El ladrón de tiempo (47 page)

Read El ladrón de tiempo Online

Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
10.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Os digo una cosa —anunció, volviendo a la conversación anterior—: antes de Navidad, McCarthy tendrá la cabeza de Acheson. Metafóricamente hablando, claro.

Todos reímos, aunque, si de él hubiera dependido, el senador Joseph McCarthy habría eliminado la metáfora.

—Necesita gente que lo respalde. Y ahora la cuestión es: ¿conseguirá el apoyo de Truman?

—Truman apenas puede apoyar a su equipo de fútbol —dijo Buddy.

Yo no estaba de acuerdo. No conocía al presidente Truman personalmente y sólo sabía de él lo que aparecía en la prensa y la televisión, pero me parecía un hombre honesto que jamás dejaría en la estacada a un amigo.

—Mire lo que le pasó a Alger Hiss —dijo Rosenberg después de escuchar mi opinión—. ¿Acaso lo apoyó?

Me encogí de hombros.

—Eso es diferente. Era Acheson quien tenía que apoyar a Hiss, no Truman, y eso es exactamente lo que hizo.

—Y por eso el viejo Joe lo castigará —intervino la señora Rosenberg con una voz más grave que la de su marido o cualquiera de los presentes, a tal punto que por un instante dudé que fuera una mujer. Nos callamos y la miramos mientras ella nos daba su versión del caso Hiss iniciando un monólogo largo y enrevesado que, sospeché, ya había pronunciado en más de una ocasión.

Su versión de los sucesos era más o menos la siguiente: Alger Hiss había trabajado en el Departamento de Estado y había sido condenado por espionaje, una inquietante demostración de hasta dónde era capaz de llegar un país cuando hincaba el diente en uno de sus miedos más profundos. En Washington crecía el sentimiento de que los comunistas trataban de infiltrarse en el centro neurálgico de los negocios, las empresas, los órganos gubernamentales e incluso el mundo del espectáculo —en especial en este último—, y Joe McCarthy se había encomendado la tarea de revelar sus identidades, o de poner la etiqueta de rojo a inocentes.

Aunque no era muy amiga de Hiss, Ethel Rosenberg lo conocía lo suficiente para saber que sus únicos crímenes eran haber mentido en su primer juicio (el perjurio le valió una condena en un segundo juicio), y creer que McCarthy destruiría el país con su cruzada. Ella y su marido eran destacados comunistas, según admitieron esa noche, y sospeché que el odio fanático que sentían hacia el Comité de Actividades Antiamericanas era idéntico al del macarthismo, aunque se llamara de otro modo.

—Fue ese congresista californiano quien delató a Hiss —dijo Rosenberg—. Todo habría salido bien si no hubiese sido por esa rata asquerosa.

—Nixon —puntualizó Rusty, escupiendo el nombre del entonces poco conocido representante.

—Ahora está más vinculado a McCarthy que nadie, y van por Acheson. En cuanto lo tengan no tardaremos en pisar la cárcel.

—¿Qué relación guarda eso con Acheson? —pregunté inocentemente, demostrando que no estaba al corriente de los tiempos.

Dean Acheson era el secretario de Truman. Había defendido a Hiss tras el arresto de éste, poniendo en peligro su reputación como político e incluso su integridad física. En efecto, declaró a los periodistas que, fuera cual fuese el veredicto, él jamás le daría la espalda; la amistad no era algo que se entregaba con facilidad, y mucho menos se quitaba. Como era de esperar, tanto Nixon como McCarthy sacaron el máximo provecho de esa situación.

—Sigo sin entender qué nos importa a nosotros todo este asunto —comenté—. Estoy seguro de que el senador es una figura pasajera. El día menos pensado todos lo habremos olvidado.

Buddy soltó una carcajada y negó con la cabeza como si yo fuera un perfecto idiota. Entorné los ojos y le dirigí una mirada inquisitiva; no acababa de entender lo que estaba pasando allí. Rusty me cogió del brazo y me hizo entrar en la casa; los otros tres se quedaron en el jardín.

—Mira, Matthieu —dijo en voz baja y controlada tras llevarme a un rincón tranquilo—. Aquí hay personas que no son comunistas pero que no se quedarán de brazos cruzados para que McCarthy destruya su vida profesional como ha hecho con la de tantos otros. ¿Has visto las listas negras, has…?

—En el mundo del cine quizá sea así —protesté—, pero en la televisión es distinto.

—Ya llegará, ya —dijo señalándome con un dedo admonitorio—. Ya lo verás, Matthieu. Y cuando eso ocurra, tendremos ocasión de comprobar quiénes son nuestros verdaderos amigos.

Sus palabras me inquietaron un poco, pues me sentía un simple observador de aquel gran drama. Se trataba, por cierto, de una sensación bastante infrecuente, y me quedé allí, nervioso, mientras Rusty se alejaba.

—¿Sabes lo que dijo Hugh Butler de Acheson? —preguntó cuando ya estaba a unos pasos de distancia.

Negué con la cabeza.

—Después de que Acheson defendiera a Hiss —continuó—, Butler se puso de pie en el Senado y explotó: «¡Váyase! ¡Váyase! Usted representa todo lo que ha estado mal en Estados Unidos durante años.» Es el mismo cáncer que está extendiéndose a nuestro alrededor, Matthieu. No es el miedo a los comunistas o los rojos o como quieras llamarlos, sino a la antigua y simple retórica. Si gritas una idea con fuerza o contundencia, tarde o temprano vendrán por ti y te ahorcarán.

Me guiñó un ojo y, con un movimiento ampuloso, ayudó a levantarse a Dorothy Jackson de un sillon y la arrastró hasta el centro de la sala, donde sonaban los primeros compases de un vals. Cuando me volví, observé que acercaba su rostro al de la anfitriona y le susurraba algo al oído, y por la expresión de Dorothy me pareció que prestaba mucha atención a sus palabras, como si las sopesase y memorizara para reflexionar sobre ellas más tarde. Sentí un escalofrío y me vino a la memoria el Terror de 1793. Así había empezado entonces.

Durante los dos años siguientes las cosas fueron de mal en peor. El Comité de Actividades Antiamericanas puso en la picota a un sinfín de escritores y actores que se hallaban en la cúspide de su carrera. Cuando se les cuestionó su patriotismo, algunos lo negaron todo y no les pasó nada; otros se declararon inocentes y acabaron en la cárcel, y los hubo que se anticiparon al interrogatorio jactándose de su americanismo. Recuerdo que durante las elecciones presidenciales, al principio de la caza de brujas, abrí el periódico una mañana y me encontré con una foto de Thomas Dewey denunciando el comunismo desde su última tribuna. Estaba flanqueado por Jeanette MacDonald, Gary Cooper y Ginger Rogers, fanática republicana y anticomunista como nadie, aunque procedía de la misma ciudad que Truman, Independence, en Misuri.

Stina hizo progresos en
Los Angeles Times
y acabó por convertirse en periodista. Al principio cubría los sucesos locales que los reporteros más experimentados no querían, pero con el tiempo le encomendaron asuntos de mayor envergadura y tuvo algún que otro golpe de suerte con sus historias. Al cubrir la huelga de autobuses de tres meses, se centró no tanto en las demandas de los conductores como en las quejas de las pobres gentes cuya vida se veía afectada por la medida de fuerza, y logró unas reseñas muy conmovedoras. Hasta ganó un premio de periodismo por una serie de artículos sobre las pésimas condiciones de las escuelas del centro de Los Ángeles. Por entonces empezó a interesarse en los noticiarios televisivos. Aunque al principio no tuvo mucha suerte, pues se negó a trabajar para la NBC alegando que no la contratarían por méritos propios sino por ser mi mujer, al cabo de un tiempo encontró un trabajo en una cadena local.

El show de Buddy Rickles
creció y creció hasta que alcanzó un punto muerto y ya no hubo manera de aumentar el índice de audiencia; había llegado a su tope de popularidad. El programa fue candidato a los premios Golden Globe y todo el equipo asistió a la cena de gala en el hotel Beverly Wilshire con la esperanza de olvidar, al menos por un rato, los espantosos rumores infundados y las interminables historias sobre lo que les estaba ocurriendo a nuestros colegas en Washington, la capital de la nación y supuesta sede de la justicia.

Al final no nos dieron ningún premio, a pesar de las cuatro nominaciones. Una sensación de tristeza se cernía sobre nuestra mesa, pues presentíamos que estábamos en la última temporada del programa y que pronto nos encontraríamos buscando trabajo de nuevo. Sentado a la mesa contigua, Marion Brando acariciaba su globo de oro, que había recibido por
La ley del silencio
, y Jane Hoover intentaba engatusarlo para que hablara sobre las últimas investigaciones que se estaban llevando a cabo, pero Brando no mordería el anzuelo. Aunque se mostraba educado y amable, desde que Elia Kazan había testificado a principios de año se había negado a hacer comentarios sobre el CCA, y así seguiría. Había oído decir que ese asunto lo había sumido en el desconcierto, pues no podía conciliar el odio que le inspiraba el comportamiento de Kazan con la adoración que sentía hacia el que consideraba su mentor, y me dio lástima que se encontrase en semejante aprieto, dado que Jane no era una mujer a quien se le diese largas fácilmente. Me escabullí al bar, donde encontré a Rusty Wilson empinando el codo para olvidar sus premios perdidos.

—Ésta era nuestra última oportunidad, Mattie —dijo Rusty, y sentí un leve estremecimiento; últimamente me llamaba así, a pesar de que le había pedido que no lo hiciera, pues me traía recuerdos de un pasado muy lejano—. Ya verás como el año que viene no venimos.

—Llámame Matthieu, por favor. Y no seas tan pesimista —murmuré—. Tendrás un nuevo programa, todavía más exitoso. Arrasarás, estate tranquilo.

Mientras hablaba, me di cuenta de que no creía en mis palabras. En los últimos doce meses Rusty había ido incorporando nuevos programas a la emisión y todos habían fracasado. Era vox pópuli que lo despedirían antes de que empezase la nueva temporada.

—Los dos sabemos que eso no es verdad —concluyó con amargura, leyendo mi pensamiento a la perfección—. Estoy acabado.

Suspiré. No quería que la conversación degenerase en un intercambio interminable entre su visión catastrofista y mi optimismo impenitente. Pedí un par de copas, y, apoyado en la barra, observé a los centenares de personas que abarrotaban la pista de baile, convertida en una verdadera arca de Noé de famosos, que se saludaban dando besos al aire y se elogiaban los vestidos y las joyas. Había llovido mucho desde los tiempos del teatro de la ópera.

—¿Te has enterado de que han llamado a Lee y a Dorothy?

Me volví, aturdido.

—No. —Lo miré con los ojos muy abiertos. En esos tiempos no era necesario decir nada más; la simple frase «Han llamado a Fulano» resumía todo lo que uno necesitaba saber sobre sus perspectivas de trabajo en el futuro.

—Hoy les ha llegado la citación —prosiguió Rusty, antes de apurar el whisky con una mueca de dolor—. Dentro de dos días deberán volar a Washington. Esos dos ya no levantarán cabeza. Será mejor que nos hagamos a la idea de escribir el resto de los capítulos nosotros.

No daba crédito a lo que estaba oyendo.

—No han comentado nada —dije, estirando el cuello para ver a la pareja de guionistas sentados a la mesa—. Se han comportado como si tal cosa.

—Imagino que no querrían preocuparnos, y menos aún esta noche.

—Aun así… esto no pinta nada bien. Ninguno de los dos cederá un milímetro, ya lo verás.

—Ya conoces a Dorothy —dijo, y se encogió de hombros—. Intentarán vincularlos con los Rosenberg.

—Eso es ridículo. —Me eché a reír—. ¿Qué conexión puede haber entre ellos?

—¿No los recuerdas? —preguntó extrañado.

—¿A quiénes?

—A los Rosenberg. Todos los conocemos. Tú mismo hablaste con ellos en una ocasión.

Rusty me recordó nuestra conversación con aquel curioso hombrecillo y su mujer en la fiesta de los Jackson, un par de años atrás. Desde entonces se habían convertido en una especie de
cause célèbre
y su caso, aunque ya había concluido, seguía generando mucha controversia. Los Rosenberg habían sido condenados después de que se los vinculara con Klaus Fuchs, un físico al que descubrieron pasando a los soviéticos secretos sobre el programa nuclear americano. Se los acusó de ser espías comunistas, aduciendo que tenían el cometido de destruir el sistema nuclear americano al tiempo que ayudaban a los rusos a desarrollar uno mucho más poderoso. Obnubilado por el terror hacia los rojos, al tribunal no pareció importarle el hecho de que apenas había podido probarse nada, y los Rosenberg fueron condenados por traición. Poco después fueron ejecutados como enemigos del Estado.

No podía creer que la pareja aparentemente inofensiva que había conocido en la fiesta fueran nada menos que Julius y Ethel Rosenberg, y me asombré de que no hubiera atado cabos antes, aunque en realidad no había intercambiado más de diez palabras con ninguno de los dos.

—¿Y cuál es la conexión entre los Rosenberg y Dorothy y Lee? —pregunté.

Rusty miró alrededor con inquietud, temeroso de que alguien pudiera oírlo y lo involucrase en el asunto.

—Eran amigos, muy buenos amigos. Los Jackson no son comunistas, aunque sí han coqueteado un poco con la política a lo largo de su vida. Pero no son rojos, en absoluto. Creo que más bien tiran al rosa pálido. Les gusta explorar y descubrir cosas, pero son demasiado inconstantes para meterse en algo hasta el fondo. Los dos tienen un pasado movidito, y si Joe McCarthy empieza a hurgar, están acabados. No le resultará difícil destapar ese pasado. Tiene espías por todas partes. Ya lo verás. Y también a nosotros acabarán llamándonos, es sólo cuestión de tiempo.

Me pregunté si mi ciudadanía francesa me protegería de las pesquisas del Comité de Actividades Antiamericanas. La verdad es que el pasado movidito de los Jackson no era nada comparado con el mío. Aunque nunca me haya implicado mucho en política —pues he visto lo pasajero que es cualquier movimiento en ese sentido—, no podía negar haber contemporizado con otras formas de Estado durante mi larga existencia. No tenía miedo de lo que se nos venía encima, pero me preocupaba que tantas personas perdieran su trabajo e incluso su vida por el fanatismo de un oportunista.

—¿Vas a acompañarlos? —pregunté—. ¿Irás con los Jackson a Washington? Ya sabes, para brindarles tu apoyo moral.

—¿Me tomas el pelo? —Soltó un bufido de irritación—, ¿No crees que ya tengo suficientes problemas para que además me tachen de rojo?

—Pero son tus amigos —protesté—. Deberías mostrarles un poco de solidaridad ante el Comité, aunque sea peligroso. Tienes una posición de responsabilidad. Si sales a declarar y dices que son inocentes, entonces…

Other books

A Star Called Henry by Roddy Doyle
Bringing Stella Home by Joe Vasicek
A Thousand Deaths by George Alec Effinger
The Last Of The Rings by Celeste Walker
A Saint on Death Row by Thomas Cahill
I Think I Love You by Allison Pearson
SNAP: The World Unfolds by Drier, Michele