El ladrón de tiempo (22 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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Por un instante me clavó la mirada.

—Bueno, sea lo que sea —repuso—, es evidente que mi padre está pasando por la crisis de los cincuenta, lo típico. ¿Ha sufrido alguna vez una crisis de edad?

Solté una carcajada.

—Sí, pero hace ya unos años; casi la he olvidado. Y crisis de edad no es la expresión más adecuada.

—En cualquier caso, dudo que lo veamos regresar a esta miserable ciudad en los próximos meses. ¿Quién echa de menos el metro y la contaminación? ¿Quién necesita vivir con millones de personas y ver al jodido Richard Branson haciendo el memo en la tele noche tras noche cuando puedes disfrutar de playas tropicales, tomar el sol y beber cócteles a todas horas? Él puede pagárselo; por desgracia, yo no.

Tras este pequeño arrebato de inesperada sinceridad se reclinó en su silla. Me acaricié la barbilla mientras intentaba formarme un juicio de la joven.

—¿A qué te dedicas? —pregunté; no dejaba de sorprenderme que P.W. jamás me hubiera hablado de esa hija que parecía tan segura de sí misma. La mayoría de los padres se sentirían orgullosos de tener una hija como ella.

—Trabajo en tiendas de música. Soy jefa de zona de una cadena que vende al por menor en Londres y en el sudeste de Inglaterra. Cuarenta y dos tiendas en total.

—¡Vaya! —exclamé, impresionado porque asumiera tanta responsabilidad siendo tan joven—. Eso significa…

—Si quiere que le sea sincera, tras salir del colegio no he hecho otra cosa. La universidad, ni pisarla. Y desde entonces he ido ascendiendo; de dependienta pasé a subdirectora y luego a directora de sucursal. Conseguí el puesto de jefa de zona porque los demás candidatos eran unos inútiles perezosos. Ahora me he convertido en su jefaza —agregó.

Sonreí.

—¿Y cómo los tratas?

—Dentro de lo que cabe, con mucha mano izquierda, aunque daría lo que fuera por perder de vista a media docena o que el día menos pensado les cayera un ladrillo en la cabeza. Intento convencerlos de que cambien de profesión, pero no hay manera, no sabe cómo se aferran a su puesto de trabajo. Pero a mí me apetece un cambio. Lo único que tengo, más que una vida, es ambición.

—¿Y no necesitas nada más?

—Ambición y talento. Le seré franca, señor Zéla: estoy buscando trabajo. Siento que en la venta al por menor —añadió con cara de asco— he llegado a mi techo.

—Llámame Matthieu, por favor.

—Y en este momento esto me ha venido como caído del cielo, ¿no cree, Matthieu?

Asentí con la cabeza, me acabé el té y me pregunté en qué instante daría por concluida la conversación, me levantaría y me despediría de la joven, cuando de pronto reparé en el enigmático sentido de sus últimas palabras.

—¿A qué te refieres? —pregunté enarcando las cejas—. ¿Qué te ha caído del cielo?

—Es mi oportunidad —repuso con una sonrisa radiante.

Hubo un silencio.

—Perdona, no te entiendo —dije al cabo.

—Estoy hablando de trabajar en este canal de televisión —aclaró, inclinándose y mirándome como si se las viera con un auténtico imbécil—. Es la oportunidad perfecta en el momento perfecto. Llevo once años en el mismo sitio; es hora de moverse, de empezar en otro lugar. Resulta estimulante. Me muero de ganas de afrontar este desafío.

—¿Quieres trabajar aquí? —No dudaba de que se trataba de la clase de mujer ideal para tener en plantilla, pero aún no se me ocurría qué trabajo ofrecerle—. Pero, dime, ¿qué quieres hacer exactamente?

—Mire, señor Zéla —dijo mostrando al fin sus cartas al tiempo que cruzaba las piernas—, mi padre me ha dado poderes y quiere que lo represente en el negocio. Cuento con sus acciones para maniobrar. Podría decirse que ya estoy trabajando en el canal. De modo que desearía que a partir de ahora se me informara de todos los planes y transacciones de la compañía. Entretanto, me pondré al día con los antecedentes y requisitos del negocio. Espero que lo comprenda. También deberé echar una ojeada a los presupuestos y valorar las previsiones, la productividad, los índices de audiencia y las cuotas de mercado; ese tipo de cosas, ya me entiende.

—Bien —repuse con voz pausada y recelosa mientras trataba de escudriñar el futuro y calibrar lo que significaría la presencia de Caroline Davison en la empresa. Debería haberlo esperado, pero nunca me había pasado por la cabeza que alguien pudiera ocupar el puesto de P. W. Imaginaba que se conformaría con ser un socio comanditario, sin trabajar y retirando sus ganancias cada trimestre. En realidad P.W. nunca había hecho mucho más—. Bueno, supongo que se podrá arreglar. Tienes toda la documentación necesaria, ¿no?

—Por supuesto —contestó muy segura de sí—. No hay ningún problema. Esta misma tarde los traeré con la bici para que el departamento legal los repase. Pero lo que importa es que me encantaría trabajar aquí, no que me emplearan o me pagaran un sueldo. Me interesa trabajar en este canal.

—¿Te refieres a salir en pantalla? —No me pareció una idea descabellada. Era joven, atractiva, inteligente; tal vez se convirtiera en la sustituta de Tara. ¿Dónde la pondría? ¿Como mujer del tiempo? ¿En las noticias? ¿Documentales?

—No, no me apetece salir en pantalla —repuso riendo—. Me gustaría trabajar entre bastidores. Quiero el puesto de James Hocknell.

Parpadeé. Pese a admirar su franqueza, me azoró su arrogancia.

—No lo dirás en serio.

—Sí, muy en serio.

—Pero te falta experiencia.

—¿Que me falta experiencia, dice? —Me dirigió una mirada de asombro—. Durante nueve años he sido directora de una compañía importante, con una facturación anual de dieciséis millones de libras. Tengo a mi cargo unos seiscientos empleados. Administro…

—Careces de experiencia en los medios de comunicación, Caroline. Nunca has trabajado en un periódico ni en televisión ni en cine, ni siquiera has estado en una agencia de relaciones públicas. Tú misma me has contado que siempre te has dedicado a la venta al por menor. ¿Tengo razón o no?

—Sí, tiene razón, pero…

—Deja que te haga una pregunta —la interrumpí, levantando la mano para que guardara silencio. Se echó hacia atrás en su asiento con actitud enfurruñada y se cruzó de brazos como una niña consentida a quien se le hubiera negado un capricho—.

Imagina que una persona te pide ocupar un alto cargo en tu negocio; viene de una empresa muy exitosa pero de un ámbito completamente diferente, ¿la escucharías y considerarías su propuesta?

—Si la creyese competente para el puesto, sí. Le pediría que preparase…

—Caroline, espera. Contéstame a esta pregunta como si estuvieras en la posición a la que aspiras llegar. —Me incliné y junté las manos mirándola a los ojos—. ¿Qué harías en mi lugar?

Pensó la respuesta y finalmente decidió no contestar de forma directa.

—Soy una mujer inteligente, Matthieu —dijo—. Se me da bien mi trabajo y aprendo muy rápido. Y además tengo una parte importante de las acciones de la empresa —añadió en tono levemente amenazador: parecía convencida de que ese detalle inclinaría la balanza a su favor.

—Yo tengo más —repliqué sin titubear—. Y si Alan se pone de mi parte, y puedo asegurarte que lo hará, soy el accionista principal. Lo siento, pero es imposible. Es probable que James Hocknell fuera un desastre en muchas cosas, y quizá tuviese un final desagradable, pero era un profesional extraordinario y brillante. Gracias a él la compañía ha llegado donde está. No puedo arriesgarme a que se desperdicie el trabajo de tantos años. Lo lamento.

Suspiró y se retrepó en la silla. Pasó a tutearme:

—Dime una cosa, Matthieu: ¿tienes intención de seguir trabajando todos los días?

—No, santo cielo, no —repuse sinceramente—. Me gustaría que las cosas volvieran a ser como antes: venir una vez por semana y estar seguro de que he dejado a alguien competente capaz de solucionar cualquier problema que se presente. Sólo pido un poco de paz y tranquilidad. Soy muy viejo, ¿sabes?

—Qué tontería —respondió, y soltó una carcajada—. No seas ridículo.

—Créeme. No aparento la edad que tengo.

—Sólo te pido una oportunidad, Matthieu. Si no funciono, siempre podrás despedirme. Te propongo incluso que figure en mi contrato; de ese modo, llegado el caso no tendría ninguna posibilidad de demandarte. ¿Qué me dices? No puede ser más justo.

Eché la silla hacia atrás y miré por la ventana. En la acera, un niño pequeño esperaba junto a su madre a que cambiara el semáforo. No iban cogidos de la mano, y de repente el niño hizo amago de cruzar la calle; la madre lo agarró con presteza antes de que lo atropellara un coche y le dio una palmada en el trasero. El niño rompió a llorar. A esa distancia no lo oí, sólo distinguí su rostro congestionado y la boca abierta. Un espectáculo horrendo. Desvié la mirada.

—Se me ocurre una idea —anuncié de repente mientras me volvía hacia Caroline y me decía para mis adentros: «¡Qué diablos! ¿Por qué no intentarlo?»—. Al parecer, voy a ocuparme del trabajo de James durante una buena temporada. ¿Qué te parecería empezar como mi ayudante? Te enseñaré todo lo que sé, y después de unos meses podemos reconsiderar la situación y ver si realmente te gusta este trabajo. Quizá lo hagas tan bien que demuestres mi error. Tal vez vuelva tu padre y nos encontremos en la misma situación que al principio.

—Lo veo difícil, pero me parece una buena idea, al menos por el momento. Tengo una última pregunta.

—Dime.

—¿Cuándo empiezo?

La noticia apareció en grandes titulares en las primeras páginas de los tabloides, e incluso en un par de periódicos serios. En una foto en color un poco descentrada se veía a Tommy y Barbra fundidos en un abrazo pasional, besándose en los labios con los ojos cerrados, felizmente ignorantes del
paparazzo
que los enfocaba con su cámara desde lejos. Estaban en un oscuro rincón de una discoteca de famosos; Tommy iba muy elegante con lo que parecía haberse convertido en su atuendo habitual: chaqueta y camisa negras, mientras que Barbra, vestida con una sencilla blusa blanca y falda pantalón, aparentaba unos cuantos años menos. Tommy apoyaba una mano en la larga melena rubia de la mujer mientras la besaba; los cuerpos no podrían haber estado más juntos sin consumar el acto allí mismo, y toda la escena era la viva imagen de la lujuria. Los cronistas apenas podían disimular su entusiasmo.

—No sé cómo ocurrió exactamente —me contó Tommy mientras tomábamos unos capuchinos en una cafetería de Kensington High Street, ocultos detrás de un helecho para evitar las miradas curiosas—. Son cosas que pasan. Quedamos, empezamos a hablar, una cosa llevó a la otra y nos besamos. Ahora suena raro, lo sé, pero en ese momento me pareció normal.

—Qué quieres que te diga —repuse sonriendo; me hacía gracia su expresión de niño contento consigo mismo—, podría ser tu madre.

—Podría, pero no lo es.

—¿Qué pasa? ¿Los famosos sólo se acuestan con otros famosos o qué? —pregunté, y solté una carcajada; el mundo en que vivía mi sobrino me intrigaba—. Explícamelo, por favor. ¿Por eso los famosos quieren ser famosos?

—No siempre. Andrea, por ejemplo. Ella no es famosa.

—Bueno, todavía no, eso es verdad; pero espera un poco y verás.

Andrea, la novia del momento de Tommy, estaba embarazada de dos meses, como mi sobrino acababa de anunciarme. Se habían conocido en una entrega de premios de la televisión; Andrea trabajaba como ayudante de técnico de sonido para el canal que emitía la ceremonia. Según Tommy —bueno, según me dijo que le había contado Andrea—, cuando se conocieron la joven no tenía idea de quién era DuMarqué, pues no había visto ningún capítulo de su serie. Parecía increíble, sobre todo para alguien que trabajaba en medios audiovisuales, pero la chica no tenía televisor.

—Es verdad —añadió Tommy—. No hay una tele en todo el piso. Eso sí, tiene muchísimos libros. Es diferente de las otras chicas. No le interesa quién soy.

No me convencía. Aun cuando fuera verdad que no tenía televisión, seguía siendo inconcebible que existiera en el país una sola conciencia donde no se hubiera colado el nombre deTommy DuMarqué. Sus constantes apariciones en el mundo del ocio —televisión, eventos musicales y teatrales, la revista
Hello
!— lo habían convertido en los últimos años en una figura omnipresente; cualquier persona que tuviese ojos y oídos no podía evitar tropezarse una y otra vez con su nombre y su imagen. Pero resultaba que la tal Andrea, esa técnica de sonido de veinticuatro años embarazada, afirmaba exactamente eso.

—Es muy buena tía —añadió Tommy, defendiéndola con su habitual escasez de superlativos—. Es simpática, y confío en ella.

—¿La quieres?

—Dios mío, no.

—Pero seguís juntos.

—Claro. Vamos a tener un hijo, ¿lo recuerdas?

—Lo recuerdo. —«Y con él has firmado tu sentencia de muerte», podría haber añadido, pero no lo hice; en cambio, cogí el periódico de nuevo y lo agité—. Y esto, ¿qué? ¿Cómo lo explicas? ¿Qué le dices a Andrea?

—No tengo que explicarle nada. —Tommy se encogió de hombros y revolvió el capuchino con la cucharilla distraídamente—. No estamos casados, ¿entiendes? Estas cosas ocurren; somos jóvenes. ¿Qué vas a hacer?

—Yo no voy a hacer nada, Tommy, pero me gustaría saber por qué te enredas cada vez más con una chica a la que no amas, y por qué vas por ahí besándote con estrellas de cine que te doblan la edad. Me parece que si la tal Andrea te quisiese de verdad se habría ofendido por tu comportamiento.

—Deja de llamarla «la tal Andrea», por favor.

—Andrea, a quien tú, un actor de televisión rico y famoso, has dejado embarazada. Me pregunto qué cualidades personales vio en ti cuando te echó el ojo —añadí, sarcástico.

Tommy parecía irritado y titubeó antes de contestar, en un tono ligeramente más alto:

—Famoso puede, pero ¿rico? No tengo un penique, lo sabes perfectamente; tú más que nadie. No está conmigo por mi dinero, ¿entiendes?

—Tommy, tu posición es única. Quizá en este momento no nades en la abundancia, pero si quisieras podrías ganar mucho dinero. Perteneces a la flor y nata del mundo del espectáculo. Eres una estrella. Hay muchas personas a quienes no conoces y jamás conocerás que te admiran, sueñan contigo y tienen fantasías sexuales en las que apareces como protagonista. La gente paga por verte. ¿No te das cuenta? Si mañana dejaras entrar a los fotógrafos en tu elegante salón, te embolsarías cien mil libras.

—No tengo un salón elegante.

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