ya traumática. Tardé bastante en concluir mi relato, pero los Amberton me escucharon sin interrumpirme y, al final, guardaron unos minutos de respetuoso silencio.

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